Sigo corriendo
por: Dino Jurado
De regreso en la habitación enciendo el
televisor y me acuesto. Me subo las frazadas hasta el cuello y con la cabeza
levantada por la almohada mantengo la vista fija en la pantalla. Unos hombres
sesionan alrededor de una mesa larga, discuten un rato; luego salen en grupos,
se meten en dos autos negros que esperan en la calle y parten velozmente. La
mafia en acción, pienso. No puedo saberlo porque no le he puesto volumen al
aparato; no quiero escucharlo; no voy a intentar otra cosa mas que mirar las
imágenes mudas de la televisión hasta dormirme.
Pero no me duermo; nadie podría dormirse en
una situación como la mía, así que continúo mirando la tele hasta que termina la
transmisión y aparece la bandera. Es medianoche y han puesto la bandera bicolor
en el centro de la pantalla; seguramente están tocando el himno nacional, pero
yo no escucho nada, ni dentro del cuarto ni fuera de él; el mundo entero está
en silencio; me levanto despacio, tratando de evitar que el catre cruja, y
apago el televisor.
¿Ahora qué? Tengo algo pensado, pero no
estoy tan seguro; se trata de salir a la calle y hacer una llamada de larga
distancia desde la central telefónica, para que me confirmen la noticia; mientras
tanto sigo allí de pie, en pijama, mirándolo todo como si estuviera
despidiéndome.
Apago el foco encima de la cabecera y me siento
en el borde de la cama. Sigo pensando. Si salgo a la calle quizás no pueda
hacer la llamada; a esta avanzada hora de la noche lo más probable es que la central
telefónica esté cerrada; y si de todos modos saliera, como a veces me ocurre, daría
unas cuantas vueltas y terminaría sentado en una de las bancas del llamado
Paseo Cívico, helándome a conciencia; luego compraría un trago y regresaría a casa; un
tercio de ron del Danubio, seguramente, el único lugar que hoy por hoy atiende
toda la noche.
Desde que vivo en esta ciudad el movimiento
nocturno se ha restringido al mínimo. Es la época. Al final de la tarde la
niebla desciende sobre la ciudad como una invasión blanca; se posa mansamente
en los techos y llena las calles de un aliento frío y vaporoso; durante la
noche cae una lluvia tan fina que nadie se percata de ella y, al día siguiente,
la ciudad se despierta mojada. Es la época, ya lo dije. Agosto, para más señas.
Enciendo otra vez el foco; quedarme a
oscuras no me ha hecho avanzar ni un paso hacia el sueño; en realidad estoy más
despierto que antes: estoy desvelado; la noticia recibida es lo que me ha
puesto en tal estado. “Ha caído enferma”, es la frase con que se me ha
informado. No puede orinar hace tres días. Y es todo lo que sé. Dicen que ni
siquiera el médico que la atiende sabe algo más que eso por ahora; están
esperando el resultado de ciertos análisis para formular el diagnóstico y
decidir el tratamiento, la intervención quirúrgica; en suma, un asunto feo se
le mire por donde se le mire.
Miro en derredor y mi vista se detiene en el
ventanuco semiabierto, a un palmo del techo; tiene el marco desencajado y uno
de los vidrios roto; por allí se cuela el frío durante la noche, las voces de
la vecindad por las mañanas, conversaciones de cocina, ruidos de toda clase,
algo de música moderna y, de vez en cuando, cada vez menos, el aullido
lastimero del dementito.
Una mañana, mientras lavo ropa en el patio,
comienza a suceder algo en la casa del fondo; parece una agria pelea de
familia. De pronto, imponiéndose al griterío, escucho aquel aullido espantoso;
es como el dolor de un animal, una queja áspera y aguda que cesa cuando una voz
recia pide silencio. Días después me los topo en la esquina. La madre ha sacado
a la calle a su pequeño monstruo para que se distraiga guiñándole los ojos a la
luz del día. El chico tiene los párpados enrojecidos hacia afuera, casi
colgando de su cara de luna. Me quedo observándolo una larga hora hasta que la
madre reaparece y se lo lleva del brazo. Eso ha sido todo y ha sido suficiente.
Al día siguiente vuelvo a escuchar su grito pero ya no me conmueve.
Me acerco a la mesa, desenchufo el televisor
y en su lugar conecto el pequeño estéreo; cojo uno de los cassettes, le doy
vueltas entre las manos sin intentar leer en el lomo la descripción del
contenido; lo extraigo de la caja, lo coloco cuidadosamente en la cassettera y
presiono la tapa con la mano abierta para sofocar el chasquido; por último,
apreto el tercer botón y la pongo en marcha. Cuando escucho las primeras notas
compruebo que el mínimo volumen es suficiente; no despertaré a nadie con esto;
yo mismo podría dormirme sin problemas. Por lo tanto, apago la luz y me
acuesto. Me estiro bajo las frazadas, a todo lo largo de la cama, y escucho.
Las
notas que esa noche salen de los parlantes pertenecen a los preludios de
Debussy; las reconozco a medida que avanzan; pienso en ellas. Imagino gotas que
el aire mece y luego abandona a su suerte; gotas que caen sobre superficies
cristalinas y se descomponen en formas; formas tan ágiles y contundentes como
pensamientos precoces. Las sigo escuchando. Me hundo cada vez más. He caído en
la música como en un mar distante, y allí estoy, vagando entre flujos y ondas,
cuando escucho un ruido discordante y abro los ojos.
No sé qué pensar de lo que ha sucedido. Me
incorporo a medias, apoyando los codos en la almohada, y observo la oscuridad.
Mis largas piernas se me han adormecido bajo las frazadas. Doblo una, luego la
otra; muevo los dedos del pie derecho hacia delante y hacia atrás varias veces;
estoy haciendo lo mismo con el izquierdo cuando el ruidito se repite y me
levanto de un salto. Enciendo la luz.
“Es
como un rascar”, pienso. Alguien se ha puesto a rascar a las dos de la mañana
de esta noche infausta; y yo sólo tengo una bolsa de plástico a la mano, es mi
único escudo. La extraigo de debajo de la cama y me inclino a observar el llamado
rincón de la música; allí están las cajas de cartón llenas de cassettes hasta
arriba; estiro el pie; en alguna de ellas debe haberse producido el ruido. Estoy
a punto de darles una patada, pero entonces lo veo; me detengo; él también se
detiene en seco, sobre el filo de un cassette; se queda mirando. No es algo con
lo que uno se encuentre cara a cara con frecuencia. Nos miramos largamente,
cada cual sorprendido por la presencia del otro. El temblor involuntario de mi
pierna lo asusta; el animalito salta de la caja; lo hace velozmente, pero eso
no le sirve de nada: cae en la de al lado, donde mi mano derecha, enfundada en
la bolsa, le cae automáticamente encima.
De principio a fin la escena no ha durado
más de lo que suele durar un preludio de Debussy. Tras un corto silencio
empieza la música nuevamente; esta vez son los primeros acordes de La Catedral
Sumergida; levanto cuidadosamente la caja con las dos manos, la pongo sobre la
cama y me siento al lado. “Misión cumplida”, pienso; un corazón minúsculo late
desesperadamente bajo la palma de mi mano, demasiado minúsculo para esta música
tan álgida como sutil. Intento entregarme por segunda vez a escucharla; las
gotas del piano vuelan ahora cada vez más lejos, caen cada vez más hondo; por
poco tiempo pues el animal no está quieto un instante; se revuelve
constantemente; lo sujeto dentro de la bolsa y con un nudo le cierro la salida.
Fin de la escena. Se acurruca en una esquina
y se queda inmóvil, respirando con ahínco. Cierra los ojos suavemente, casi con
gracia, luego los abre un poco y al tomar aire se le infla el cuerpo. Continúa
un buen rato en ese plan mientras el plástico se cubre por dentro con pequeñas gotas
de vapor; se ha empañado; y el animal no se mueve. Le doy unos toques con el
índice y no reacciona. Doblo la bolsa, reduciendo al máximo el espacio interior,
y recién entonces comienza a moverse desesperado. Sus patillas se endurecen y
las uñas atraviesan el plástico. Chilla. Le paso un dedo por el lomo para
apaciguarlo; “tranquilo, tranquilo”; luego se lo pongo sobre la cabeza y
presiono; me mantengo firme unos segundos. Cuando deja de moverse hago un nudo
a la bolsa y arrojo el atadito al rincón de la basura; me duermo.
Al día siguiente me siento muy cansado, como
si no hubiera dormido lo suficiente. Y no dejo de pensar en lo sucedido. Me
hace divagar con la tiza en el aire mientras dicto mi clase diaria de historia.
Lo tengo claro que no me ha ocurrido anteriormente. A mediodía, sin hambre, almuerzo
algo ligero en la cafetería de la universidad; no suelo entrar allí, sólo para
evitar a mis colegas; y mientras me acodo a la barra y mastico concienzudamente
el sándwich de queso, recuerdo un episodio parecido al de anoche, una pequeña
anécdota ocurrida hace años, cuando aún vivía en la casa de mis padres.
Una mañana despierto muy temprano, antes que
todos, y me asomo al patio. Un grupo de palomas da vueltas en el cielo limpio,
frente a mi ventana. Aletean un poco sin hacer ruido y se dejan ir perezosamente,
sostenidas por las corrientes de aire; luego descienden en círculos
concéntricos cada vez más pequeños, hasta que finalmente se posan en tierra, dentro
de los linderos de la huerta. Me acerco sigilosamente para verlas mejor, pero
ellas adivinan mi presencia y una tras otra van alzando el vuelo. Aletean
espantadas y desaparecen en los alrededores. Sin embargo, tengo la sospecha que
alguna se ha quedado merodeando entre las azucenas. Avanzo a gatas sobre el
borde del estanque hasta verla: está bebiendo agua de un charco, al pie del
olivo. Ni siquiera pienso ¿qué hago ahora? Salto como un gato y le caigo
literalmente encima; pero el ave se escurre con rápidos aleteos; choca contra
las ramas más bajas del árbol y entonces yo la cojo con una mano, en pleno
vuelo.
La pongo en una jaula y le doy de comer unos
días, luego la olvido. Una tarde me avisan que no quiere comer, está enferma.
Trato de reanimarla abriéndole el pico a la fuerza, pero la paloma tiene todo
el aspecto de querer morirse. No pone nada de su parte. La extraigo de la jaula
y la llevo a la huerta. La pongo en el borde del estanque. No pasa nada, se
queda allí sentada, sin moverse. Le abro las alas y se le caen sobre el cuerpo.
Es un cuerpo menudo y frágil que mi mano abierta cubre enteramente. La levanto.
La lanzo. Como si fuera una piedra. Sus plumas blancas se agitan mientras cruza
el aire y por un instante parece que volara. Luego escucho el golpe seco de su
cuerpo contra el techo de madera de la casa del vecino.
A eso de las seis, después de dictar la
última clase del día, abandono la universidad. Llego a casa y voy directamente
al rincón de la basura. No hay novedades, la bolsita con el cadáver sigue ahí.
Entonces empiezo a cambiarme. Estoy cansado y me duelen el cuello y la espalda
y tengo las axilas sudadas. Me quito la ropa hasta quedarme en calzoncillos. Es
invierno y está haciendo mucho frío afuera, pero yo estoy acalorado y nervioso
aquí adentro. He trabajado mucho hoy. Normalmente los jueves trabajo mucho,
dicto clases mañana y tarde, termino muerto, más muerto si pienso en lo poco
que me pagan. Me tiendo boca abajo sobre la colcha fresca y estiro las extremidades.
Las levanto una por una y las dejo caer. Me vuelvo a estirar a todo lo largo.
Estoy en eso, casi relajado, cuando de pronto una voz urgente me llama desde el
pasillo.
La señora S. me está pidiendo que salga un
momento, tiene algo que decirme, es mi vecina de apartamento. Hijo, dice, tu
madre está mal, me encargaron que te avise. Eso ya lo sé, digo, anoche ya me trajeron
la noticia. Pero no se trata de eso, hay algo más, tiene noticias frescas, más
recientes. Tu hermano llamó por teléfono, dice, dijo que debes viajar
inmediatamente, hoy mismo.
He sacado medio cuerpo fuera de la habitación
para hablar con ella y empiezo a sentir frío. La señora S. debe creer que estoy
desnudo y ha dejado de acercarse. Yo no estoy desnudo; tengo puesto el calzoncillo,
los calcetines de lana y las sandalias de cuero; pero no puedo salir de la
habitación en ese estado, obviamente.
Ahora la señora S. me ofrece dinero para el
viaje, tómalo como un préstamo, dice, y no se le ocurre decir más; es todo; su
misión ha concluido. Se da media vuelta y regresa renqueando a su cuarto; yo me
visto. Tengo mis dudas pero me visto. Termino de meter la ropa en el maletín y
voy a buscarla. Me presta la guía telefónica y el teléfono y yo pido que me
pongan con el hospital donde han ingresado a mi madre. Pregunto; preguntan. Doy
mi nombre; el de ella; espero. Se escuchan chirridos, ecos de conversaciones
ajenas, lo típico en una llamada de larga distancia. La señora S. se mete a su cuarto
de baño, abre el caño del agua; pero no parece que estuviera lavándose; el agua
corre regularmente con el mismo ritmo; hasta que vuelvo a escuchar una voz
humana en el teléfono.
Sí, dicen, la señora ingresó anoche por el
servicio de emergencia, pero ya se la llevaron.
La señora S. cierra por fin el caño y el
agua deja de fluir y de perderse. No cae una sola gota más; ella no sale del
baño; se queda metida ahí, esperando que me vaya.
Me falta preguntar a dónde se la han llevado,
pienso hacerlo, pero se me adelanta la voz en el teléfono.
A su casa, dice.
Ahora me falta preguntar para qué, pienso
hacerlo, pero se me adelanta la voz en el teléfono.
Para el velorio, dice.
Salgo de la habitación de la señora S., cojo
el maletín que he dejado en el pasillo, bajo las escaleras de madera de esta
vieja casa de huéspedes, llego a la salida y abro la puerta. La calle está
despejada y silenciosa como si fuera domingo o cualquier otro día festivo. Pero
este día de agosto no es domingo ni festivo, que yo sepa. Cierro la puerta a
mis espaldas y comienzo a caminar hacia arriba, en dirección a la estación de
buses. Avanzo pesadamente, una manzana, dos manzanas. Llego a la esquina de la
Plaza del Teatro, pero entonces me acuerdo. El animal muerto sigue allí, metido en la bolsita. Decido regresar y
atender ese asunto. No es algo que deba dejar olvidado muchos días, el cuerpo
comenzará a descomponerse pronto y a oler. Empiezo a correr. La dueña de la
casa podría darse cuenta y armar un escándalo. Corro más rápido, una manzana,
dos manzanas. El mundo sigue tan silencioso y despejado como antes. Sigo
corriendo.
Dino Jurado. Sigo Corriendo. Editorial Apóstrofe. Arequipa 2012.
(Ilustración: Andre Butzer Obstgarten EdvardMunch)