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martes, febrero 13, 2024

Inka Trail (Versión definitiva)


Inka Trail fue publicada por primera vez en 1998 por El Santo Oficio, en la ciudad de Lima. La nueva versión, ampliamente corregida, fue incluída en el tomo Obra reunida, publicado en Arequipa en 2012. Desde 2023 la novela está disponible en formato para Kindle en  la web de amazon.com
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Me encantan las historias. Soy un lector asiduo. Mis primeras aventuras con la literatura ocurrieron a los 10 años, cuando empecé a escribir una novela titulada El capitán Tormenta. Mi intención era superar a Emilio Salgari, pero después de que las primeras ochenta páginas atrajeran la atención de un grupo de parientes, sufrí un repentino bloqueo de escritor que duró largos años. Durante mi extendida adolescencia, descubrí que si los galenos me hubieran atrapado, me habrían diagnosticado un llamativo caso de trastorno de atención. Eso evitaba que yo pudiera sostener la debida concentración para emprender proyectos de largo aliento. Por eso me dediqué a escribir poemas, porque las palabras surgían de pronto, casi como en el decimonoveno ataque de nervios. Nunca, sin embargo, abandoné la idea de escribir una novela. Y cuando durante la última década del siglo XX pronuncié en voz alta la famosa frase “ahora o nunca”, di el primer paso escribiendo una carta de renuncia a un trabajo en el que era casi imposible que me despidieran. Acto seguido, me largué a la ciudad del Cusco. Me gustaba ese sitio porque, por alguna razón, pensaba que allí recalaban todas las almas perdidas. Y fue así como escribí una historia desde el punto de vista del cantinero de uno de esos legendarios bares de la noche cusqueña. 

Sé que hay escritores que escriben una obra maestra en pocos meses y luego se dedican a disfrutar de su relevancia. Por desgracia, yo no soy uno de esos. Escribo laboriosamente y tengo una prodigiosa tendencia a cometer errores graves. Por eso estoy obligado a corregir y corregir y corregir. Cuando terminé Inka Trail la envié inmediatamente al editor, mi viejo amigo Guillermo Cebrián. Pero la novela no estaba como tendría que estar. Y años después, alejado ya del mundanal ruido en las praderas de Texas, volví a la mesa de trabajo. Creo que ahora está mejor.


domingo, septiembre 24, 2023

¿Qué hice en el Cusco?



1

Hasta hace algunas décadas viajar por tierra al Cusco era una aventura absolutamente clásica. En ómnibus resultaba una auténtica manera de expiar algún pecado o alcanzar algún tipo de superación espiritual. Porque esa ruta estaba destinada a los vehículos que ya habían fatigado la panamericana, los más antiguos, los casi rotos. Pero no sólo eso, los de las empresas visualizaban a sus clientes sólo un poco por encima del metro y medio. Por eso muchos viajeros que se elevaban algo por encima de esa medida estaban obligados a perder el conocimiento para no sufrir las retorcidas articulaciones, los músculos entumecidos. La disciplina del viaje solía además hacerse más severa por las noches, cuando el hálito glacial de los andes se filtraba filudo haciendo tortuoso el paso de las horas, de los minutos. 

¿Pero qué hice en el Cusco? En algún momento de los años ochenta el Pérez me escribió contándome de Cusco,  contándome que le había llegado la hora de hacer un brusco cambio de timón. Su hermano había invertido su tajada de la herencia familiar en un local para turistas y “locos responsables”, y él estaba ahí chambeando. Vivía de noche. El Pérez. Y a su alrededor brillaba todo lo que cualquier maldito joven podría desear. 

Yo ya antes había escuchado de las emocionantes horas de la arcaica capital imperial. Otro de mis viejos amigos, el Juanca, había abandonado en los años setenta su sillón giratorio en un buffet jurídico para transmutarse en barman (y ocasional muscleman) del legendario Abraxas. Desde allí solía enviar cartas con alucinantes elucubraciones de cada alucinante situación que se generaba entre los alucinantes parroquianos provenientes de los siete (u ocho) continentes.

Pero en realidad yo ya conocía el Cusco. Durante mi último año de colegio, un par de meses antes de la graduación, decidí seguir el consejo del profesor Rodolfo Vargas (que clamaba que el código generador de todas nuestras vainas estaba en el Cusco).  Y fui, y aunque no podría asegurar que me sentí conmocionado por las claves de mi identidad nacional, si es seguro que el evento cayó en un archivo etiquetado Expediciones Fundacionales. Recuerdo que justo por esos días se daba oficialmente por concluida La Década Prodigiosa y yo ya se avizoraba los setenta y sus estridencias. El horizonte se extendía (con sus insólitas extremidades) en una pantalla panorámica. Los hippies con su canción, con sus trapos de colores, con su macoña. El general Velasco y los titulares en La Crónica sobre el mito de Inkari, sobre el sombrero de Tupac Amaru, sobre los poetas callejeros. Y todo, todo alcanzaba dialéctica realización en los altos ministerios de concreto armado. Pero en realidad por aquellos años yo todavía no estaba demasiado consciente de nada. Recuerdo que pasaba los días en el Cusco escuchando las novedades sicodélicas que interpretaba Lucho, el hijo de la tía Yola, con su martirizada Farfisa. Y recuerdo que fui atacado por una gripe tenaz que me obligó a dar miles de vueltas a la plaza de armas, ataviado con ponchos genuinamente coloridos (que tomaba prestados de la tienda de artesanía de la tía Panchita). También recuerdo que me enamoré un poco por ahí, aunque por desgracia hoy me siento incapaz de hacer un retrato hablado del rostro de mi amada. (No sé qué pasa con mi mente, guarda olores y sensaciones, pero las imágenes no son demasiado nítidas.)


Luego de esa inicial (e iniciática) excursión dejé correr algunos años entregado a sedentarias aventuras. Debo reconocer que pertenezco a esa mínima fracción de la humanidad que odia viajar. Cuando a la gente le preguntan que qué harían si se sacan la lotería, todos siempre responden que dar la vuelta al mundo. Yo en cambio tengo alergia a las aduanas, a los controles de agricultura, a los counters de las empresas de transporte. Y no me gustan los jets, ni los trasatlánticos, ni los malditos ómnibuses. Ni siquiera los taxis. Y hasta en mi ciudad natal detesto comer en restaurantes. Por eso no puedo ser un buen trotamundos. (Conclusión: debería volver a la dosis diaria de Paxil).

Sin embargo, y básicamente impulsado por las juveniles ambiciones de ser protagonista de alguna buena y cosmopolita historia me obligué a ponerme en el camino. Recuerdo que cuando el buen Pérez me contó que su local era ya un éxito histórico, y que las tentaciones se habían vuelto francamente insoportables (gringas, trago y coke&roll) comprendí que emprender ese asunto era una misión sagrada. Por desgracia (o por suerte) en aquellos precisos tiempos experimentaba el paroxismo por el amor de mi vida (que por medio de carta notarial me ha prohibido consignar su nombre en cualquiera de mis escritos). Por eso no viajé en aquella ocasión. Porque ella me mostraba cada día cosas terriblemente urgentes. Porque yo estaba ocupado comiendo salmón enlatado en las invernales playas de Mejía (con ella). O tomando todos los cócteles en todas las inauguraciones (sólo con ella). O visitando prodigiosos hoteluchos en el balneario de Yura (muy junto a ella). Y así dejé pasar algunos años hasta que, finalmente, ya saciada la insaciabilidad y gravemente anclado en la opacidad de lo anteriormente esplendente  (sic) me sentí de pronto con un renovado ánimo explorador. Y entonces un día dije: ¿Qué tal si vamos al Cusco? Y ella, que en el fondo es una gran viajera, puso en marcha la parte práctica del asunto. Por ejemplo, le conté, por contar algo, que mi terrible abuelo materno solía hacer ese viaje (a principios del siglo XX) bien aprovisionado con una gallina muy gorda y sancochada, y ella trepó instantáneamente al tercer piso del mercado de San Camilo e hizo degollar dos o tres aves de gran nobleza. Y como también mencioné (como quien no quiere la cosa) que iríamos en el coche buffet, y que dispondríamos de espacio suficiente incluso para una velada literario musical, mi dulce Petunia se dirigió a la distribuidora Richard O’Custer e hizo acopio (a muy buen precio) de dorado y abundante  licor ( Destilado y embotellado en una de las sangrientas provincias de Colombia). Y así la cosa fue tomando cuerpo, y fue entonces cuando nuestro buen Arcipreste Ruiz, al enterarse del rico potencial del proyecto, palabreó a La Coneja, su musa histórica, y alegremente se sumaron a la expedición. Y así fue como telefoneamos al Pérez, que a esas alturas ya era también parte de un binomio, para anunciar nuestro inminente peregrinaje. 

[Es necesario advertir que para cuando finalmente tomamos la decisión de viajar las cosas en esa frontera ya no eran lo que alguna vez habían sido. Luego de contraer matrimonio con la Ñaña (integrante principal de la Banda de la Existencia más Fuerte) el Pérez parecía dispuesto a dar por concluida la parte turbulenta de su etapa formativa. La demencia sin fin había acabado. El salvaje oeste (o sur este) había superado la fase de los tiradores libres para afincarse en un responsable programa de colonización.]


2

Los rieles del antediluviano tren que comunicaba Arequipa con Cusco probablemente no conservaban el preciso perfil que alguna vez los enorgulleció, lo que sin duda obligaba a los maquinistas a aguantar, a contener los oscuros caballos de fuerza. El resultado era que la procesión se movía con pachocha perfectamente decimonónica. Pero eso para nosotros no presentaba mayor  problema. Bien aprovisionados, nos mantuvimos increíblemente saludables durante las casi 24 horas del viaje. Es más, yo diría que estuvimos en un estado exultante (el filoso ron Caldas y el memorioso Arcipreste Ruiz trabajaban al alimón). Y entonces el trayecto fue una fiesta. En la sucia Juliaca bebimos alegremente  algún lamentable jarro de café con leche; en Ayaviri devoramos  jubilosos el mundialmente reputado cancacho; y más tarde, muy campantes, adquirimos varias piezas del pan de Urcos. Sin embargo, no todo fue perfecto. Al bajar del tren teníamos planeado dar palmadas, alzar la voz, emitir frases cortas, exhibir hermosas dentaduras. Pero nada. Nadie nos esperaba en ninguna parte. Y luego de cuarenta y cinco minutos mirando hacia arriba y hacia abajo trepamos por fin a un taxi y decidimos indagar en el Kamikase. Sólo un par de horas después, y cuando ya empezaban a llegar los primeros clientes, la parejita de anfitriones hizo su aparición. Nos explicaron, evidentemente fastidiados, que habían decidido sorprendernos y sumarse (también jubilosamente) en una previa estación.  Pero el tren llegó demasiado temprano. O tal vez ellos llegaron unos segundos tarde. Al final sólo alcanzaron a saludar a las dos eternamente paralelas líneas del ferrocarril del sur.   

Y cuando por fin ocurrió el tan esperado encuentro todos estábamos unánimemente amoscados. Pero ese lapsus no duró casi nada (no sé ni por qué lo recuerdo). Nosotros éramos viejos compinches que no nos veíamos desde tiempos heroicos y ya legendarios. Y luego de superar el instante de vacilación se sucedieron los gestos y signos de emotividad. Y la vieja amistad fue bendecida con aspersión de poderoso licor. Y el surround del amplificador diseminando greatest hits. Y las luces. Y el humo. O sea la fiesta. Y cuando varias horas después ya el cansancio empezaba a minar nuestra euforia el buen Pérez nos condujo discretamente a la cabina de mando. Y allí, con magnánimo gesto, desplegó el origami. Quisiera explicar que es lo que suele ocurrir cuando aparece el origami, pero tal vez no es el lugar ni la hora. Sólo diré que el viejo Vicente Hidalgo (conocido en algunos círculos como Vicente Hidalgo y en otros como Vicente Hidalgo) solía describir la experiencia asegurando que era como cuando uno está en la calle, frente a un edificio oscuro, y de pronto se encienden todos los focos. 


3

Lo que más me ha impresionado siempre del Cusco no son los increíbles paisajes del valle sagrado, ni las vistas panorámicas de Machupicchu, ni las irradiaciones mágicas o magnéticas o históricas de cada manoseada piedra de siete ángulos. Lo que me parece absolutamente incomparable son sus calles. Disparejas, ostentando con terquedad los signos de ese otro estado mental, de esa otra manera de ser. Esas calles van hechizando al caminante con sus mezclados sentimientos, con su discurso a veces dolorosamente contrariado. Por eso aquellos días fueron de duro trajín. Subimos y bajamos. Hasta la cima y hasta la sima. Dando trabajo a los tobillos, a las pantorrillas, al músculo flexor. Atacando con brío envidiable las piedras de Plateros, Sieteculebras, Lucrepata, Suecia, Ataúd, Ruinas, Procuradores. Y cada día, por nuestra ración de proteínas, siempre (o siempre) solíamos desembocar en La Chola. Por la chuleta. O por el estofado. O por el chicharrón. O por la malaya frita. (Aunque algunos aseguran que al mediodía no hay malaya porque este plato sólo lo sirven por la tarde, a la hora de los picantes, cuando llegan los parroquianos adictos a la chicha.) Y mientras manipulábamos trabajosamente los cuchillos sin filo y los tenedores (de blandengue metal) el Arcipreste Ruiz solía ilustrarnos asegurando que la picantería La chola fue alguna vez el centro del mundo, que el cholo Nieto agasajó en ese humoso salón a visitantes ilustres. Vargas Llosa y Arguedas y Neruda. Quien sabe si hasta el flaquísimo Ribeyro se animó a picar un cauchecito de con setas. Y Brice, claro, Bryce, que sin duda luego se sintió perdidamente enfermo. Algunos afirman que también hicieron acto de presencia el Che, el Jagger y el Nicholson. Y que William S. Burroughs, con su imperdonable sombrero de fieltro, pasó días y días tras el rastro de un producto sacro y muy secreto. 


4

Por las noches, como para recuperar la vieja tradición de nuestras antiguas tertulias, algunas veces nos quedamos en la casa, muy enchalinados, tomando pisco, fumando, frente a un plato repleto de tostado con trocitos de chicharrón. Nos las pasábamos poniendo clásicos de los Doors o de Bowie (aunque el Pérez parecía haber abandonado su antiguo paganismo), exponiendo alguna nueva teoría, alguna nueva crítica de la razón pura, y nos reíamos, y nos reíamos de todo, y principalmente nos reíamos de nosotros mismos, de nuestra incurable insensatez.  El programa también incluía pasar revista a los avatares de otros compinches. ¿Y qué es del Sergio?  Ah. El Sergio es un auténtico desafío para las leyes (de la nación, de la ciencia, de las probabilidades): conduce cada noche su VW DC6 en completo estado de ebriedad (a velocidades de vértigo) y jamás ha tenido el más mínimo accidente. Y alguien recordó que, además, para hacer un poco más emocionante la rutina, en los últimos tiempos había optado por hacer buena parte del trayecto subido en las veredas. Claro, a altas horas de la madrugada. Y también estaba el Dino, que había sido acremente despedido de un importante medio de prensa por dedicar toda la página editorial a un difuso texto en el que revelaba su terrible amor (no correspondido) por una preciosa adolescente. O la inimaginable reacción de Juan, siempre tan amable y caballeroso, que poseído por los demonios mientras bailaba un pogo, se arrancó los (indispensables) lentes y empezó a saltar frenéticamente hasta que estos perdieron definitivamente su ser y sentido. O Misael, que secretamente continuaba escribiendo largos poemas (ambientados en una imaginaria Livorno) a Marinela, una chica a la que sólo había visto una famosa tarde de agosto de 1978. Y claro, en algún momento alguien decidió recapitular el confuso incidente ocurrido en un magno recital del grupo Hora Zero (aquel en el que se convidaba a los asistentes con poemas, cerveza y butifarras) en el que Oscar, en un censurable impulso vandálico, le arranchó al encargado la gran pierna de chancho antes de salir picando, perseguido muy de cerca por los poetas más ágiles y malditos del todo el maldito territorio nacional.  O la historia esa de cómo luego de tomar un áspero aguardiente todos perdieron el conocimiento en la vieja casa de Pampita Zevallos, y como entonces Alonso, a eso de las cuatro, abrió los ojos herido por un taladrante dolor en la mitra y, sintiéndose poseído por ánimo vengador, logró arrastrar su atormentada humanidad hasta el otro extremo de la habitación para, por fin, estrellar contra la pared la botella tan infame (antes de regresar a revolcarse con su almohada favorita).

Cuando finalmente el Arcipreste Ruiz y su musa decidieron regresar a Arequipa, la loquita y yo optamos por quedarnos unos días más. Ya habíamos agotado museos y zonas de interés y sólo nos quedaba sentarnos en alguna plaza a mirar a la gente. Por las noches empezamos a salir a comer pizza en el Keys Cross, un bonito pub regentado por un británico afincado en el valle. También fuimos a un local ubicado en un extremo de la plaza Regocijo. Años antes el cocinero de ese lugar le había confiado la receta secreta de la pizza perfecta: la cosa estaba en agregar un toque de algarrobina a la hora de hacer la masa, y que la salsa de tomate tenía que agarrar su punto chupando el tuétano de un rico huesito. La loca me  contó también que cuando vivía en Cusco, en una gran casa inglesa propiedad de los dueños del ferrocarril, ella solía ir al mercado de San Pedro, y que al ver a las indias sentadas en el suelo, vendiendo su chuño, o sus arracachas, o sus montoncitos de ocas asoleadas, su rostro se iluminaba y, ante la estupefacción de sus acompañantes, solía deslizarse junto a las mamachas para, en cuclillas, sumarse al flujo de regocijados comentarios, calcando tono y matices de su quebrado castellano. 


5

Años después yo regresaría, pero el Cusco sólo es verdaderamente divertido cuando uno no tiene mucho más de treinta. Por eso cuando volví me quedó únicamente el papel de un espectador viciosamente hambriento de imágenes, angustiosamente urgido de palabras.   Y anduve por ahí un par de años, apoyado en mi vaso de pisco, tomando notas. Ya todos habíamos liquidado varias ilusiones. El salvaje idealismo que caracterizó a los sesenta y los setenta había ya cuajado (o coagulado) en el pathos de lo que se conoce como “políticamente correcto”, o sea una desenfadada modalidad que permite estar siempre de lado de las “causas verdaderas”, sin afectar demasiado la presión arterial. Ya sólo quedaba dedicarle una sonrisa misericordiosa a los últimos bastiones de lo ultra  y de lo chiflado. Los años de romanticismo y bohemia habían llegado a su fin. Los proyectos animados por un espíritu artesanal ya dejaban paso a las formas de lo presuntamente cosmopolita. ¿Qué es lo que hice en Cusco? Fue ahí donde casi sin darme cuenta empecé y terminé mi juventud.


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