En una reciente intervención pública, Tarantino, dejando fluir sin freno su enorme ego, dijo lo que opinaba contra el actor Paul Dano. A partir de ese episodio volvió a circular el viejo argumento de que vivimos en un mundo donde la mayoría de las personas rara vez dice lo que realmente piensa y que, para remediarlo, todos deberían expresarse sin reservas. Pero si se me concede la franqueza que esta doctrina celebra, diré sin rodeos que tal premisa es una tontería monumental, propia de un pensamiento igualmente torpe.
¿Por qué? Porque si todos verbalizáramos sin filtro lo que se nos cruza por la mente, perderíamos algo mucho más sofisticado: la capacidad de leer más allá del lenguaje frontal. La convivencia no se sostiene en declaraciones literales, sino en matices, gestos, silencios y contextos; en ese tejido sutil de signos que revela lo que las palabras omiten. La clave no es exigir sinceridades brutales, sino desarrollar la perspicacia necesaria para comprender lo que ocurre bajo la superficie.
Los grupos donde cada cual dice todo lo que piensa no se vuelven más auténticos, sino más ininteligibles: la gente queda atrapada en posiciones ofensivas o defensivas, incapaz de escucharse, y la verdad, esa verdad que se supone emerge de la lengua desatada, termina diluyéndose. La comprensión profunda exige menos arrebatos de sinceridad y más inteligencia interpretativa.
Ilustración: Carlos Runcie Tanaka
