Hay golpes en la vida tan fuertes yo
no sé
Uno
Recientemente nos ha llegado la noticia que Cesar Vallejo no
es Cesar Vallejo. En todo caso no el
Cesar Vallejo tan merecidamente venerado como el auténtico genio de la América hispana.
Aparentemente fue Luis Garaycochea de la Barra el autor del verso “Hay golpes
en la vida tan fuertes yo no sé”. El problema es grave porque hay indicios fuertes
de que también escribió el 99 por ciento de Los
heraldos negros, de Trilce, de Poemas humanos, y de España, aparta de mí este cáliz. Pruebas
desgarradoramente irrefutables apuntan a que Cesar Vallejo habría sido
únicamente el autor del 80 por ciento de Paco
Yunque y del resto del material en prosa. Incluyendo los artículos
periodísticos. ¿Es esto una broma? Ojalá. Lo que ocurre es que hace unos meses
Nataly Villena -la investigadora cusqueña afincada en Paris- encontró, por un
prodigioso juego del azar, un cuaderno empastado en tela cubierto de principio
a fin por una malgeniada caligrafía. Era el diario secreto de Georgette Marie
Philippart Travers.
Luis Garaycochea de la Barra fue un arequipeño nacido en la
última cuadra de la calle Sucre. Su situación no era similar a la de Edward de
Vere, cuya elevada posición social y su escondido
parentesco con la reina Isabel le impedían reconocer inclinaciones tan plebeyas
como la de escribir poesía y obras de teatro, por eso se vio obligado a pagar buenos
dineros a William Shakespeare para que firme cosas como Hamlet. Las razones de Luis
Garaycochea de la Barra fueron algo más conceptuales (o existenciales). Luego
de una infancia y juventud arequipeñamente estúpida habría tomado la decisión
de ser el poeta más grande del Perú. Pronto se dio cuenta que un verdadero
poeta no puede tener tan mezquina ambición. Por eso decidió que estaba
destinado a ser uno de los grandes poetas de todos los tiempos. Eso implicaba algunas firmes decisiones. Eso
implicaba por ejemplo sentarse frente a una hoja de papel en blanco.
Afortunadamente para Luis Garaycochea de la Barra ocurrió uno de esos eventos
cósmicos en los que se alinearon el conocimiento, la intuición y sabe Dios qué
enjambre de otros factores y, de pronto, el viejo lápiz empezó a moverse con prodigiosa
fluidez. Y en un espacio de tiempo que podía ser medido en días, o semanas, o
incluso en años, aparecieron frente a su mesa poemas que alcanzaban para llenar
libros, varios libros. ¿Qué ocurre cuando de pronto uno se da cuenta que ha
escrito algo que cambiará el curso de la civilización literaria? Pues Luis
Garaycochea de la Barra se volvió loco de felicidad. Pero no solo era
felicidad. Empezó a sentir un creciente y apasionado amor por sí mismo. Un loco
amor que le quitaba el aliento. Fue en ese momento cuando decidió dejar su
aldea natal y buscar un lugar apropiado para mostrar eso que era su obra.
Pero algo ocurrió en el viaje. O tal vez algo ocurrió cuando
por alguna caprichosa razón apareció en la hermosa ciudad de Trujillo. Sentado en una banca de la plaza sintió o
supo o vio lo que vendría después: que sus poemas serían recitados por niños en
las escuelas fiscales; que su foto sería intensamente contemplada; que
escultores modelarían bustos con la frente inflamada; que equipos de fútbol de
primera división llevarían su nombre; que académicos con mal aliento dedicarían
su vida a interpretar cada una de sus decisiones, en cada libro, en cada
página, en cada verso, en cada frase; que sería saludado en todas las lenguas
como “una de las cumbres de la creación poética”. Pero él, ese que estaba ahí
sentado sintiendo como se formaban emanaciones gástricas en su vientre, no
sería en realidad el que todos concebirían al leer uno de sus poemas, al ver su
imagen, al escuchar su nombre. No, eso era imposible. Se dio cuenta que lo que
era él, que el verdadero Luis Garaycochea de la Barra era alguien que solo
podía ser conocido por Luis Garaycochea de la Barra. ¿O no? Después de que él lanzara
sus obras empezaría a convertirse en un personaje ficticio, alguien a merced de
la infame subjetividad de los demás. De pronto eso le pareció insoportablemente
vejatorio. Y fue entonces que tomó la gran decisión. El día anterior había
conocido a un tipo que le cayó bien. Alguien de hermoso perfil meditabundo. Lo
invitó a comer con la secreta certeza de que se entusiasmaría con los poemas y con
lo que tenía que proponerle.
Dos
Alguna vez leí un artículo en el que se proponía la supresión
de la firma en las obras artísticas. De
esta manera cada lector valoraría una obra sin el prejuicio, sin la mediación
del mayor o menor prestigio del autor. El artículo estaba firmado por Emilio
Adolfo Westphalen.
Tres
Algunos aseguran que si Anónimo fuese la firma usada por
todos los creadores, la calidad de los productos artísticos se aplanaría,
porque es la euforia del ego el auténtico motor de la creación más encendida.
El arte es la consagración de la singularidad. La conciencia de sí mismo -que
es la facultad distintiva de lo humano- se eleva unos milímetros hacia lo alto
cuando el artista comprende lo que es ser una modalidad finita de algo
infinito, cuando vislumbra lo que significa ser alguien dolorosamente
específico en medio de una abrumadora entidad sin nombre. Porque cuando unas
pocas partículas de algo conocido chocan contra la masa inmensa de lo
desconocido surge un nuevo universo, el universo creado por los artistas.
La firma es entonces el símbolo, el signo referencial que le
permite al artista “dejar su huella”, afirmar lo particular frente a lo
general. Sin embargo en las últimas décadas este fuego prometeico parece haber
derivado en fulgor luciferino. Porque una distorsión ha provocado que para
demasiados la imagen del autor sea más importante que su obra. Es así que ya parece
más importante “parecer” que “ser”. Sin embargo hay algo de maravillosamente
paradójico en esta impostura. Los artistas que logran celebridad a través de
ingeniosas artimañas ciertamente son estafadores, pero éstos modelan con sus
astucias un personaje que es pura ficción. Su tramposa obra se transfigura ante
los ojos hipnotizados de sus lectores convirtiéndose en lo que manda el mañoso
gestor de los prestigios, y es vista, es leída,
es creída y alabada. Es un efímero portento silbando estridente frente a
toda la extensión de lo imperecedero.
Cuatro
Sin embargo el evento verdaderamente extraordinario ocurrió
cuando un auténtico genio como Luis Garaycochea de la Barra decidió manipular
su imagen, decidió librarla de sus más terrestres contradicciones, de ese “sí
mismo” tan insoportable, para hacer de “lo cualquiera” algo maravillosamente
definido, y la lanzó hacia adelante en otro rostro, en otro nombre, a lo largo
de toda una vida, como revelan las sorprendentes páginas de la viuda de
Vallejo.