Mostrando las entradas con la etiqueta Martin Adan. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Martin Adan. Mostrar todas las entradas

lunes, agosto 24, 2020

La piedra la rosa y el zapato de Martín Adán

 


Nada inquieta más a la gente que la gente rara. Nada incomoda más que una piedra desigual entre las iguales. De los grandes poetas peruanos sin duda Martín Adán fue el más radical en su apuesta de vida. Su desmesurado interés por el pisco con vermut, su traje de casimir inglés perfectamente mugriento y su 40 años voluntariamente domiciliado en un manicomio se sumaron al cultísimo delirio sagrado de su poesía. Su leyenda prendió temprano porque su obra más exitosa la escribió a los 16 años, cuando aún gozaba de los privilegios de su extracción social. Pocas cosas resultan más irresistibles para cierto público que un príncipe que opta por el destino de un desastrado vagabundo. 

Si bien Martín Adán se mantiene firme en la primera fila de la poesía peruana, su obra no es particularmente popular. Los lectores adoran los versos citables y, hay que decirlo, este poeta se dejó tentar muy pocas veces por el verso de confortable belleza. José Luis Bustamante y Rivero, expresidente y viejo amigo, explicaba a los aturdidos: La poesía de Martín Adán no es para leerla sino para rezarla.

Con frecuencia se menciona a Martín Adán como un ejemplo de entrega absoluta. Se admira que a pesar de su inteligencia y sus títulos universitarios se haya negado a ubicarse en una posición solvente. Esta perspectiva es reveladoramente insustancial. El mérito por el que se mide a un poeta son sus logros, la calidad de sus obras, no el empeño o el colorido anecdotario. Leyendo la obra de Martín Adán es fácil advertir que fue un poeta dotado de un talento arrollador que hubiese sobrevivido incluso a la rutina del Banco Agrario. 

Cuando un gran autor se convierte en personaje se produce una distorsión en la lectura de la obra. A los poetas malditos, engendros del romanticismo, se le exige ser personajes trágicos, se les reclama que diariamente ofrezcan el holocausto de su propia vida, que escandalicen con sus ocurrencias y que, en calidad de interpósita persona,  desafíen a todo lo doméstico. Se supone que esta inmolación es necesaria para que el genio haga acto de presencia. Pero esa es solo una comprensible equivocación sobre algo levemente más complicado.

De las cosas que definen la poesía hay dos situaciones bastante elementales pero terriblemente poderosas. En primer lugar está el interlocutor válido. Cuando Martín Adán se expresa no se dirige a una persona común y corriente, no a un crítico o intelectual calificado, ni siquiera a alguien tan especial como él.  El auditorio de este poeta puede perfectamente calzar en cualquier cosa: digamos una rosa o una piedra, o tal vez mejor, una emblemática ruina arqueológica. Incluso cuando la agraciada argentina Cecilia Paschero lo obliga a responder a una pregunta él se dirige a ella como a un ente genérico: “literata”, le dice. Todo escritor hace un ejercicio de abstracción al componer a su interlocutor válido, pero pocos han llegado tan lejos como Martín Adán. Ese método, impersonal, atmosférico, metafísico, esa manera de hablar con los ojos cerrados crea un efecto sobrecogedor. Hace que el sentido de su obra no sea lo que dice sino lo que resuena. Como todo gran poeta Martín Adán dice sin decir, llena de sentido la frontera exterior de cada verso. Martín Adán formula una gran pregunta que, en su núcleo, activa una contradicción: ¿Qué sabes tú de lo que no sabes? La segunda cosa que suele definir el tipo de material que se llama poesía es el lugar donde se ubica el emisor, la plataforma que se usa, la coordenada exacta del escenario. Lo que se dice lanzando frases con los brazos abiertos frente a un amplio auditorio es muy diferente a  lo que se murmura con la boca torcida sobre una mesa mojada, o a lo que se grita en una habitación completamente oscura. Si atendemos a su biografía, Martín Adán tomó una decisión interesante (o no pudo evitar lanzarse hacia esa dirección): abandonó el perfecto casillero de la gran promesa de la literatura peruana para desplazarse hacia un rincón donde la respetabilidad podría ser torturada por un juego de luces y de sombras. ¿Qué buscaba? El situarse en la posición de un marginal para desarrollar una obra altamente sofisticada implicaba tácitamente otra contradicción. Tal vez para trascender las limitaciones de lo específico tenía que proyectar su vida, lo único que tenía, hacia una zona de bordes borroneados. Solo así su mensaje se aproximaría a la tonalidad que estaba buscando. Proyectada de esta manera y desde ese lugar sus palabras perfectamente buriladas se astillarían contra los muros de algún templo profano. Y entonces el lector -ese ser que a veces existe- podría de pronto vislumbrar con embriagante intensidad el perfil estremecedor de Algo,  y experimentaría así, ese extraño sentimiento que surge cuando uno contempla asombrado lo que yace detrás de eso que creemos saber una y otra vez.



viernes, febrero 13, 2009

Las chicas de Martín Adán




Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío, que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acechos de la policía con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.
Mi primer amor se iba de mí, espantada de mi socialismo y mi tontería, “No vayas a ser socialista...” Y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que pasara, aunque éste no llegara a los doce años. Solo ya, me aparté de los problemas sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica toxicomaníaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel –olor de la tinta china, flaco y negro-, casi un tiralíneas... Y esto era mi primer amor.
Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina. Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reírse de mí con una bocaza de pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sin fin de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte –nota sospechosa, vergonzosa, ridícula: una gallina delante de un huevo- Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en un tango: Un malevo...
Mi tercer amor tenía los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Invernizzio. Peregrina muchacha... no sé por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.
Mi cuarto amor fue Catita.
Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos y, en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jengibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia... Mi primer pecado mortal. (La casa de cartón.Martín Adán)

La herida más hermosa del mundo

El gesto de sorpresa ante el fenómeno de la existencia tiene muchas formas ¿Entre tantas opciones por qué un genio de provincias eligió la i...