En la década de 1970, Arequipa seguía siendo una hermosa ciudad plagada de cantinas. El Room Dairy, en el Portal de San Agustín, no cerraba nunca y se enorgullecía de ello. En una ocasión, cuando la policía dispersó a los manifestantes con gas lacrimógeno, la clientela entró en alerta. Dos mozos y cuatro parroquianos intentaron bajar la herrumbrosa cortina metálica. Por otro lado, los habitués creaban sus propias historias, prodigiosamente falsas. Contaban por ejemplo que un estudiante de la facultad de derecho, que solía atender los debates sin parpadear, presenció una vez cómo un borracho volcaba una botella de cerveza. Sin inmutarse, este se inclinó y parsimoniosamente lamió hasta la última gota. Sin parpadear. Se recordaba también al laureado autor que, a cierta hora, trepaba a su silla y se lanzaba con un perfecto discurso de cierre de campaña. El clímax llegaba cuando, alzando un brazo, proclamaba: "Declaro oficialmente que renuncio irrevocablemente a beber cualquier tipo de bebida espirituosa. Pero si el pueblo exige que regrese, regresaré" . Lo mejor era que, cuando la emoción lo llevaba a olvidar el castellano, continuaba con un idioma secreto recién inventado.
Originalmente concebido como restaurante, el Room Dairy ofrecía una carta completa. A las tres de la madrugada, por ejemplo, en cierta ocasión, don Pepe Ruiz Rosas degustó con elegancia un chupe con abundantes camarones rodeado por músicos, pintores, poetas, dramaturgos y ensayistas. Al terminar sacó una libretita y, con abigarrada letra, escribió un soneto al sabor de los crustáceos y su decisivo aporte a la hegemonía gastronómica arequipeña.
Unos metros más allá, en el mismo Portal, estaba el bar llamado Pájaros Muertos, frecuentado por profesores envejecidos en la Escuela de Bellas Artes. Eran tipos famosos por una alambicada agresividad verbal contra los representantes del expresionismo abstracto.
El lugar preferido por nuestra pandilla era el Far West, justo en medio del Portal, regentado por una suiza de muy mal genio. Los poetas de la revista Ómnibus pedíamos un Capitán (pisco con vermut), el célebre trago de la primera mitad del siglo XX, y nos divertíamos desplegando una irónica mitomanía. Con sus sillas vienesas y carteles de Pan Am, aquel local nos permitía viajar en el tiempo y discutir en compañía de algunos malditos poetas históricos. Solo faltaban el ajenjo y la absenta.
A la vuelta, en la calle Puente Bolognesi, quedaba el Barcelona. En este local se tomaban tragos y se comían sánguches de salchicha. Era un lugar que olía a grasa de chancho y resultaba ideal para beber al mediodía, mientras el resto de los ciudadanos se afanaban en el edificio de la vida cotidiana. Nosotros salíamos de la librería Aquelarre y nos encaminábamos hacia el Barcelona, sabiendo que la vida es corta, pero que el arte se extiende con magnífico esplendor hacia cualquier lado. En cierta ocasión, Misael Ramos apostó todo por este ideal y gastó lo del agua y la luz de su vivienda, siendo luego sentenciado a acogerse al exilio interior durante algunos meses. El Barcelona atraía a gente ilustrada, y cuando Enrique Verástegui llegó a la ciudad, bardos de todas las generaciones nos reunimos allí para darle la bienvenida. Enérgico, Verástegui exponía su arte poética en voz alta hasta que un vecino le pidió bajar el volumen, lo que desencadenó un altercado: “¡Tú no sabes con quién estás hablando!”, exclamó el poeta. “Estoy hablando con un borracho”, fue la réplica del anónimo ilustrado.
En la calle San Francisco quedaba el Capri, que era el sitio más civilizado para tomarse una copa mirando de reojo a Guillermo Mercado, el vate oficial de la ciudad blanca. Recuerdo que el novelista Edmundo de los Ríos bebía su pisco y se atusaba el bigote cuando, de pronto, se irguió y, con un elegante movimiento, atrapó una pierna de pollo de la mesa vecina. Nadie dijo nada, ni siquiera el desconocido agraviado, y el flujo de ideas siguió su curso natural. Media hora más tarde, un poeta que acababa de llegar de Bolivia se atrevió a retar a duelo a Edmundo, pero este levantó su larga extremidad derecha, provocando la fuga del contador de sílabas. Una hora más tarde, sin embargo, cuando ya nadie lo esperaba, la puerta del Capri se abrió de par en par y surgió el poeta casi boliviano, esgrimiendo una enorme pistola. No pasó nada de necesidad mortal, ni siquiera hubo un disparo de advertencia.
En la calle Octavio Muñoz Najar, frente a la plaza 15 de Agosto, quedaba el Todos Vuelven, un bar frecuentado por gente de la UNSA. Muchos catedráticos reputados solían dar rienda suelta a ideas brillantes frente a un buen chilcanito. Por ejemplo, uno de ellos explicó a la concurrencia que cuando los persas tenían que tomar una decisión importante la discutían dos veces: una borrachos y otra sobrios. Si no llegaban a la misma conclusión había problemas. Si alcanzaban una feliz coincidencia se tomaban un trago para festejar. Pero la sonrisa de este caballero no fue la misma cuando en el bar corrió como pólvora el rumor de que una dama lo reclamaba llorando en la puerta. Aquella situación provocó primero desconcierto, luego vergüenza y finalmente desembocó en hilaridad. La amante del afamado catedrático empezó a aparecer cada tarde llegando únicamente hasta el umbral. El Todos Vuelven siempre se había preciado de ser un local exclusivamente masculino, lo cual era sin duda uno de los motivos del llanto de la agraviada, que incluso verbalizó desesperadamente algunos de sus coloridos reclamos.
Al lado de este húmedo bar reinaba el Bangú, que en lugar preferencial ostentaba una advertencia: "No se aceptan borrachos. Aquí se fabrican". En esta famosa cantina, en la fase lunar apropiada, el bardo Alonso Ruiz Rosas se lanzaba a recitar largos poemas del Siglo de Oro. Este antro era célebre, además, por sus fuentes de sudado de carne, que a altas horas se transmutaban en un plato digno de la más ruidosa aclamación.
Pero el más sorprendente de todos los bares no tenía nombre. Se ubicaba saliendo de Puente Bolognesi hacia Beaterio, en una profunda y vieja casona. Siempre nos había advertido que evitáramos el lugar por la histórica reputación de la zona, pero al entrar y pedir un trago descubrimos que los borrachos allí habían leído nuestros poemas y, afortunadamente, no los encontraron demasiado malos. Nos invitaron una ronda de pisco en vez de desafiarnos a una épica pelea a chavetazos.
La era de las cantinas terminó para nosotros con la apertura de El Quinqué, frente al monasterio de Santa Catalina. Aunque carecía de la preciada atmósfera salvaje, atraía a muchachas hermosas. Y si uno ama el trago, nada mejor que compartirlo con una compañera dispuesta a la emoción de la noche. Recuerdo en especial a una que definía el beso como "un truco diseñado por la naturaleza para detener el habla cuando las palabras se vuelven aburridas".
Pero quizá el bar con más historia para artistas y escritores fue El Búho. Lo insólito era que se trataba de la única cafetería universitaria (sobre la faz del planeta) donde se podía beber pisco, ron y whisky, sustituyendo horas de estudio académico por investigaciones mucho más originales. Había buena música y mesas llenas de parejas enamoradas que discutían sobre el horror místico y hasta sobre cierto agónico neomarxismo. Este local era ocasionalmente visitado por Andrea Quevedo, que aseguraba a quien quisiera escucharla que el agua que se bebe durante las resacas debería ser elevada a la categoría de agua bendita.
Aunque el salvaje fulgor de las cantinas tradicionales terminó, en el Centro sobrevivían casi clandestinos Los Códigos, frente a la antigua facultad de derecho. Eran dos pequeños locales contiguos (Civil y Penal) que operaban como sangucherías, pero que servían bebidas fuertes. Los animadores principales eran el grupo Los Enfermos, liderados por el legendario Alfredo "Mono" Villavicencio, cuyo lema era: "No voy a beber más, pero tampoco menos". Cuando se acercaba la hora de partir, el protocolo obligaba a los asistentes a colocar algún billete en el centro de la mesa. Se cuenta que en cierta ocasión un joven historiador sacó trabajosamente algunas monedas y las empujó hacia adelante. El más fastidioso de los poetas las agarró con un limpio movimiento y las soltó dentro del vaso, aún lleno, del tacaño intelectual. Lo bueno fue que este solo reaccionó con una gran carcajada. Una carcajada que incendió toda la noche.
Al final, las cantinas desaparecieron como se extinguen ciertas constelaciones: dejando una luz que tarda años en apagarse. Nosotros seguimos adelante, más sobrios o más cansados, pero con la certeza de que en aquellos bares indisciplinados celebramos una efervescente vitalidad . Y hoy, al recordar aquellos bares, sospecho que no era el alcohol lo que nos hacía invencibles, sino la magnífica ilusión en que la vida todavía podía torcerse a nuestro favor.
