lunes, noviembre 27, 2023

El fuerte oleaje de la historia

El verdadero protagonista de Napoleón, la épica histórica dirigida por Ridley Scott, no es el propio Napoleón Bonaparte, sino el destino, ese poderoso oleaje de las fuerzas de la historia que lo empuja hacia adelante. La película es el espectáculo de una fuerza invisible que lo mueve todo: hace caer la cabeza de una mujer orgullosa, agita a las masas anónimas y de pronto surge un hombre, Napoleón, que se alza como solista principal en la gran orquesta del destino.

Este hombre sabe que es humano, que no puede resistir el amor por una mujer tóxica, pero también es plenamente consciente que es algo más que humano: es un gran personaje histórico que tiene una cita con el destino, la obligación de dar una forma prodigiosa a la historia. Asume este papel con una firmeza casi estoica, marchando sin mirar atrás.

Las escenas de las grandes batallas, especialmente la de Austerlitz, son de una terrible belleza. La crudeza de la guerra contrasta con la compostura de Napoleón, quien observa el campo de batalla con frialdad militar, con la mirada un tanto abstracta propia de los acostumbrados a ver panorámicas. Destacan también las sólidas interpretaciones de Joaquin Phoenix en el papel protagónico y Vanessa Kirby como la voluble Josefina. Ambos transmiten muy bien la desenfrenada complejidad de estos personajes históricos.

Sin embargo, la recepción crítica de la película ha sido violentamente contradictoria. Al espectador medio le cuesta empatizar con Napoleón, un personaje tan cerebral, y por eso sale algo desconcertado de la sala de cine. Extraña más drama personal, más acceso a la intimidad del corazón del protagonista.

Las críticas negativas se han centrado en la falta de rigor histórico de la película, olvidando que es esencialmente un film de ficción, una obra que usa las anécdotas al servicio de una propuesta artística. Sin embargo, ciertas críticas se pueden explicar al recordar que en tiempos de Napoleón el principal enemigo de Francia era Inglaterra. Por eso, una superproducción sobre este periodo realizada por el director británico Ridley Scott y protagonizada por el actor estadounidense Joaquin Phoenix ha resultado un bocado algo indigesto para muchos franceses. Especialmente áspera les resulta la decisión de que los soldados franceses griten órdenes y arengas bélicas en inglés. Para la audiencia gala, esto despersonaliza a sus antepasados, les arrebata su idioma, que es tan definitorio de la identidad francesa. 

En definitiva, Napoleón es una superproducción magistral desde el punto de vista artístico y visual, que apuesta por una cierta frialdad y distancia emotiva respecto a su complejo protagonista. Ridley Scott se centra en espectacularizar el grandioso choque de fuerzas históricas que lo catapultaron al poder, pero se muestra menos interesado en bucear en su interior. El resultado es épico, pero no íntimo. Su profundidad está no en un humano en particular, sino en eso que mueve a todos los humanos y todo lo que rodea a todos los humanos.

sábado, noviembre 18, 2023

Breve biografía (intento 1002)


¿En qué momento me convertí en humano? 

Cierto día se reportó inusual inquietud en la tabla de elementos 

Yo estuve flotando en un caos de burbujas

Inmerso en materia de un fogoso matiz anaranjado

Yo era algo buscando afanosamente una forma aceptable de estar vivo

Quizá un tigre

Quizá una rata

Quizá un ave

¿Por qué no un árbol?

Es cierto que ya cargaba con la presión de ecuaciones dolorosamente dibujadas

Pero yo aún no era un humano

(¿Acaso es culpable el pelo que contiene el ADN de un criminal?)

Entonces aquí pregunto

¿Cuándo empecé a imaginar por primera vez que yo soy solo yo?

¿Cuando empecé a ser ese que se dedica a vagar por las tortuosas calles de Arequipa?

Tomado de: EL MOTOR DE COMBUSTIÓN INTERNA.  FCE 2018.

Ilustración: Rashid Johnson

lunes, noviembre 13, 2023

Pero incluso los poetas son humanos (parte 2)


Al abrir las páginas del libro de Alonso Ruiz Rosas lo primero que uno se pregunta es en qué era vive este poeta. Pero una de las ventajas de domiciliar en el siglo XXI es que es más fácil hacer recorridos panorámicos por los diferentes ánimos históricos de la civilización humana. Alonso, por ejemplo, hace vuelos rasantes sobre el territorio de Francisco de Quevedo, salta luego a los soleados cenáculos de los poetas latinos,  visita el gabinete de algún anglosajón experimental y, ocasionalmente, en un giro radical, hace una visita a la calle donde vivía el cholo Berrocal. Esto está aludido, por ejemplo, en una pieza llamada Umbral, en el que el poeta intenta entrar usando primero una aldaba, luego un interfono, hasta finalmente forzar de un empellón las desgastadas puertas del Olimpo. Pero a pesar de las apariencias, Alonso Ruiz Rosas no es un poeta del siglo XVII, sino alguien con los pies bien puestos en su tiempo. Su poesía tiene todos los rasgos de la vanguardia que floreció la primera mitad del siglo XX,  ya que es ecléctica, mezcla registros lingüísticos, es camaleónica, altamente referencial y en ocasiones sufre de disonancia cognitiva. Muchos poemas, además, tienen una estructura teatral, que incluye diálogos, monólogos y efectos dramáticos. Es también visible el conocido interés del poeta por los libros de historia y por la liturgia católica. Sin embargo, uno de los efectos que pone color en su obra es la yuxtaposición lingüística que fusiona en un mismo verso la alta poesía con giros coloquiales extraídos de su infancia arequipeña. Pero quizá lo que lo que primero advertimos al abrir un libro de Alonso Ruiz Rosas es que, a la manera de los juglares, cada página lanza al tímpano atento una saeta empapada en música. Para esa empresa hace uso extensivo del hipérbaton, invirtiendo la posición del sustantivo y del adjetivo, consiguiendo de esa manera romper la monotonía de la estructura del verso. Esa tonada es sin duda una elaboración literaria de su música interior.


Hasta donde alcanza mi entendimiento cuando los poetas escriben poesía tratan de articular esa voz secreta que se hace especialmente audible cuando estamos en las pampas alargadas de la soledad. Por eso es que la poesía de alguna manera revela la dimensión más honda del simple terrestre que escribe. ¿Y dé qué habla Alonso Ruiz Rosas? Pues del amor, de la soledad, de la muerte, de la tristeza y del canto. Nos habla del mundo, de un Estambul que parece Constantinopla, de una pirámide de Egipto, del alargado río Amazonas. Pero principalmente nos habla de ese extraño fenómeno en el que todos estamos embarcados: Vivir, luchar, comer, cantar, amar, irradiar, dormir.  En este libro, que reúne toda su obra, hay un hermoso poema en el que el poeta se asombra de ese estado tan intensamente humano que ocupa buena parte de nuestra vida, y que es el que conjuga lo espectacular de los sueños y lo estruendoso de los ronquidos. Pero quizá uno de los temas más logrados es su poética exclamación ante el hecho de que estar vivo es algo repleto de rutinas que encuentran su sentido en sí mismas, y que, en esa medida, son simultáneamente estúpidas y maravillosas. Durante todas estas décadas, densas de aventura, Alonso Ruiz Rosas sin duda ha llegado a la conclusión que el arte de la poesía no es otra cosa que el arte de la fiesta delirante de la vida.


(Texto leído el 8 de noviembre del 2023, día de la presentación del libro)

miércoles, noviembre 08, 2023

Pero incluso los poetas son humanos

En cierta ocasión Alonso Ruiz Rosas me contó que conocía el instante exacto en que se convirtió en poeta. Ocurrió el siete  de diciembre de 1971, unos 48 minutos después del mediodía. Su padre, el barbado José Ruiz Rozas, estaba tomando un pebre de gallina cuando asomó Alonso. He perdido el año, clamó, entregando su libreta de notas. Acto seguido dejó escapar el llanto. Don Pepe contempló a su hijo con ojos acuosos. Tomó un pan de tres puntas y lo partió en dos. Antes de mojarlo en la sopa declaró: Hijo, todos los años se pierden. Y, en ese preciso instante, me confidenció Alonso muchos años después, algo se reconfiguró en la corteza prefrontal de su masa encefálica.
La decisión de convertirse en poeta seguramente no fue demasiado conflictiva. Alonso José Ruiz Rosas Cateriano había nacido en un hogar donde los libros eran protagonistas, donde la poesía era un agente muy activo en el microbioma familiar. Su padre no solo tenía la mejor biblioteca de poesía, sino que se ganaba la vida como fundador de la legendaria librería Trilce. 
Recuerdo que conocí a Alonso en circunstancias extrañas. Con unos amigos habíamos publicado malos versos en una revista torpemente mimeografiada y pensábamos que eso nos daba el derecho a llamarnos poetas. Por esta razón sentimos que era imprescindible visitar al vate más importante de la región para advertirle que ya tenía nuevos y más ágiles colegas. Recuerdo que Alonso abrió la puerta, nos estudió de arriba abajo y, sin dudarlo, sentenció: Está ocupado. Nosotros nos disponíamos a largarnos cuando escuchamos la voz de alguien desde el fondo de la casa. 
Fue una visita intensa y los del grupo Roña, encendidos, desaforados, leímos, recitamos, declamamos hasta que, de pronto, Don Pepe dejó su viejo sillón verde botella y desapareció. Luego de un espacio de tiempo en el que estuvimos considerando abandonar para siempre la poesía, José Ruiz Rosas volvió con un cargamento. Eran libros que se ajustaban como guantes a los intereses literarios de cada uno, al estilo vivaz, a la tendencia al lirismo coloquial, al delirio  salvaje de las metáforas. Pero al momento de partir vimos de pronto reaparecer a Alonso, aún en su uniforme de colegio, blandiendo un enorme cuaderno y un gran lápiz. Se acercó a cada uno y anotó nombres, apellidos, direcciones y teléfonos. Consignó cada libro y, haciendo un duro contacto visual,  notificó: Quince días, ni uno más.

Pero nuestra gran amistad recién comenzó un año después. Yo acababa de regresar de Costa Rica y lo ví salir de la matinée del cine Variedades, aún llevando a cuestas su enciclopedia Bruño. Luego de un rápido intercambio de palabras nos pareció lógico dirigirnos al puente Bolognesi, donde alguien había abierto  un local que exhibía licores a precios sospechosamente bajos. Inmediatamente después  tomamos rumbo hacia Palacio Viejo, a la casa de su tía Judith, donde el joven bardo había ubicado un gigantesco escritorio decimonónico con los cajones atiborrados de sonetos. Y antes de empezar a redactar el acta fundacional de la revista Ómnibus dedicamos unos minutos a  refrescar la garganta con el terrible vino llegado del valle. Días más tarde se sumaron Charo Núñez y Misael Ramos. Y meses después seguirían Patricia Alba y Oscar Malca que, por alguna razón, intentaron engañar a todo el mundo asegurando que habían nacido cerca del Cerrito San Vicente.

Algunos críticos consideran que Alonso Ruiz Rosas es una contradicción. En lo estilístico sus poemas siempre han sentido la irresistible atracción del orden prodigioso de las formas clásicas, por los sonidos armoniosos, por una elegancia puntual enemiga de la exuberancia. Su actitud ante la vida, en cambio, estuvo signada durante las primeras décadas por una admiración hacia los poetas salvajes. Es bastante revelador, por ejemplo, que Allen Ginzberg, el obsceno poeta beatnik, ocupase la página central en la revista escolar que dirigió en el Max Uhle. 
Recuerdo que en aquellos años setenta solíamos frecuentar el Far West, el local que en el portal de San Agustín regentaba con mano de hierro una dama originaria de los cantones de Suiza. Ahí tomábamos pisco con vermut mientras repasamos  anécdotas literarias de poetas ya fallecidos.  
Luego de consumir nuestros tragos bajo la atenta mirada de la helvética dama, abandonábamos cuidadosamente las sillas de madera curvada y nos dirigíamos a la plaza San Francisco, para reunirnos con el resto de la pandilla. Allí, bajo la luna, escuchábamos al devoto Arcipreste Ruiz  elevar cánticos que había aprendido en la procesión del Señor de los Milagros. Pero, la hora principal sólo llegaba cuando el melenudo bardo saltaba hasta el atrio y, exhibiendo su memoria prodigiosa,  empezaba a recitar a poetas del siglo de Oro.

El fuerte resplandor de la existencia parecía mantener a Alonso Ruiz Rosas  en permanente estado de inquietud interna. Por eso, sin duda, se lanzó a la carretera provisto únicamente con su maletín Mary Poppins. Y, poco después de que empezó su rutina de desaparecer en las calles de Europa, los amigos empezaron a referirse a él como “el judío errante”. Mi abuela hubiese dicho que ese chico era “un pata de perro”. Pero lo cierto es que Alonso no podía quedarse tranquilo en ningún sitio. Regresaba a Arequipa, convencía al rector de la universidad de fundar un gran centro cultural, lo implementaba, lo dirigía, y luego, en el momento menos pensado, saltaba a la  escalerilla de un avión intercontinental. Que yo sepa, Alonso ya ha estado en los siete continentes. No sé por qué viaja tanto, quizá le pican los pies. Lo bueno fue que cuando estaba en París resultó invalorable su intervención ante la UNESCO para que su ciudad natal pudiese ostentar el título de Patrimonio de la Humanidad. Y luego convenció a Vargas Llosa para que donase su gran biblioteca a la ciudad de sus ancestros. Entre tanto, se le ocurrió también crear la tan activa Sociedad Picantera.  Y corre el rumor de que hasta ajustó la sazón de algunos platos para su monumental recetario de La Gran Cocina Mestiza de Arequipa. Pero, a pesar de que sus valiosas iniciativas culturales le implicaban mucho tiempo y considerable esfuerzo, su lealtad a la poesía no flaqueaba ni un instante. Este excelente libro, que reúne su obra hasta el día de hoy, lo demuestra irrefutablemente.

(Texto leído el 8 de noviembre del 2023, día de la presentación del libro)

jueves, noviembre 02, 2023

El primer momento más importante de mi vida


La kryptonita roja es muy peligrosa. Cuando Superman está expuesto a un bizarro fragmento de su tierra natal se vuelve malvado y no tiene piedad. La kryptonita roja también puede provocar comportamientos impulsivos y violentos y, en ocasiones, estimula el crecimiento de garras y una inquietante tonalidad escarlata en ambos ojos. Lo más grave sin duda es cuando un supervillano logra debilitar o incluso anular los poderes del kryptoniano usando un meteorito de este material. Todos estos asuntos me tenían muy preocupado en octubre de 1959. Cada sábado, luego del desayuno, nuestro querido padre pasaba lista y a cada uno le tocaba su revista de historietas. Linterna verde, Flash, Batman, El conejo de la suerte y, claro, Supermán. El fin de semana lo dedicaba básicamente a dejarme llevar por las emociones de la impecable revista, pero también dedicaba muchas horas a estudiar mis archivos. Había acondicionado un lugar seguro, protegido de la luz y de los bruscos cambios de clima, donde conservaba mi colección. En 1958 un gran terremoto había destruído buena parte de la ciudad y el gobierno repartió miles de cabañas de cartón piedra. Una de estas cabañas terminó al fondo de la casa de mis padres. Era una habitación con una puerta y una pequeña ventana y estaba llena de muebles viejos y cajones con quién sabe qué. En ese lugar, mi hermano y yo habíamos construído un refugio secreto, una Fortaleza de la Soledad. 
Los niños tienen un problema de representación. La idea que tenemos del niño es la de un ser díscolo, inquieto, siempre listo a introducir caos en el salón. Un ser imprevisible al que no hay manera de tomar demasiado en serio. ¿Pero cómo es ese ser cuando está solo mirando la punta de su zapatilla? ¿Cómo es su universo? ¿Qué tipo de humano es un niño?

En octubre de 1959 ocurrió un incidente grave. No recuerdo si el florero de porcelana china que les regalaron a mis padres el día de su boda se hizo añicos contra el piso de cemento enlucido. O tal vez desarmamos con mi hermano el Telefunken a tubos que mi padre había heredado. La cosa es que Alfredito pasó lista y anunció solemnemente el veredicto. Sabíamos que los capitanes de los barcos tenían la autoridad, incluso el derecho, a abandonar a los insubordinados en una isla desierta, pero jamás pensamos que nuestro padre nos sometería al terrible castigo de privarnos de nuestra historieta semanal. Fue un golpe muy duro. 

Nosotros sabíamos que Alfredito había comprado un gran lote pero, a pesar de nuestra actividad detectivesca, jamás habíamos podido robar la llave de su ropero. La desesperación inicial se diluyó pronto en melancolía y los sábados, con frecuencia, nos atrincherábamos en la Fortaleza de la Soledad durante muchas horas. Cuando finalmente llegaron los tres meses de vacaciones ya habíamos olvidado los ritos de fin de semana y ociosamente dejábamos correr las horas. Recuerdo que junto a mí había una columna de cajas de cartón. Mi pie derecho se balanceaba de un lado a otro hasta que una oculta maldad lo guió, y esas cajas se derrumbaron estrepitosamente. Mi hermano y yo miramos con mal humor el estropicio. Tarde o temprano seríamos obligados a volver todo a su lugar. Pero entonces ocurrió algo. Mi hermano gritó: ¡Mira! El tesoro de Atahualpa no hubiese sido más impactante. La caja del fondo había reventado con la caída y mostraba historiestas, miles, millones de revistas nuevesitas. Nuestro querido padre había realmente comprado un gran lote. Y fue así como ocupé demasiados días leyendo con el fervor de un adicto, evitando a toda costa sumergirme en el sueño. No recuerdo si me puse una capa roja, pero al final creo que decidí aprender a volar y me lancé desde lo alto del ropero contra el filo de la cama. Lo cierto es que terminé en el hospital. Debido a mi privilegiada estrella el asunto no fue grave, aunque aún exhibo una inusual lastimadura. Cada día.

La herida más hermosa del mundo

El gesto de sorpresa ante el fenómeno de la existencia tiene muchas formas ¿Entre tantas opciones por qué un genio de provincias eligió la i...