Lo sabroso de lo indigesto
Hay gente que cree que
lo indigesto descalifica la excelencia de una gastronomía. Esa gente tiene una
ensalada en la cabeza. Si lo eupéptico fuese el móvil principal de la
gastronomía no existiría la gastronomía. Nadie habría jamás disfrutado de las logradas
cimas de la cocina francesa que se levantan sobre una columna de mantequilla.
Ni de las frituras a altísima temperatura imprescindibles en la cocina china.
Ni del contundente spaghetti alla
bolognese. Lo que pasa es que las cosas ricas de la vida no son para los
que sienten la urgencia de vivir 100 años.
Es bastante probable
eso que de que el primer paso de la civilización fue el surgimiento de la
cocina. Ciertamente el móvil inicial fue puramente pragmático. Estamos hechos
de pan. Pero tal vez para combatir el cotidiano temor a la extinción la
búsqueda del placer aderezó de pronto ese asunto elemental de recargar
energías. Y cuando el ser humano descubrió la voluptuosidad el universo se
pobló de hermosas contradicciones. Un coro de cigarras entonó junto al férreo regimiento
de las hormigas.
El conflicto entre la
cigarra y la hormiga es clásico. La cigarra considera matemáticamente
comprobado que la hormiga es aburrida. La hormiga, por su parte, escribe fábulas
cuya moraleja expone el triste final de
los juergueros. Como siempre lo estúpido es la incapacidad de ambas para
entender el punto de vista ajeno. Porque si nos dejamos de frivolidades, hay
que convenir que el estilo de la civilización ha sido forjado por la hegeliana dialéctica
entre estos poderosos temperamentos.
Cuando la inteligencia
del hombre empezó a hacer proyecciones fue capaz de aprender de la experiencia
para especular sobre el después, sobre el luego. En ese momento el hombre se
hizo prudente y calculador. Albergó la ambición de corregir, de cimentar, de dominar. Y surgió como fuerza histórica la
ilusión de colonizar el futuro. Paradójicamente el ensanchamiento de su
perspectiva no sofocó su esencia primitiva, inmediatista, proclive al orgásmico
desenlace del instante, sino que hizo de esta un arte. El arte.
El oficio de ser humano
es una proeza de equilibrio. El poder gravitacional del presente ilumina
nuestra existencia, anima nuestros actos con vitalidad, con la emergencia del
placer. Solo el presente tiene la facultad de inducir al éxtasis. Pero la
aventura del hedonismo no sobrevive sin el soporte estructural que construye la
racionalidad. Por otro lado, las laboriosas formulaciones de la inteligencia
han multiplicado nuestras facultades; sus réplicas a la nube de hipótesis han
alterado nuestro entorno. Sin embargo, ese asunto de lo constructivo suele caer
en la rutina hueca de edificar. Resulta imprescindible,
entonces, el contrapeso de las grandes
emociones, del apetito, de las ganas de comerse la vida. El orden establecido
no se empantana en el sin sentido gracias únicamente a nuestra secreta ansia de
caos.
En las últimas décadas
la preocupación por la salud ha degenerado en una epidemia de hipocondría. Las
grasas y los carbohidratos se han estigmatizado. Y hasta algunos parecen creer
que la manera virtuosa de alimentarse debe incluir solo porciones ínfimas de aquello sospechoso. Todo indica que estamos en una
etapa en la que doña Prudencia arroja
del templo al untuoso sultán del colesterol. Pero tal vez es hora de recordar
que los grandes logros de la gastronomía mundial supieron encontrar sabiduría
en pesados materiales. Lo que es indigesto para un apurado habitante de la urbe
contemporánea antes fue suculento e imprescindible. La gran tradición
gastronómica es esencialmente de estirpe rural. El duro trabajo de campo
requería porciones generosas. La proteína animal era demasiado costosa y
normalmente se destinaba a días festivos o a la mesa de los ricos. Y las
ensaladas, bueno, las ensaladas eran solo ensaladas, personajes secundarios en
una experiencia con clímax y anticlímax, con protagonistas estelares.
Fue en el siglo XX cuando
empezamos a mirar con suspicacia hasta al humilde pan del desayuno. El mundo se
volvió urbano. Las horas de sobremesa obligatorias para asentar las
complejidades de la cocina clásica resultaban imposibles para los reclamos de
eficiencia del universo moderno. El tiempo se hizo angustiosamente escaso.
Hacia los años sesenta se consolidó agresivamente un movimiento llamado Nouvelle cuisine, que inició la
tendencia a una gastronomía más ligera y con gran énfasis en la presentación. Paul
Bocuse y Alain Chapel lideraron esta influyente propuesta que ha sido remedada
y hasta refutada, pero que sin duda ha legado una nueva manera de comer.
Si bien los orígenes de
la comida peruana están íntimamente ligados a sus prehispánicas raíces, el
mestizaje o fusión ocurrido en los últimos cien años parece haber sido la clave
de esas recetas magistrales. La intensa relación con lo propio sumado a la paradójica
fascinación por lo ajeno dieron lugar a inspiradas asociaciones. En este caso
nuestra frágil identidad, que tantos disgustos nos ha dado, hizo posible la
necesaria permeabilidad. Pero la característica definitoria de la comida
peruana es su extracción profundamente popular. En esa medida sus hallazgos son
producto de una sensualidad plebeya, sabia en su alegría.
Ciertamente no es comida para
anoréxicos ni para desabridos. Es una comida demasiado real, terriblemente
honesta, lo que hace algo contraproducente todo intento de estilización. Sin
embargo conviene reconocer que resulta tonto generalizar cuando se trata de la
comida peruana: uno de los argumentos para asumir su excelencia es su
complejidad y variedad, los amplios catálogos de sus posibilidades. Si bien hay
platos extraordinarios como el seco de cabrito o el chaque de tripas, no
recomendados por la asociación de cardiólogos, el plato nacional, el ceviche, resulta
un evidente milagro de sabor y ligereza.
En el caso específico de la cocina arequipeña, que soporta una reputación de excesiva
suculencia, se puede disfrutar, sin embargo, de algunos platos de admirable levedad.
Digamos: el Solterito de queso, la sarza de lapas, el siempre añorado sudado de
machas, el delicadísimo rachi de libro, el sutil y nunca suficientemente
valorado ají de lacayote.
Estos tiempos de
entusiasmo culinario peruano sin duda servirán para someter a prueba la
capacidad de evolucionar de una tradición ya consolidada. Seguramente la actual
tendencia de cocina de autor y el afán internacionalizador crearán algunos
monstruos, pero la solidez de nuestra gastronomía, que se levanta sobre prodigiosos
ingredientes, sin duda se enfrentará al nuevo desafío con heroicas soluciones.
Por ejemplo, una novísima variante de gloriosos carbohidratos.