miércoles, mayo 02, 2012

Sigo corriendo


 por: Dino Jurado

   De regreso en la habitación enciendo el televisor y me acuesto. Me subo las frazadas hasta el cuello y con la cabeza levantada por la almohada mantengo la vista fija en la pantalla. Unos hombres sesionan alrededor de una mesa larga, discuten un rato; luego salen en grupos, se meten en dos autos negros que esperan en la calle y parten velozmente. La mafia en acción, pienso. No puedo saberlo porque no le he puesto volumen al aparato; no quiero escucharlo; no voy a intentar otra cosa mas que mirar las imágenes mudas de la televisión hasta dormirme.
   Pero no me duermo; nadie podría dormirse en una situación como la mía, así que continúo mirando la tele hasta que termina la transmisión y aparece la bandera. Es medianoche y han puesto la bandera bicolor en el centro de la pantalla; seguramente están tocando el himno nacional, pero yo no escucho nada, ni dentro del cuarto ni fuera de él; el mundo entero está en silencio; me levanto despacio, tratando de evitar que el catre cruja, y apago el televisor.
   ¿Ahora qué? Tengo algo pensado, pero no estoy tan seguro; se trata de salir a la calle y hacer una llamada de larga distancia desde la central telefónica, para que me confirmen la noticia; mientras tanto sigo allí de pie, en pijama, mirándolo todo como si estuviera despidiéndome.
   Apago el foco encima de la cabecera y me siento en el borde de la cama. Sigo pensando. Si salgo a la calle quizás no pueda hacer la llamada; a esta avanzada hora de la noche lo más probable es que la central telefónica esté cerrada; y si de todos modos saliera, como a veces me ocurre, daría unas cuantas vueltas y terminaría sentado en una de las bancas del llamado Paseo Cívico, helándome a conciencia; luego compraría un trago y regresaría a casa; un tercio de ron del Danubio, seguramente, el único lugar que hoy por hoy atiende toda la noche.
   Desde que vivo en esta ciudad el movimiento nocturno se ha restringido al mínimo. Es la época. Al final de la tarde la niebla desciende sobre la ciudad como una invasión blanca; se posa mansamente en los techos y llena las calles de un aliento frío y vaporoso; durante la noche cae una lluvia tan fina que nadie se percata de ella y, al día siguiente, la ciudad se despierta mojada. Es la época, ya lo dije. Agosto, para más señas.
   Enciendo otra vez el foco; quedarme a oscuras no me ha hecho avanzar ni un paso hacia el sueño; en realidad estoy más despierto que antes: estoy desvelado; la noticia recibida es lo que me ha puesto en tal estado. “Ha caído enferma”, es la frase con que se me ha informado. No puede orinar hace tres días. Y es todo lo que sé. Dicen que ni siquiera el médico que la atiende sabe algo más que eso por ahora; están esperando el resultado de ciertos análisis para formular el diagnóstico y decidir el tratamiento, la intervención quirúrgica; en suma, un asunto feo se le mire por donde se le mire.
   Miro en derredor y mi vista se detiene en el ventanuco semiabierto, a un palmo del techo; tiene el marco desencajado y uno de los vidrios roto; por allí se cuela el frío durante la noche, las voces de la vecindad por las mañanas, conversaciones de cocina, ruidos de toda clase, algo de música moderna y, de vez en cuando, cada vez menos, el aullido lastimero del dementito.
   Una mañana, mientras lavo ropa en el patio, comienza a suceder algo en la casa del fondo; parece una agria pelea de familia. De pronto, imponiéndose al griterío, escucho aquel aullido espantoso; es como el dolor de un animal, una queja áspera y aguda que cesa cuando una voz recia pide silencio. Días después me los topo en la esquina. La madre ha sacado a la calle a su pequeño monstruo para que se distraiga guiñándole los ojos a la luz del día. El chico tiene los párpados enrojecidos hacia afuera, casi colgando de su cara de luna. Me quedo observándolo una larga hora hasta que la madre reaparece y se lo lleva del brazo. Eso ha sido todo y ha sido suficiente. Al día siguiente vuelvo a escuchar su grito pero ya no me conmueve.


   Me acerco a la mesa, desenchufo el televisor y en su lugar conecto el pequeño estéreo; cojo uno de los cassettes, le doy vueltas entre las manos sin intentar leer en el lomo la descripción del contenido; lo extraigo de la caja, lo coloco cuidadosamente en la cassettera y presiono la tapa con la mano abierta para sofocar el chasquido; por último, apreto el tercer botón y la pongo en marcha. Cuando escucho las primeras notas compruebo que el mínimo volumen es suficiente; no despertaré a nadie con esto; yo mismo podría dormirme sin problemas. Por lo tanto, apago la luz y me acuesto. Me estiro bajo las frazadas, a todo lo largo de la cama, y escucho.
   Las notas que esa noche salen de los parlantes pertenecen a los preludios de Debussy; las reconozco a medida que avanzan; pienso en ellas. Imagino gotas que el aire mece y luego abandona a su suerte; gotas que caen sobre superficies cristalinas y se descomponen en formas; formas tan ágiles y contundentes como pensamientos precoces. Las sigo escuchando. Me hundo cada vez más. He caído en la música como en un mar distante, y allí estoy, vagando entre flujos y ondas, cuando escucho un ruido discordante y abro los ojos.
   No sé qué pensar de lo que ha sucedido. Me incorporo a medias, apoyando los codos en la almohada, y observo la oscuridad. Mis largas piernas se me han adormecido bajo las frazadas. Doblo una, luego la otra; muevo los dedos del pie derecho hacia delante y hacia atrás varias veces; estoy haciendo lo mismo con el izquierdo cuando el ruidito se repite y me levanto de un salto. Enciendo la luz.
   “Es como un rascar”, pienso. Alguien se ha puesto a rascar a las dos de la mañana de esta noche infausta; y yo sólo tengo una bolsa de plástico a la mano, es mi único escudo. La extraigo de debajo de la cama y me inclino a observar el llamado rincón de la música; allí están las cajas de cartón llenas de cassettes hasta arriba; estiro el pie; en alguna de ellas debe haberse producido el ruido. Estoy a punto de darles una patada, pero entonces lo veo; me detengo; él también se detiene en seco, sobre el filo de un cassette; se queda mirando. No es algo con lo que uno se encuentre cara a cara con frecuencia. Nos miramos largamente, cada cual sorprendido por la presencia del otro. El temblor involuntario de mi pierna lo asusta; el animalito salta de la caja; lo hace velozmente, pero eso no le sirve de nada: cae en la de al lado, donde mi mano derecha, enfundada en la bolsa, le cae automáticamente encima.
   De principio a fin la escena no ha durado más de lo que suele durar un preludio de Debussy. Tras un corto silencio empieza la música nuevamente; esta vez son los primeros acordes de La Catedral Sumergida; levanto cuidadosamente la caja con las dos manos, la pongo sobre la cama y me siento al lado. “Misión cumplida”, pienso; un corazón minúsculo late desesperadamente bajo la palma de mi mano, demasiado minúsculo para esta música tan álgida como sutil. Intento entregarme por segunda vez a escucharla; las gotas del piano vuelan ahora cada vez más lejos, caen cada vez más hondo; por poco tiempo pues el animal no está quieto un instante; se revuelve constantemente; lo sujeto dentro de la bolsa y con un nudo le cierro la salida.
   Fin de la escena. Se acurruca en una esquina y se queda inmóvil, respirando con ahínco. Cierra los ojos suavemente, casi con gracia, luego los abre un poco y al tomar aire se le infla el cuerpo. Continúa un buen rato en ese plan mientras el plástico se cubre por dentro con pequeñas gotas de vapor; se ha empañado; y el animal no se mueve. Le doy unos toques con el índice y no reacciona. Doblo la bolsa, reduciendo al máximo el espacio interior, y recién entonces comienza a moverse desesperado. Sus patillas se endurecen y las uñas atraviesan el plástico. Chilla. Le paso un dedo por el lomo para apaciguarlo; “tranquilo, tranquilo”; luego se lo pongo sobre la cabeza y presiono; me mantengo firme unos segundos. Cuando deja de moverse hago un nudo a la bolsa y arrojo el atadito al rincón de la basura; me duermo.


   Al día siguiente me siento muy cansado, como si no hubiera dormido lo suficiente. Y no dejo de pensar en lo sucedido. Me hace divagar con la tiza en el aire mientras dicto mi clase diaria de historia. Lo tengo claro que no me ha ocurrido anteriormente. A mediodía, sin hambre, almuerzo algo ligero en la cafetería de la universidad; no suelo entrar allí, sólo para evitar a mis colegas; y mientras me acodo a la barra y mastico concienzudamente el sándwich de queso, recuerdo un episodio parecido al de anoche, una pequeña anécdota ocurrida hace años, cuando aún vivía en la casa de mis padres.
   Una mañana despierto muy temprano, antes que todos, y me asomo al patio. Un grupo de palomas da vueltas en el cielo limpio, frente a mi ventana. Aletean un poco sin hacer ruido y se dejan ir perezosamente, sostenidas por las corrientes de aire; luego descienden en círculos concéntricos cada vez más pequeños, hasta que finalmente se posan en tierra, dentro de los linderos de la huerta. Me acerco sigilosamente para verlas mejor, pero ellas adivinan mi presencia y una tras otra van alzando el vuelo. Aletean espantadas y desaparecen en los alrededores. Sin embargo, tengo la sospecha que alguna se ha quedado merodeando entre las azucenas. Avanzo a gatas sobre el borde del estanque hasta verla: está bebiendo agua de un charco, al pie del olivo. Ni siquiera pienso ¿qué hago ahora? Salto como un gato y le caigo literalmente encima; pero el ave se escurre con rápidos aleteos; choca contra las ramas más bajas del árbol y entonces yo la cojo con una mano, en pleno vuelo.
   La pongo en una jaula y le doy de comer unos días, luego la olvido. Una tarde me avisan que no quiere comer, está enferma. Trato de reanimarla abriéndole el pico a la fuerza, pero la paloma tiene todo el aspecto de querer morirse. No pone nada de su parte. La extraigo de la jaula y la llevo a la huerta. La pongo en el borde del estanque. No pasa nada, se queda allí sentada, sin moverse. Le abro las alas y se le caen sobre el cuerpo. Es un cuerpo menudo y frágil que mi mano abierta cubre enteramente. La levanto. La lanzo. Como si fuera una piedra. Sus plumas blancas se agitan mientras cruza el aire y por un instante parece que volara. Luego escucho el golpe seco de su cuerpo contra el techo de madera de la casa del vecino.
   A eso de las seis, después de dictar la última clase del día, abandono la universidad. Llego a casa y voy directamente al rincón de la basura. No hay novedades, la bolsita con el cadáver sigue ahí. Entonces empiezo a cambiarme. Estoy cansado y me duelen el cuello y la espalda y tengo las axilas sudadas. Me quito la ropa hasta quedarme en calzoncillos. Es invierno y está haciendo mucho frío afuera, pero yo estoy acalorado y nervioso aquí adentro. He trabajado mucho hoy. Normalmente los jueves trabajo mucho, dicto clases mañana y tarde, termino muerto, más muerto si pienso en lo poco que me pagan. Me tiendo boca abajo sobre la colcha fresca y estiro las extremidades. Las levanto una por una y las dejo caer. Me vuelvo a estirar a todo lo largo. Estoy en eso, casi relajado, cuando de pronto una voz urgente me llama desde el pasillo.


   La señora S. me está pidiendo que salga un momento, tiene algo que decirme, es mi vecina de apartamento. Hijo, dice, tu madre está mal, me encargaron que te avise. Eso ya lo sé, digo, anoche ya me trajeron la noticia. Pero no se trata de eso, hay algo más, tiene noticias frescas, más recientes. Tu hermano llamó por teléfono, dice, dijo que debes viajar inmediatamente, hoy mismo.
   He sacado medio cuerpo fuera de la habitación para hablar con ella y empiezo a sentir frío. La señora S. debe creer que estoy desnudo y ha dejado de acercarse. Yo no estoy desnudo; tengo puesto el calzoncillo, los calcetines de lana y las sandalias de cuero; pero no puedo salir de la habitación en ese estado, obviamente.
   Ahora la señora S. me ofrece dinero para el viaje, tómalo como un préstamo, dice, y no se le ocurre decir más; es todo; su misión ha concluido. Se da media vuelta y regresa renqueando a su cuarto; yo me visto. Tengo mis dudas pero me visto. Termino de meter la ropa en el maletín y voy a buscarla. Me presta la guía telefónica y el teléfono y yo pido que me pongan con el hospital donde han ingresado a mi madre. Pregunto; preguntan. Doy mi nombre; el de ella; espero. Se escuchan chirridos, ecos de conversaciones ajenas, lo típico en una llamada de larga distancia. La señora S. se mete a su cuarto de baño, abre el caño del agua; pero no parece que estuviera lavándose; el agua corre regularmente con el mismo ritmo; hasta que vuelvo a escuchar una voz humana en el teléfono.
   Sí, dicen, la señora ingresó anoche por el servicio de emergencia, pero ya se la llevaron.
   La señora S. cierra por fin el caño y el agua deja de fluir y de perderse. No cae una sola gota más; ella no sale del baño; se queda metida ahí, esperando que me vaya.
   Me falta preguntar a dónde se la han llevado, pienso hacerlo, pero se me adelanta la voz en el teléfono.
   A su casa, dice.
   Ahora me falta preguntar para qué, pienso hacerlo, pero se me adelanta la voz en el teléfono.
   Para el velorio, dice.
   Salgo de la habitación de la señora S., cojo el maletín que he dejado en el pasillo, bajo las escaleras de madera de esta vieja casa de huéspedes, llego a la salida y abro la puerta. La calle está despejada y silenciosa como si fuera domingo o cualquier otro día festivo. Pero este día de agosto no es domingo ni festivo, que yo sepa. Cierro la puerta a mis espaldas y comienzo a caminar hacia arriba, en dirección a la estación de buses. Avanzo pesadamente, una manzana, dos manzanas. Llego a la esquina de la Plaza del Teatro, pero entonces me acuerdo. El animal muerto sigue  allí, metido en la bolsita. Decido regresar y atender ese asunto. No es algo que deba dejar olvidado muchos días, el cuerpo comenzará a descomponerse pronto y a oler. Empiezo a correr. La dueña de la casa podría darse cuenta y armar un escándalo. Corro más rápido, una manzana, dos manzanas. El mundo sigue tan silencioso y despejado como antes. Sigo corriendo.
Dino Jurado. Sigo Corriendo. Editorial Apóstrofe. Arequipa 2012.
(Ilustración: Andre Butzer Obstgarten EdvardMunch)

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