domingo, septiembre 24, 2023

¿Qué hice en el Cusco?



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Hasta hace algunas décadas viajar por tierra al Cusco era una aventura absolutamente clásica. En ómnibus resultaba una auténtica manera de expiar algún pecado o alcanzar algún tipo de superación espiritual. Porque esa ruta estaba destinada a los vehículos que ya habían fatigado la panamericana, los más antiguos, los casi rotos. Pero no sólo eso, los de las empresas visualizaban a sus clientes sólo un poco por encima del metro y medio. Por eso muchos viajeros que se elevaban algo por encima de esa medida estaban obligados a perder el conocimiento para no sufrir las retorcidas articulaciones, los músculos entumecidos. La disciplina del viaje solía además hacerse más severa por las noches, cuando el hálito glacial de los andes se filtraba filudo haciendo tortuoso el paso de las horas, de los minutos. 

¿Pero qué hice en el Cusco? En algún momento de los años ochenta el Pérez me escribió contándome de Cusco,  contándome que le había llegado la hora de hacer un brusco cambio de timón. Su hermano había invertido su tajada de la herencia familiar en un local para turistas y “locos responsables”, y él estaba ahí chambeando. Vivía de noche. El Pérez. Y a su alrededor brillaba todo lo que cualquier maldito joven podría desear. 

Yo ya antes había escuchado de las emocionantes horas de la arcaica capital imperial. Otro de mis viejos amigos, el Juanca, había abandonado en los años setenta su sillón giratorio en un buffet jurídico para transmutarse en barman (y ocasional muscleman) del legendario Abraxas. Desde allí solía enviar cartas con alucinantes elucubraciones de cada alucinante situación que se generaba entre los alucinantes parroquianos provenientes de los siete (u ocho) continentes.

Pero en realidad yo ya conocía el Cusco. Durante mi último año de colegio, un par de meses antes de la graduación, decidí seguir el consejo del profesor Rodolfo Vargas (que clamaba que el código generador de todas nuestras vainas estaba en el Cusco).  Y fui, y aunque no podría asegurar que me sentí conmocionado por las claves de mi identidad nacional, si es seguro que el evento cayó en un archivo etiquetado Expediciones Fundacionales. Recuerdo que justo por esos días se daba oficialmente por concluida La Década Prodigiosa y yo ya se avizoraba los setenta y sus estridencias. El horizonte se extendía (con sus insólitas extremidades) en una pantalla panorámica. Los hippies con su canción, con sus trapos de colores, con su macoña. El general Velasco y los titulares en La Crónica sobre el mito de Inkari, sobre el sombrero de Tupac Amaru, sobre los poetas callejeros. Y todo, todo alcanzaba dialéctica realización en los altos ministerios de concreto armado. Pero en realidad por aquellos años yo todavía no estaba demasiado consciente de nada. Recuerdo que pasaba los días en el Cusco escuchando las novedades sicodélicas que interpretaba Lucho, el hijo de la tía Yola, con su martirizada Farfisa. Y recuerdo que fui atacado por una gripe tenaz que me obligó a dar miles de vueltas a la plaza de armas, ataviado con ponchos genuinamente coloridos (que tomaba prestados de la tienda de artesanía de la tía Panchita). También recuerdo que me enamoré un poco por ahí, aunque por desgracia hoy me siento incapaz de hacer un retrato hablado del rostro de mi amada. (No sé qué pasa con mi mente, guarda olores y sensaciones, pero las imágenes no son demasiado nítidas.)


Luego de esa inicial (e iniciática) excursión dejé correr algunos años entregado a sedentarias aventuras. Debo reconocer que pertenezco a esa mínima fracción de la humanidad que odia viajar. Cuando a la gente le preguntan que qué harían si se sacan la lotería, todos siempre responden que dar la vuelta al mundo. Yo en cambio tengo alergia a las aduanas, a los controles de agricultura, a los counters de las empresas de transporte. Y no me gustan los jets, ni los trasatlánticos, ni los malditos ómnibuses. Ni siquiera los taxis. Y hasta en mi ciudad natal detesto comer en restaurantes. Por eso no puedo ser un buen trotamundos. (Conclusión: debería volver a la dosis diaria de Paxil).

Sin embargo, y básicamente impulsado por las juveniles ambiciones de ser protagonista de alguna buena y cosmopolita historia me obligué a ponerme en el camino. Recuerdo que cuando el buen Pérez me contó que su local era ya un éxito histórico, y que las tentaciones se habían vuelto francamente insoportables (gringas, trago y coke&roll) comprendí que emprender ese asunto era una misión sagrada. Por desgracia (o por suerte) en aquellos precisos tiempos experimentaba el paroxismo por el amor de mi vida (que por medio de carta notarial me ha prohibido consignar su nombre en cualquiera de mis escritos). Por eso no viajé en aquella ocasión. Porque ella me mostraba cada día cosas terriblemente urgentes. Porque yo estaba ocupado comiendo salmón enlatado en las invernales playas de Mejía (con ella). O tomando todos los cócteles en todas las inauguraciones (sólo con ella). O visitando prodigiosos hoteluchos en el balneario de Yura (muy junto a ella). Y así dejé pasar algunos años hasta que, finalmente, ya saciada la insaciabilidad y gravemente anclado en la opacidad de lo anteriormente esplendente  (sic) me sentí de pronto con un renovado ánimo explorador. Y entonces un día dije: ¿Qué tal si vamos al Cusco? Y ella, que en el fondo es una gran viajera, puso en marcha la parte práctica del asunto. Por ejemplo, le conté, por contar algo, que mi terrible abuelo materno solía hacer ese viaje (a principios del siglo XX) bien aprovisionado con una gallina muy gorda y sancochada, y ella trepó instantáneamente al tercer piso del mercado de San Camilo e hizo degollar dos o tres aves de gran nobleza. Y como también mencioné (como quien no quiere la cosa) que iríamos en el coche buffet, y que dispondríamos de espacio suficiente incluso para una velada literario musical, mi dulce Petunia se dirigió a la distribuidora Richard O’Custer e hizo acopio (a muy buen precio) de dorado y abundante  licor ( Destilado y embotellado en una de las sangrientas provincias de Colombia). Y así la cosa fue tomando cuerpo, y fue entonces cuando nuestro buen Arcipreste Ruiz, al enterarse del rico potencial del proyecto, palabreó a La Coneja, su musa histórica, y alegremente se sumaron a la expedición. Y así fue como telefoneamos al Pérez, que a esas alturas ya era también parte de un binomio, para anunciar nuestro inminente peregrinaje. 

[Es necesario advertir que para cuando finalmente tomamos la decisión de viajar las cosas en esa frontera ya no eran lo que alguna vez habían sido. Luego de contraer matrimonio con la Ñaña (integrante principal de la Banda de la Existencia más Fuerte) el Pérez parecía dispuesto a dar por concluida la parte turbulenta de su etapa formativa. La demencia sin fin había acabado. El salvaje oeste (o sur este) había superado la fase de los tiradores libres para afincarse en un responsable programa de colonización.]


2

Los rieles del antediluviano tren que comunicaba Arequipa con Cusco probablemente no conservaban el preciso perfil que alguna vez los enorgulleció, lo que sin duda obligaba a los maquinistas a aguantar, a contener los oscuros caballos de fuerza. El resultado era que la procesión se movía con pachocha perfectamente decimonónica. Pero eso para nosotros no presentaba mayor  problema. Bien aprovisionados, nos mantuvimos increíblemente saludables durante las casi 24 horas del viaje. Es más, yo diría que estuvimos en un estado exultante (el filoso ron Caldas y el memorioso Arcipreste Ruiz trabajaban al alimón). Y entonces el trayecto fue una fiesta. En la sucia Juliaca bebimos alegremente  algún lamentable jarro de café con leche; en Ayaviri devoramos  jubilosos el mundialmente reputado cancacho; y más tarde, muy campantes, adquirimos varias piezas del pan de Urcos. Sin embargo, no todo fue perfecto. Al bajar del tren teníamos planeado dar palmadas, alzar la voz, emitir frases cortas, exhibir hermosas dentaduras. Pero nada. Nadie nos esperaba en ninguna parte. Y luego de cuarenta y cinco minutos mirando hacia arriba y hacia abajo trepamos por fin a un taxi y decidimos indagar en el Kamikase. Sólo un par de horas después, y cuando ya empezaban a llegar los primeros clientes, la parejita de anfitriones hizo su aparición. Nos explicaron, evidentemente fastidiados, que habían decidido sorprendernos y sumarse (también jubilosamente) en una previa estación.  Pero el tren llegó demasiado temprano. O tal vez ellos llegaron unos segundos tarde. Al final sólo alcanzaron a saludar a las dos eternamente paralelas líneas del ferrocarril del sur.   

Y cuando por fin ocurrió el tan esperado encuentro todos estábamos unánimemente amoscados. Pero ese lapsus no duró casi nada (no sé ni por qué lo recuerdo). Nosotros éramos viejos compinches que no nos veíamos desde tiempos heroicos y ya legendarios. Y luego de superar el instante de vacilación se sucedieron los gestos y signos de emotividad. Y la vieja amistad fue bendecida con aspersión de poderoso licor. Y el surround del amplificador diseminando greatest hits. Y las luces. Y el humo. O sea la fiesta. Y cuando varias horas después ya el cansancio empezaba a minar nuestra euforia el buen Pérez nos condujo discretamente a la cabina de mando. Y allí, con magnánimo gesto, desplegó el origami. Quisiera explicar que es lo que suele ocurrir cuando aparece el origami, pero tal vez no es el lugar ni la hora. Sólo diré que el viejo Vicente Hidalgo (conocido en algunos círculos como Vicente Hidalgo y en otros como Vicente Hidalgo) solía describir la experiencia asegurando que era como cuando uno está en la calle, frente a un edificio oscuro, y de pronto se encienden todos los focos. 


3

Lo que más me ha impresionado siempre del Cusco no son los increíbles paisajes del valle sagrado, ni las vistas panorámicas de Machupicchu, ni las irradiaciones mágicas o magnéticas o históricas de cada manoseada piedra de siete ángulos. Lo que me parece absolutamente incomparable son sus calles. Disparejas, ostentando con terquedad los signos de ese otro estado mental, de esa otra manera de ser. Esas calles van hechizando al caminante con sus mezclados sentimientos, con su discurso a veces dolorosamente contrariado. Por eso aquellos días fueron de duro trajín. Subimos y bajamos. Hasta la cima y hasta la sima. Dando trabajo a los tobillos, a las pantorrillas, al músculo flexor. Atacando con brío envidiable las piedras de Plateros, Sieteculebras, Lucrepata, Suecia, Ataúd, Ruinas, Procuradores. Y cada día, por nuestra ración de proteínas, siempre (o siempre) solíamos desembocar en La Chola. Por la chuleta. O por el estofado. O por el chicharrón. O por la malaya frita. (Aunque algunos aseguran que al mediodía no hay malaya porque este plato sólo lo sirven por la tarde, a la hora de los picantes, cuando llegan los parroquianos adictos a la chicha.) Y mientras manipulábamos trabajosamente los cuchillos sin filo y los tenedores (de blandengue metal) el Arcipreste Ruiz solía ilustrarnos asegurando que la picantería La chola fue alguna vez el centro del mundo, que el cholo Nieto agasajó en ese humoso salón a visitantes ilustres. Vargas Llosa y Arguedas y Neruda. Quien sabe si hasta el flaquísimo Ribeyro se animó a picar un cauchecito de con setas. Y Brice, claro, Bryce, que sin duda luego se sintió perdidamente enfermo. Algunos afirman que también hicieron acto de presencia el Che, el Jagger y el Nicholson. Y que William S. Burroughs, con su imperdonable sombrero de fieltro, pasó días y días tras el rastro de un producto sacro y muy secreto. 


4

Por las noches, como para recuperar la vieja tradición de nuestras antiguas tertulias, algunas veces nos quedamos en la casa, muy enchalinados, tomando pisco, fumando, frente a un plato repleto de tostado con trocitos de chicharrón. Nos las pasábamos poniendo clásicos de los Doors o de Bowie (aunque el Pérez parecía haber abandonado su antiguo paganismo), exponiendo alguna nueva teoría, alguna nueva crítica de la razón pura, y nos reíamos, y nos reíamos de todo, y principalmente nos reíamos de nosotros mismos, de nuestra incurable insensatez.  El programa también incluía pasar revista a los avatares de otros compinches. ¿Y qué es del Sergio?  Ah. El Sergio es un auténtico desafío para las leyes (de la nación, de la ciencia, de las probabilidades): conduce cada noche su VW DC6 en completo estado de ebriedad (a velocidades de vértigo) y jamás ha tenido el más mínimo accidente. Y alguien recordó que, además, para hacer un poco más emocionante la rutina, en los últimos tiempos había optado por hacer buena parte del trayecto subido en las veredas. Claro, a altas horas de la madrugada. Y también estaba el Dino, que había sido acremente despedido de un importante medio de prensa por dedicar toda la página editorial a un difuso texto en el que revelaba su terrible amor (no correspondido) por una preciosa adolescente. O la inimaginable reacción de Juan, siempre tan amable y caballeroso, que poseído por los demonios mientras bailaba un pogo, se arrancó los (indispensables) lentes y empezó a saltar frenéticamente hasta que estos perdieron definitivamente su ser y sentido. O Misael, que secretamente continuaba escribiendo largos poemas (ambientados en una imaginaria Livorno) a Marinela, una chica a la que sólo había visto una famosa tarde de agosto de 1978. Y claro, en algún momento alguien decidió recapitular el confuso incidente ocurrido en un magno recital del grupo Hora Zero (aquel en el que se convidaba a los asistentes con poemas, cerveza y butifarras) en el que Oscar, en un censurable impulso vandálico, le arranchó al encargado la gran pierna de chancho antes de salir picando, perseguido muy de cerca por los poetas más ágiles y malditos del todo el maldito territorio nacional.  O la historia esa de cómo luego de tomar un áspero aguardiente todos perdieron el conocimiento en la vieja casa de Pampita Zevallos, y como entonces Alonso, a eso de las cuatro, abrió los ojos herido por un taladrante dolor en la mitra y, sintiéndose poseído por ánimo vengador, logró arrastrar su atormentada humanidad hasta el otro extremo de la habitación para, por fin, estrellar contra la pared la botella tan infame (antes de regresar a revolcarse con su almohada favorita).

Cuando finalmente el Arcipreste Ruiz y su musa decidieron regresar a Arequipa, la loquita y yo optamos por quedarnos unos días más. Ya habíamos agotado museos y zonas de interés y sólo nos quedaba sentarnos en alguna plaza a mirar a la gente. Por las noches empezamos a salir a comer pizza en el Keys Cross, un bonito pub regentado por un británico afincado en el valle. También fuimos a un local ubicado en un extremo de la plaza Regocijo. Años antes el cocinero de ese lugar le había confiado la receta secreta de la pizza perfecta: la cosa estaba en agregar un toque de algarrobina a la hora de hacer la masa, y que la salsa de tomate tenía que agarrar su punto chupando el tuétano de un rico huesito. La loca me  contó también que cuando vivía en Cusco, en una gran casa inglesa propiedad de los dueños del ferrocarril, ella solía ir al mercado de San Pedro, y que al ver a las indias sentadas en el suelo, vendiendo su chuño, o sus arracachas, o sus montoncitos de ocas asoleadas, su rostro se iluminaba y, ante la estupefacción de sus acompañantes, solía deslizarse junto a las mamachas para, en cuclillas, sumarse al flujo de regocijados comentarios, calcando tono y matices de su quebrado castellano. 


5

Años después yo regresaría, pero el Cusco sólo es verdaderamente divertido cuando uno no tiene mucho más de treinta. Por eso cuando volví me quedó únicamente el papel de un espectador viciosamente hambriento de imágenes, angustiosamente urgido de palabras.   Y anduve por ahí un par de años, apoyado en mi vaso de pisco, tomando notas. Ya todos habíamos liquidado varias ilusiones. El salvaje idealismo que caracterizó a los sesenta y los setenta había ya cuajado (o coagulado) en el pathos de lo que se conoce como “políticamente correcto”, o sea una desenfadada modalidad que permite estar siempre de lado de las “causas verdaderas”, sin afectar demasiado la presión arterial. Ya sólo quedaba dedicarle una sonrisa misericordiosa a los últimos bastiones de lo ultra  y de lo chiflado. Los años de romanticismo y bohemia habían llegado a su fin. Los proyectos animados por un espíritu artesanal ya dejaban paso a las formas de lo presuntamente cosmopolita. ¿Qué es lo que hice en Cusco? Fue ahí donde casi sin darme cuenta empecé y terminé mi juventud.


sábado, septiembre 16, 2023

¿De dónde vienen los poemas? (Bilingue)


Los poemas acechan cuando ella sumerge su cabellera en litros y litros de agua cristalina

Los poemas acechan en toda la circunferencia en el hambre en el deseo

Los poemas yacen en el tibio escondite del ropero

Los poemas acechan entre el ruinoso mobiliario en las conversaciones casualmente registradas en los siete continentes en las rutas del país entero en el mar en el aire en la tierra 

Los poemas acechan en las páginas arrancadas con furor en las noticias de ayer de hoy y de siempre en los fragmentos subrayados en los destellos de la TV en el impagable slogan que se repite y se repite y se repite

Los poemas flotan en las corrientes de aire

Los poemas se alzan como nubes radioactivas 

Los poemas están silbando en el viento 

Y las palabras y las frases surcan los mares antes de alojarse en el lecho de la arena

Y se elevan los tantos lugares comunes antes de caer tachados hasta la siguiente temporada

¿Cuántos años puede repetirse una mentira antes de que sea lavada  por los camiones termonebulizadores?

¿Cuántos años puede vivir la retórica vigente antes de que se le permita deslizarse hacia el fondo de una tesis académica?

¿Cuántas veces puede un hombre girar la cabeza y no ver lo que ha visto?


DE ONDE VÊM OS POEMAS? 

Traducción: Mauricio Maldonado

Os poemas espreitam quando ela mergulha sua cabeleira em litros 

e litros de água cristalina 

Os poemas espreitam na fome no desejo em toda uma 

circunferência 

Os poemas repousam na morna toca do armário 

Os poemas espreitam entre a barulhenta mobília nas 

conversas casualmente registradas nos sete continentes 

nas rotas do país inteiro no mar no ar na terra 

Os poemas espreitam nas páginas arrancadas com furor nas 

notícias de ontem de hoje e de sempre nos fragmentos 

sublinhados nos lampejos da TV no impagável slogan que 

se repete se repete se repete 

Os poemas flutuam nas correntezas de ar 

Os poemas se levantam como nuvens radioativas 

Os poemas estão assobiando no vento 

E as palavras e as frases rasgam os mares antes de ajeitar-se 

no leito de areia 

E se elevam os tantos lugares comuns antes de serem riscados 

até a próxima temporada 

Por quantos anos pode ser repetida uma mentira até ser lavada 

pelos caminhões termonebulizadores?

Quantos anos pode viver a retórica vigente até que lhe seja 

permitido deslizar-se no fundo de uma tese acadêmica? 

Quantas vezes pode um homem virar a cabeça e não ver o 

que já viu?

Ilustración: Rashid Johnston



martes, septiembre 12, 2023

Retrato del más trágico escritor mexicano


Jorge Cuesta se aplicaba dosis de ácido tartárico y hasta ergotina

Su frente amplia y su mentón adelantado no tenían deuda con nadie 

Su cárcel molecular había sido abolida

La maldición de la inteligencia y el microscopio se daban cita en Jorge Cuesta

Irradiaba como el radium 

Este escritor se hacía presente porque peligrosamente irradiaba como el radium

Era además ventrílocuo de sí mismo 

Nunca se sabía de dónde venía esa voz

Caminaba con la medida matemática de un compás 

Caminaba sin doblar las rodillas

Caminaba acarreando células que no encajaban 

Jorge Cuesta había sido fabricado con una industrial cantidad de tristeza petrificada 

Y cosa extraña

Justo al atardecer el peso de su cráneo pesaba más que su pobre cráneo mexicano


miércoles, septiembre 06, 2023

La falta de respaldo cósmico para lo que nos importa




Me cuentan que Ramón ama desesperadamente a Amanda. La ama de una manera servil. Hace lo que ella le pide. Es su esclavo, me dicen. En una fiesta, de pronto, Amanda empezó a dar explicaciones que nadie le había pedido. Informó a quien quisiera escucharla que no estaba con Ramón ya que pensaba que todos pensaban que ambos formaban una pareja apasionada, pero ellos no eran una pareja apasionada, dijo en voz alta. Para nada.

Ante eso, Ramón consideró imprescindible dar su versión. Buscó a Candela, la mejor amiga de Amanda, y le mostró evidencia irrefutable. Ella es quien me llama, alegó Ramón, ansioso. Aparentemente Amanda  en cualquier momento de las 24 horas del día reclamaba algo de atención. Ramon mostró incluso el registro de su celular con comunicaciones de más de 130 minutos. En el horario usual pero también a horas francamente inapropiadas.

¿Si Amanda no quería estar con Ramón por qué marcaba su número una y otra vez, compulsivamente?


Como es bien sabido, a la gente le gusta ser amada. Se puede incluso afirmar que sí existe únicamente la disyuntiva de tener que escoger entre amar y ser amado, una interesante mayoría opta por disfrutar las mieles de ser amado. Claro, antes consideran necesario advertir que lo ideal es el amor mutuo aunque, por desgracia, esta precisa coincidencia no sea tan abundante en el mundo civilizado.


El asunto es que Amanda, sin haberlo buscado, había encontrado a un tipo que la amaba más que a nada en este mundo. Eso la agarró en el aire porque siempre soñó con tener a alguien que la amase como solo se ama en las películas de Hollywood.

Y quizá por eso Amanda buscaba a Ramón.  Quizá ansiaba conseguir la fórmula ideal. Quizá pensaba que estaba en sus manos encender la llama de algo parecido a un sentimiento redondo, uno de esos amores  eternos que supuestamente aniquilan todas las angustias existenciales. 

El problema es que el amor siempre hace lo que le da la gana. El amor es desobediente, malcriado, indócil, indomable. Y al final el amor solo se rinde ante eso llamado “un flechazo”. Y es triste, pero es bien sabido que no todos gozan de esta singular punzada. Algunos ni una sola vez en toda su maldita vida.

Lo que Amanda hacía al llamar a Ramón era buscar afanosamente. Y, al ver que sus esfuerzos no daban frutos, decidió precipitadamente declarar que no había nada, que nunca hubo nada, que nunca habría nada. Hay millones de cabos sueltos sobre la faz del planeta azul. Miles de millones.

Ilustración: Antonio Lopez

viernes, septiembre 01, 2023

Escabeche de pollo y bíblica corvina


en memoria de Carlitos Maldonado (Arequipa 1937-2023)

Una luz opaca se filtraba a través de las rendijas delineando los escritorios improvisados, las perezosas dispuestas frente a las máquinas de escribir, las columnas de libros ajados, los vasos de cristal barato, los ceniceros repletos. Solo se escuchaban ruidos provenientes de la cocina. Era José, que ya había encendido el primus. José era siempre el primero en levantarse. Por alguna razón se había difundido la idea que el rollizo poeta se acostaba sin sacarse jamás su viejo y muy formal saco de alpaca. Algunos incluso aseguraban que dormía también con las botas puestas. Aunque esto era falso, porque José odiaba las botas. Prefería más bien unos duros zapatos de cuero que ajustaba con nudosos cordones. Cuando finalmente yo salí con el cepillo entre los dientes José ya disponía tazas, cucharillas, la lata de café y el azúcar. Gritaba algo. Tal vez le gritaba a alguien. Siempre que gritaba sus largos cabellos se erguían sobre su testa. Entonces, de todos los rincones de la casa se empezaron a escuchar lamentos. Que era muy temprano. Que hacía mucho frío. Ya pe no jodas.

Antes de sentarse a la mesa el filósofo judío Pérez solía prepararse un puñado de Quaker. Su santa madre le había enviado una encomienda repleta de latas de leche Gloria. Y galletas Crin Crakers. Y una gran bolsa de tallarines. Y té filtrante. Y sopas Ramen. Y quaker. Invariablemente José declaraba cada mañana en voz muy alta que el quaker era un alimento natural en los orfelinatos o en los reformatorios. El filósofo judío Pérez siempre se hacía el sordo y se acomodaba en la mesa con su pijama de franela a rayas. El rollizo poeta José entonces le notificaba que no resultaba apropiado participar del desayuno en ropa de cama. Luego, alzando la cabeza coronada con su desordenada cabellera, advertía al pleno que los requisitos para sentarse a desayunar incluían “una civilizada compostura”. Era imprescindible además tender las camas como hacen los cadetes del mundo occidental. Todos los comensales nos hacíamos los sordos. Ya pe no jodas. José buscaba entonces la cabecera de la mesa redonda y se sentaba.  Y nosotros, sordos a luchas intestinas y afanes desmedidos nos dedicábamos a untar con cierto desdén el pan con Astra. Mientras observábamos, también, y muy atentamente, el humeante plato de Quaker del filósofo judío Pérez. Cuando finalmente conseguíamos liquidar la última migaja nos poníamos de pie, y todos y cada uno, con los hombros caídos, acarreábamos tazas y cucharillas hasta el lavabo que quedaba en el patio. 

–¿A quién le toca lavar? –inquirió José. 

–El agua está muy fría –aseguró Sergio–, mejor lavo a la hora de almuerzo. 

–No jodas. 

Dino, entonces, escarbó entre sus casetes e intentó sin éxito empezar la mañana con algo de salsa. Pero fue Brian Eno el que al final alcanzó el consenso, y todos nos acomodamos en nuestros improvisados escritorios. En ese momento se escuchó el chasquido de un fósforo. Era el filósofo judío que prendía su primer troncho del día. 

–¿No puedes estar sin droga? 

Era sábado y habíamos, por disciplina, convenido en trabajar algunas horas. Las máquinas de escribir empezaron a repicar. Yo miré al techo y puse manos a la obra.

Vicente Hidalgo avanzó haciendo equilibrio por el techo de la alta casona llevando un plato con escabeche de pollo. La brisa agitaba, detrás de él, los faldones de su camisa, completamente desabotonada. Elevó el escabeche algunos centímetros por encima de su cabeza y entonó:

–Introibo ad altare Dei. 

Deteniéndose, escudriñó entre la multitud que lo observaba y gritó con aspereza:

–Sube acá. Sube, maldito conchatumadre.

Vicente continuó con solemnidad. Gravemente se dio vuelta y bendijo tres veces a  los fantasmas de sus antepasados, al volcán Misti que se adivinaba entre las tinieblas, a la torre de la Catedral que surgía entre los techos impulsada por una luz amarilla. De pronto, al divisar a Margarita Cervantes, se inclinó hacia ella y trazó rápidas cruces en el aire, gorgoteando y sacudiendo la cabeza.

Arranqué violentamente la hoja de papel bond y la mordí con furia. ¿Se puede empezar una novela de esa manera? dije, sin abrir la boca. Miré disimuladamente alrededor. Todos curvaban los lomos sobre sus proyectos. Algunos tecleaban dificultosamente. Otros pasaban pacíficamente las páginas de algún novelón imprescindible. Parecía que estaban completamente solos en medio del universo. Se había pactado que quedaba estrictamente prohibido hablar en horas de oficina. Y, entonces,  estoicamente, me mantuve inmóvil hasta que, finalmente, alguien alzó victorioso su reloj y gritó ¡ya!


Era hora de almuerzo. Todos, con la satisfacción del deber cumplido, nos moríamos de hambre. El buen José, sacrificando minutos en su meta de escribir una obra de poderoso aliento, había preparado un delicioso ají de pan. En aquellos tiempos nadie tenía casi nada de plata. En aquellos tiempos nadie, salvo José, sabía cómo preparar un nutritivo ají de pan. Las consecuencias de nuestra terrible ignorancia culinaria se hicieron evidentes cierto tormentoso día cuando José tuvo que emprender un viaje relámpago para recuperar a su amada en peligro. ¿Y qué vamos a almorzar?, clamamos. ¿Y quién nos va a cocinar? nos lamentamos. José, haciendo un gesto de fastidio que abarcó al grupo de inútiles que permanecía a la expectativa, sugirió que agarrásemos papel y lápiz. Y mientras lo acompañábamos hacia la carretera, nos transmitió algunos secretos de la cocina peruana. El ahogao es la clave, dijo. El ají colorado es la viga maestra de la cocina andina. Y el ají amarillo. Primero fríes un poco de ajo y cebolla picados muy finamente. Luego agregas unas cucharadas de ají colorado en pasta. Sazonas con sal, pimienta y comino. Y su huacatay. Esa es la base. Sobre eso puedes ponerle lo que te dé la gana. Por ejemplo un trozo de tocino para saborizar. Y luego el pan remojado en leche. Y su quesito. Y ya está tu ají de pan. Barato y llena la panza. ¿No? Y si al aderezo le zampas papa machacada y caldo de pecho tienes tu locrito. Y con carne y tomate es un estofado. Pero si te sientes con ánimo refinado entonces es el momento de mandarse con los camarones del río Ocoña que resaltan muy bien con el toque final de leche, queso, y huevo. El rollizo poeta José miró su reloj con angustia y cambió de manos el maletín de Mary Poppins que lo había acompañado en sus recorridos por Europa, Asia, África y Oceanía. Luego pasó al capítulo de los fundamentos teóricos. La cocina, como la literatura, se basa en el asunto ese de tema y variación. Las recetas, dijo, mientras alcanzábamos la carretera, son solo pautas, la partitura del músico. Un buen cocinero debe tener el entendimiento necesario para captar la esencia de cada ingrediente, y la imaginación suficiente para proyectar sus posibilidades combinatorias. Se detuvo y alzó el brazo derecho. Entonces, inspirado, empezó a recitar: La poesía y la gastronomía transforman lo ordinario en extraordinario. La poesía y la gastronomía tienen en común el que trabajan elementos esenciales, básicos, transmutándolos. Parece claro, aseguró, alzando un poco la nariz, que el surgimiento de la actividad artística y el de la gastronomía pudieron ser los factores decisivos que elevaron la existencia del hombre de un nivel esencialmente animal a otro superior. Todos lo contemplábamos, con las puntas de nuestros baratos bolígrafos apoyadas, inmóviles sobre el block de notas. Cuando finalmente un camión se detuvo dio dos súbitos pasos y se volvió para dedicar una rápida ojeada al variopinto grupo de sus amigotes. Tal vez pensaba que había gastado saliva por las huevas. O tal vez silenciosamente nos bendecía. La cosa es que cuando regresó una semana después no había ningún muerto por inanición. Sin embargo, nadie se atrevió a revelar los terribles días pasados sobre la base de la vieja dieta de tallarín con margarina.  No fue falta de disposición para el arte culinario. Fue exactamente lo contrario. Como suele ocurrir en estos casos todo el mundo se volvió de pronto excesivamente afanoso y exigente. Al final solo nos quedó el realismo.

Luego del suculento almuerzo pichicateado con picadura de rocoto dimos paso a una tertulia regada con robadas frases ingeniosas (¿La vida es un acontecimiento trágico o cómico? Respuesta: Depende de los productos químicos que estés tomando.) Y luego un rato de siesta. Y luego, más tarde, los clarines anunciaron que era hora de la excursión. Los días de invierno en la costa peruana son hermosos porque el sol no cae como plomo sobre las cabezas de los jóvenes poetas o filósofos o trabajadores intelectuales. Abrimos trabajosamente la puerta de calle e iniciamos la marcha por el sendero de tierra. Cuando finalmente alcanzamos la pista de asfalto, en pleno centro del pueblo, echamos un vistazo a una chica de rara belleza pastoril. Era una chica que estaba detrás de un mostrador vendiendo alfajores de La Curva y aceitunas de La Ensenada. Unos días antes, una hermosa mañana de julio, habíamos pasado por allí buscando cualquier cosa. Ella había aparecido bajo un rayo de luz y luego se había esfumado. Dino explicó entonces, a quien pudiese interesarle, que lo que ocurría era que el celoso progenitor la obligaba a evitar depredadores. Mejía es un pueblo donde coexisten dos grandes civilizaciones: los del pueblo y los veraneantes. Los veraneantes poseen todas las propiedades valiosas. Los veraneantes se llaman veraneantes hasta en los meses de invierno. Si cruzan los límites provinciales de Mejía dejan de llamarse veraneantes. Los del pueblo son solo los del pueblo. Nosotros no éramos veraneantes, pero tampoco éramos del pueblo.

Hubo un tiempo en que todos queríamos huir del mundanal (ruido) para alcanzar la (imprescindible) concentración. Angelita Maldonado, una querida amiga de alma estrictamente brasileña, convenció a su marido, el arquitecto Carlos Maldonado, para que nos facilitara las llaves de su casa de playa. Era un invierno muy frío pero todos aún estábamos bajo la fuerte impresión del acta fundacional de La Banda de la Existencia Más Fuerte (poco después de la etapa precursora de La Casa del Rolo).  Para evitar arrebatos bohemios y conversaciones insulsas habíamos trazado líneas limítrofes a lo largo y a lo ancho de la pequeña casa de playa. Cada uno disponía de su Underwood, de algunos libros, de un angosto catre, y de una abundante ración de papel periódico A4. La idea era escribir todo aquello que resultaba obligatorio (y solo eso.) Para alcanzar esa laudable meta sin distracciones habíamos acordado que quedaba estrictamente prohibida cualquier interacción en horas laborables. Y estaba severamente prohibido hacer ruidos corporales. Y se  censuraba (en furioso silencio) a los que preferían enredarse con la almohada (¡Atención Óscar!) Las restricciones se suspendían, sin embargo, poco después de las 7 de la noche. Era entonces el momento de fumar material alucinógeno, tomar dos o tres copas de pisco y, claro, remitir a los demás algo de la tormenta de ideas. La disciplina se mantenía con severidad solo hasta el sábado, muy temprano, justo cuando asomaban los invitados.

Aquel sábado habían aparecido por allí Willard, Marcia y sus dos avispados retoños. Con ellos llegó Misael. En aquellos tiempos una incesante migraña obligaba a Misael a lucir permanentemente una ridícula cachucha. Estimulados por un espíritu hospitalario solíamos organizar excursiones en honor a nuestros visitantes. Había una extensa playa. Había una laguna llena de patos canadienses (que se preparaban muy bien con arroz y mucho culantro.) Había espesura y lugares misteriosos. Y pocos días antes hasta habíamos descubierto una zona un tanto escondida, a varios cientos de metros de la orilla del mar. Así que todos, la tropa de escritores en retiro espiritual y el contingente de invitados, nos dirigimos hacia el  intrincado recodo. Y luego de trepar trabajosamente una alta peña alcanzamos el filo mismo de un profundo abismo. Estiré el cuello para mirar hacia abajo y escruté con cautela. Misael avanzó tranquilamente hacia el borde y, distraídamente,  preguntó: ¿Tienes miedo de morir?

Poco después, cuando declinaba el día, nos aproximamos a la primera playa. Desde lo alto de una roca gris notamos algo extraño. Los pescadores, dispersos a lo largo del litoral, bruscamente abandonaban sus tiros y, como perseguidos por el diablo, empezaban a correr. Algunos aullaban. Nosotros, siempre a la caza de algo de vida real, decidimos acercarnos y, asombrados, vimos un extraño espectáculo. Dos lanchas de motor en ruta paralela cortaban las olas con increíble determinación, rugiendo, hasta que finalmente encallaron. Se alzaron entonces gritos salvajes entre la creciente muchedumbre de pescadores. Todos se agitaban, se encendían. Un instante después, con militar precisión, aparecieron dos Jeeps luchando contra la arena, llegando incluso a tocar a un grupo de hombres de mar, que blasfemaron. La gente, con los músculos en tensión, empezó a afanarse vigorosamente con las sogas, gritando, chillando, bramando, hasta que, al fin, asomó entre las olas la red henchida de peces. En ese instante se alzó un gritó de júbilo.

Un rato después, con los ánimos ya aplacados, los voluntarios se aprestaban a recibir su recompensa de lisas o corvinillas. Y fue justo en ese momento cuando José sintió la necesidad de dirigirse a un sujeto robusto de largo cabello cano que parecía poseer alguna autoridad. Abriendo los brazos recitó: “Todo esto me recuerda una escena bíblica”. El hombre no sonrió. Nosotros no soltamos la carcajada. El pescador, quizá confundido, contempló el rostro del rollizo poeta. Y entonces, como guiado por una voz interior, dirigió sus viejos ojos hacia la palpitante red y extrajo un pescado de más de un metro de largo. “Para el frito”, dijo. 

¡Una corvina!, gritó Willard, mientras emprendíamos el regreso a la casita de los Maldonado. ¡Una verdadera corvina! Varios de nosotros nos entusiasmamos con la idea de preparar un gran ceviche pero Willard, levemente alterado, insistió en que no podíamos “desperdiciar” una corvina de esa manera. Al llegar a la casa todos automáticamente nos dispusimos a pelar muchos ajos mientras el rollizo poeta evisceraba al dignísimo miembro del reino animal. Ya algo tarde nos ubicamos en nuestros puestos en la gran mesa. José elevó algunos centímetros por encima de su cabeza la fuente de corvina en salsa de ajo y entonó:

– Dominus vobiscum... 

Todos contestamos: Et cum spiritu tuo.  



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