Una mañana fui testigo de la absoluta incapacidad de don Pepe para mentir. Estábamos en Cruz Verde cuando se acercó una persona que, tras una breve introducción, intentó comprometerlo para una reunión el viernes por la noche. El poeta, con impecable amabilidad, le informó que, por desgracia, le era imposible aceptar. El otro, renuente, preguntó por qué, si acaso tenía un compromiso ineludible. El bardo, tan barbado, fijando la mirada en la punta de su zapato, respondió: «Es que voy a viajar». —Ah —dijo el otro—, ¿te vas a Europa, Pepito? —Sí —contestó José Ruiz Rosas—, viajo para Navidad. Aquel amigo se alejó, perplejo. Yo miré al poeta y pensé en recordarle que recién estábamos en mayo, pero no dije nada; tal vez no le gustaba preparar sus maletas a última hora.
Hay ocasiones, sin embargo, en las que todos somos capaces de mentir. Pero no don Pepe. Cierto día, cuando el fenómeno de la nevada empezaba a crispar los nervios, el teléfono comenzó a sonar con estrépito. Don Pepe gritó a Ximena: «Si es para mí, di que he salido». Y con pasos rápidos abrió la puerta de calle y se paró en la vereda, en plena calle Villalba. Desde ahí vigiló a su hija y al teléfono y, cuando ella colgó, volvió a entrar a su casa y siguió con la lectura de un tomito de Francisco de Quevedo.
Don Pepe, como todo escritor, disfrutaba mucho escribiendo. Pero no solo poemas. Solía escribir carteles que distribuía por la casa. Cuenta Gloria Sanz que una tarde fue a tomar té con María Teresa, quien le contó que acababan de comprar un pequeño horno para calentar el pan. Al acercarse, vio una nota adherida a la puerta: «Por favor, manejar con cuidado este altar temporal».
En otra ocasión, en el baño, Gloria encontró otro cartel pegado a la mayólica: «A quien corresponda: tomar nota que el cepillo de dientes es de estricto uso personal».
Una mañana, mientras yo trabajaba arduamente, sonó el teléfono. Era don Pepe, que sin mayor preámbulo me preguntó si tenía problemas con la vista. Vacilando, le conté que usaba lentes desde la universidad y que, aparte de la miopía, me las arreglaba bastante bien. Algo desconcertado, pregunté: «¿Hay algún problema?» —No —dijo don Pepe—, es que estaba pensando en su apellido: Cha no ve. Y sin decir más, colgó.
Ilustración: José Ruiz Rosas por Luis Pantigoso.

