¿Cómo empezó todo este asunto?
Mi padre
solía sorprendernos por lo menos una vez a la semana. Mi padre apareció un
sábado con una colección completa de libros. Mi padre cada noche se ponía su
pijama y se rodeaba de sus cuatro hijos. Nosotros escuchábamos con los ojos
redondos hasta que él, cerrando el colorido tomito, nos informaba que la
historia continuaría a la misma hora, la noche siguiente, sobre la misma colcha
atigrada. Yo aún no había aprendido a leer. Entonces durante el día abría
cuidadosamente aquellas obras empastadas en tela y observaba los signos. Me
daba cólera no poder arrancarles su contenido. Yo quería saber qué pasó, qué
pasaba, qué pasaría. Todo de una vez.
Cuando
agotamos los diez tomos de las aventuras de Naricita
ocurrió la primera subterránea conmoción. ¿Y ahora qué? A esas alturas ya todos
habíamos aprendido a leer y ávidamente nos peleábamos por adelantarnos a la
primicia. Entonces mi padre nos sorprendió otra vez. Y ese milagroso sábado
apareció en la casa, bajo el sol, con unas revistas de historietas ocultas en
su maletín. Fue otra revelación. Las imágenes. Los diálogos. Todo ese
movimiento con simples líneas. Fue una adicción instantánea. Me pasaba la
semana esperando ansiosamente ese momento increíble cuando mi padre, bajo el sol,
aparecía con su maletín.
Pero un día
nosotros sorprendimos a mi padre. Tal vez rompimos el jarrón chino que les
habían regalado en su matrimonio. O saltamos desde lo alto del ropero al filo
del catre. La cosa es que mi viejo nos anunció la terrible sentencia: nada,
nunca más; durante los sábados ya nunca aparecerían las historietas. Y el mundo
se hizo desolado. Un erial sin esperanza. Hasta que meses después, precisamente
durante una de esas largas vacaciones de fin de año, mientras divagaba con mi
hermano en los cuarteles centrales de nuestro club, provoqué ociosamente con el
pie un pequeño derrumbe. Y entonces,
entre los trastos viejos, avisté algo que me quitó el aliento. Ahí estaban. Todas,
todas las revistas que mi padre había comprado al por mayor para regalarnos
cada sábado. Ahí estaba lo que pensé que había perdido para siempre. Y por
primera vez en mi vida sentí que me daba vueltas la cabeza. Sin duda aquel fue
el momento más feliz de mi vida. Luego, con el paso de los años, he salido
muchas veces de librerías con algo hermoso entre las manos, pero nunca, nunca la
dicha fue tan pura.
2
Me las
arreglo como puedo. Prefiero creer en la literatura no como una profesión sino
como una forma de vida. Hay que decirlo: una insensata forma de vida. Algo parecido
a lanzarse a un matrimonio con una mujer enloquecida. Una rutina de días
salvajes con emociones, con momentos inesperados. Con la terrible presión de
tener que inventar el mundo una y otra vez, cada mañana.
Algunas
veces me ha pasado por la cabeza que esto de escribir literatura es en realidad
una actividad infantil que con el paso de los años, con la llamada madurez, ha
ido mutando hasta convertirse en un engendro altamente sofisticado. Un monstruo
voraz que conspira para imponer su yugo al universo. ¿Qué hace que unas
personas bastante serias y ya mayores se dediquen a inventar historias, a hacer
juegos de palabras, a mostrarse indiscretos no solo con el prójimo, sino hasta
consigo mismos? Los arquitectos evitan que la cocina esté junto al dormitorio.
Los médicos nos obligan a vivir más de lo necesario. Los filósofos se afanan
con las preguntas. Los sacerdotes insisten en salvar (o condenar) nuestras
almas. ¿Y para qué sirven los poetas? ¿Para qué sirven los novelistas, los
pintores, los pianistas? Esa es la maravilla. Nadie sabe. Se aventuran teorías
que reiteran palabras melosas como “belleza”, “sagrado”, “origen”, “luz” “amor”.
Hay varias
propuestas. Una de ellas asume que los artistas son la expresión más elevada de
lo humano porque no sirven para nada. Voto por ésta. Después de todo el afán de
la civilización hasta alcanzar la elevada cumbre del iPad solo encuentran
sentido dentro de su propia lógica. O sea simple pendejada. Somos ficción de pies a cabeza (emocionante
ficción con clímax y anticlímax, con exposición nudo y desenlace). Somos nada y
vamos hacia nada (lo que hay en el medio es únicamente un intrincado garabato
lleno de colores y emociones, letras, ruidos, y un travieso tic-tac hacia el
fondo del pasillo). Pero el problema con la nada es que está repleta. La nada
tiene ojos y pestañas y nos hipnotiza. Por eso todos los artistas del mundo se
lanzan contra sus instrumentos de trabajo para producir contenido, para
inventar la posibilidad, para impugnar el escándalo de lo sin nombre, de lo sin
forma, de lo sin sentido. Porque por uno de esos inexplicables incidentes
cósmicos el artista es un pequeño monstruo que ha quedado atrapado en el
momento de nacer. Y la capacidad de sorpresa es entonces la reproducción de ese
chillido o gemido o lo que sea que lanzamos al surgir de entre las piernas ensangrentadas
de la madre. Ese grito con cara arrugada y empapada.
3
Ahora comprendo
que cuando me inicié no sabía que me estaba iniciando. Simplemente algún
misterioso accidente me obligó a llevar el juego hacia una nueva frontera.
Empecé a creer que el juego era la verdadera realidad, que cuando no estaba
jugando estaba simplemente en el intermedio (para tomar la sopa). Luego, cuando un mal día decidí que no era
del todo absurda la idea de convertirme en escritor eché una mirada a los
diversos procedimientos y técnicas con aburridos resultados. Fue ahí cuando
comprendí que a diferencia de los médicos, los arquitectos o los economistas
los poetas no podemos simplemente adquirir conocimiento y aplicarlo. No. La
clave para que haya diversión (y luz, y belleza y origen) es que “hagamos de
cuenta” que todo empieza cuando uno escribe que todo empieza. O sea hay que
darse el trabajo de inventar el universo cada mañana. Hay que invocar lo
sagrado (de las musas) con el sucio truco de cerrar los ojos y alzar la nariz
hacia lo alto.