miércoles, diciembre 26, 2018

Esta perpetua inminencia del futuro



Hasta el siglo XX era natural que una generación pudiese disfrutar de largos años de estabilidad entre época de cambios. En el nuevo siglo la estabilidad raramente se extiende más allá de algunos meses. Hasta el siglo XX la estabilidad se amoblaba acumulando cosas que duraban mucho tiempo: libros, discos, cámaras fotográficas, hermosas máquinas de escribir. Hoy ese acopio produce frustración porque el material coleccionado solo puede ser consumido parcialmente antes de ser reemplazado. Los de las generaciones anteriores provenimos de la escasez endémica. Hoy vivimos en una época donde el tránsito es el estado natural y la estabilidad es la excepción: eso exige una actitud mental extremadamente flexible y una vocación por el vértigo.
Las sorprendentemente agresivas campañas por la revaloración de las tradiciones que aderezan estos tiempos no son otra cosa que la nostalgia por la perdida estabilidad. A pesar de que a primera vista las ensoñaciones medievales que combaten todo lo novedoso resultan paradójicas en este siglo tan superado, una mirada más atenta hace visible su dramática coherencia. La desesperación por la vuelta al pasado es un impulso primario y hasta estúpido, pero encuentra una explicación ante la ya patológica dificultad para encontrar algo de estabilidad. Porque la adictiva excitación por la novedad no elimina la angustia por un tiempo presente demasiado fugaz, por una perpetua inminencia del futuro. Tenemos que reconocerlo: más allá de nuestra juvenil voracidad, en lo más hondo, lo que ansiamos es un momento de silencio. Un largo momento en el que todo esté tan equilibrado que no se mueva. Un instante que parezca el definitivo. La tan antigua y mítica añoranza por el cero absoluto.
Ilustración: Carlos Runcie Tanaka.

martes, diciembre 18, 2018

La cruel filosofía de olvidarte


Hubo un tiempo en que una hermosa forma de vivir consistía en engordar la biblioteca personal. Uno merodeaba por las librerías y luego regresaba a la casa sintiéndose poderoso. Ese júbilo, sin embargo, no era demasiado virtuoso. Todo lector tiene algo de cazador. Leer es una forma de vivir. Leer tiene algo en común con el amor, porque nos permite salir de la prisión (del ser). Transformar nuestra geografía interior. Por eso la alegría del lector es con frecuencia un tanto expansiva. Y no es raro que este mencione, a quien pueda interesarle, los párrafos que ha subrayado, los hallazgos, las inflexiones, la experiencia con las páginas finales. Declama, incluso, algunas citas que laboriosamente ha copiado en una base de datos. Cosas no necesariamente admirables, pero que le han llamado la atención por su sonido, por la distribución de las palabras, o simplemente por algún giro desconcertante. Y de esta manera, poco a poco, mes a mes, año a año, las paredes de su sitio se van llenando de libros muy sobados.

Pero los libros no lo son todo. El lector suele amar también la música y el cine. En los viejos tiempos era complicado conseguir cualquier cosa. Pero con el desembarco de la era digital llegó la gloriosa hora de la replicación. Eso trajo algo trascendental: la posibilidad de acopiar casi todo con lo que alguna vez habíamos soñado. Y entonces los discos duros empezaron a henchirse (con música, con películas, con libros). ¿El paraíso? Sin embargo ocurre que todas esas gigas repletas resultan ahora algo irrelevantes. ¿Para qué escarbar en nuestros archivos si podemos escuchar lo que nos dé la gana en sitios como Spotify y ver lo que necesitamos en Netflix y sitios de descarga? Lo que queda claro es que, tristemente, ya no podemos relamernos con el simple placer del avaro que cada noche repasa sus tesoros.
Con los libros ocurre algo incluso más chocante. Los libros, la biblioteca personal, han sido siempre sagrados. Incluso los que no leen los mencionan entre las cosas simbólicamente venerables. Recuerdo que un tío cada semana solía comprar religiosamente un tomo precisando que eran para su jubilación. Toda la inquietud y todos los sueños de su vida se levantaban con la esperanza de alcanzar el merecido descanso rodeado de perfectas provisiones. Por eso cuando ahora se habla de la muerte del libro el escándalo parece mayor. Pero el libro no solo no está muriendo sino está experimentando un fenómeno similar al de la música y el cine. Nunca antes en la historia, gracias a los formatos digitales, ha sido tan grande la cantidad de libros (y fotografía y música y pintura y cine) disponibles. Pero ahora su física posesión se ha vuelto irrelevante. Eso, sin duda, es una pena para los que amorosamente habíamos forjado una respetable biblioteca personal: ya no podremos encontrar la paz (si es que existe alguna paz en el universo) apaciblemente confortados por el testimonio físico de los estantes repletos.




lunes, diciembre 10, 2018

Dios es el más popular (de los personajes literarios)



La razón por la que la mayor parte de la humanidad profesa alguna fe religiosa es porque la religión es el más poderoso de los recursos terapéuticos presuntamente gratuitos. Si te hace bien inventar una historia para no sentirte desamparado frente a todo lo inexplicable, ¿quién soy yo para denunciarte? El fundamentalismo, sin embargo, se da cuando los fieles devotos tergiversan la terapia convirtiéndola en instrumento de una peligrosa simplificación donde todo está en blanco y negro, y todo está maravillosamente resuelto. El fundamentalismo cree que existe la certeza absoluta y eso es algo objetivamente anclado en la zona del delirio. Quieren que todos piensen como ellos. Quieren responder todas las interrogantes con las visiones de su mente afiebrada. Ciertamente vivimos angustiados por la necesidad de respuestas, por eso las inventamos, pero parece saludable no dejarnos embaucar por nuestras propias mentiras. Si alguien me pregunta me atrevería a decir que el único indicio de lo absoluto que hay en lo humano es eso que tenemos en la punta de la lengua.
Harold Bloom aseguraba que el primer genio literario fue una mujer llamada Betsabé. Sugiere que fue ella la que escribió los tres primeros libros de la biblia (Génesis, Éxodo y Números) y que su retrato del Dios llamado Yahvé es apasionante por contradictorio y caprichoso. Sugiere que miles de millones de personas seguidoras de las tres principales religiones han adorado y continúan adorando a un personaje literario. Si seguimos esta tentadora línea de pensamiento podríamos fácilmente llegar a la conclusión de que la ficción es una actividad consustancial a lo humano. Ficcionalizar es una manera de entender lo que no entendemos. Bloom asegura que una obra maestra nos hace sentirnos extraños en nuestro propia casa. Es decir que afecta la idea de lo que es nuestra propia casa, no aleja de la certeza y nos ubica una vez más en la zona del asombro, y ese asombro es evidencia de una espacio mayor, un lugar que contiene todo lo que no entendemos. Resulta entonces que nuestro hogar era más grande de lo que pensábamos.

miércoles, diciembre 05, 2018

¿Se gana mucho dinero con la poesía?



Como es de conocimiento público la actividad de poeta no ofrece abundantes beneficios. Simplemente no hay dinero de por medio. Por otro lado, la embriaguez de poder es imposible, porque nadie acata ordenes del género lírico. Lo que si parecen apreciar los bardos es la bendita fama. Y eso tiene sentido ya que el viejo Woody asegura que la masturbación es legítima, porque es sexo con alguien que uno ama.
¿Pero qué piensan los poetas en su lecho de muerte? ¿Valió la pena ser clasificado con los demás monstruos de la sociedad? ¿Escribir EL POEMA es la meta que lo justifica todo? No creo. Especialmente porque la verdad es que a pesar de lo que afirman los optimistas nunca nadie ha escrito EL POEMA. Los grandes poetas se han acercado, es cierto, pero es imposible triunfar en la profesión de poeta. Especialmente porque la poesía no es una profesión. La poesía es una aventura. ¿Dónde está entonces la felicidad de los poetas? Algunos piensan que son como esos pastorcitos que vieron a la virgen y que cada nuevo día se avivan con la esperanza de volver a ser bendecidos. Tal vez. Pero lo que si parece claro es que la emoción es lo interesante en este arduo oficio. O sea la dicha está no tanto en el poema final, sino en el ejercicio de la cotidiana caligrafía tratando de hilvanar alguna expresión valedera ante todo ese pasmo. Porque no se puede ser poeta a ratos. Aunque a ratos no se puede ser poeta.

viernes, noviembre 30, 2018

La urgencia de alterar la maldita geografía



¿Por qué el amor preocupa tanto a los cantantes y a los constructores de versos? Un tema que ha escapado al ojo avizor de los teóricos de la conspiración es que todo el mundo sufre de claustrofobia. Se ha demostrado, además, que el amor es el recurso favorito de los que quieren escapar de sí mismos. Es por eso que hasta el 51 por ciento de los poemas escritos se han arrebatado con este radiante misterio. Y todo el que ha experimentado este particular estado mental sabe que el amor es una actividad parecida a la de los exploradores que quieren descubrir continentes para alterar definitivamente toda la geografía. El amor se reduce entonces a una cosa: uno que siempre ha vivido aquí de pronto siente una imperativa fuerza magnética que lo obliga a salir de aquí e ir hacia allí. Justo ahí.
Fragmento de texto leído en el Hay festival Arequipa 2018.

viernes, noviembre 23, 2018

Qué diría si alguien pregunta




Como solía asegurar Alfred, la acción sucedió en ningún sitio, es decir en Arequipa. Arequipa era una provincia más remota de lo que es hoy, y uno dedicaba buena parte del día a saludar a los transeúntes. En aquellos tiempos todos solíamos beber abundante pisco adulterado en mesas de formica celeste. Yo era muy dado a la euforia y siempre, siempre, patrullaba con un folder de poemas recién cosechados. Sin duda era un tipo fastidioso, porque me metía en el papel de poeta joven y lanzaba los poemas sin provocación previa, en voz muy alta, llevando el ritmo con la mano derecha. Hasta que un día, no sé por qué, una chica hizo la pregunta: ¿Cuándo empezaste a escribir? Aparentemente yo había esperado años a que alguien formulase esa grave interrogante y tenía la respuesta ya mecanografiada. Creo que dije algo sobre mi vieja Underwood y sobre el mundo desolado y aquello de solo la poesía y nada más que la poesía.
Esa fue la primera vez que advertí que la gente tenía una especial predilección por la mentira. Pero, ¿qué es lo que debía haber respondido? ¿Empecé a escribir porque había una preciosa chica en la calle La Merced? ¿Empecé a escribir porque quería explorar los límites del lenguaje humano? ¿Empecé a escribir porque un día sentí que mi mano vibraba inconteniblemente? En realidad, si es obligatorio ser fiel a la verdad, empecé a escribir porque la poesía es una ambición. Una pura y simple ambición.

Ser salvaje era algo que estaba muy de moda en los años setenta. Ser salvaje y ser joven era la manera de estar en la onda en aquellos remotos tiempos. Y ser salvaje y ser joven y pertenecer a una manada era algo que parecía obligatorio. Por esa razón los poetas creían necesario institucionalizarse lanzando revistas y manifiestos bajo alguna etiqueta resonante. Si bien mis amigos y yo fuimos culpables de publicar la revista Ómnibus y algún travieso manifiesto, lo hicimos impulsados por un ritual que era simultáneamente afirmativo y negativo. Porque ya en aquellos remotos tiempos adivinábamos que la fiesta, la ironía y el humor, pueden perfectamente rimar con el furor, la ira y las diversas formas de la acción. 

Fragmento de texto leído en el Hay festival Arequipa 2018.

miércoles, octubre 17, 2018

Todo sitio es a veces ningún sitio



Juan Carlos Belon es un fotógrafo con firmes raíces en el sur del Perú y parte de Chile. En 1966 asistió, en uno de esos cines de provincias, a una función de Blow up, del legendario cineasta Michelangelo Antonioni, en ese momento empezó una relación con la fotografía que le duraría toda la vida. En 1981, en compañía del recordado pintor Choclo Ricketts, abordó un viejo vehículo acondicionado para soportar las desiguales rutas hacia lo profundo del Perú. La expedición artística duró meses, y fue el germen primordial para experiencias similares en la India, Japón y el continente americano.
Afincado desde hace décadas en Europa, Belón se formó estudiando a maestros como Walker Evans Robert, Frank, Miroslav Tichy, Frantisek Drtikol, Bernard Plossu, Willian Eggleston y Ed Ruscha. A fines del siglo XX regresó temporalmente a Arequipa y, bajo la influencia de los Encuentros internacionales de la fotografía de Arles y el Mes de la foto de París, organizó la primera bienal de fotografía del Perú. Su trabajo ha sido expuesto en galerías de Europa y América y ha participado como expositor en eventos de investigadores de las artes visuales.

Algo curioso en el trabajo de Belón es el evidente contraste entre sus recurrencias temáticas. Por un lado las despojadas composiciones libres de miembros de nuestra especie y por el otro una penetrante vocación de retratista. Quizá la tensión entre la presencia y la ausencia es el eje sobre el que evoluciona la búsqueda de este fotógrafo. Su serie de retratos de poetas de la segunda mitad del siglo XX fue difundida, con la dosificación que marcaba la partida de dichos bardos, llamando la atención por su coherencia. Sobresalían ahí un Washington Delgado firmemente adherido a su silla en el centro de una arquería de sombras, y un José Ruiz Rosas en la más reflexiva versión de un claroscuro. Pero es en la impresionante galería de ancianos del asilo Lira, que se exhibe en esta muestra, donde Belón maneja con lente inquisitivo la densa presencia de aquellos vecinos de la muerte. Belón no intenta una exclamación visual ante los rescoldos del gran fuego sino que observa, con impertérrita curiosidad, a esos que ya están en tránsito hacia la ausencia.
En el resto de su obra hay muchas fotos de calles o de espacios humanos abandonados. En las grandes urbes, donde todos los seres mutan hacia la fugaz forma de un transeúnte, Belón opta por capturarlos de espaldas, esencialmente anónimos, desprovistos de alguna solícita existencia. Y el asunto es verdaderamente radical en su serie Paisajes peruanos. Un aeropuerto abandonado, una carretera que desaparece tras una curva, una hilera de casas que son solo fachadas que maquillan el vacío. La desaparición de los humanos es unicamente alarmante cuando ha quedado una huella -un vestigio- de esa misteriosa presencia. Con aérea lucidez Juan Carlos Belón reflexiona en gran parte de su obra sobre la esencial contingencia de eso que llamamos lo humano.

En los últimos años Juan Carlos Belón se ha orientado a explorar el fenómeno del tiempo en la fotografía. En reciente entrevista asegura que su misión es dejar trabajar el tiempo invisible en el espacio de la mirada. Una imagen fija -una fotografía- atrapa un instante y lo encierra en una composición hecha de intención y estilo. Pero nadie puede triunfar contra el tiempo pues este persiste e insiste, y en su serie Entre temps Belón impugna el concepto mismo de capturar el instante, de congelarlo, de confinarlo a un formato específico. La consecuencia natural de esto es su deriva hacia la secuencia de tomas, tratando de convocar al tiempo interno de las imágenes o, como él afirma, reactivar los tiempos particulares de cada momento.

La basura de uno es el tesoro de otro, dice con crudeza una frase popular. Pero a veces la basura de uno es el tesoro de uno mismo. Es cosa de cambiar de lente y de dejar fluir un poco el calendario. Si bien reciclar es uno de los signos de la perdida de la inocencia que caracteriza al arte moderno, el pastiche, los remakes, y todo segundo uso suele encontrar su dinámica con el motor de la ironía. Pero la introspección de Juan Carlos Belón -el sumergir la nariz en el archivo personal- no está tocado por el signo afirmativo del que repasa lo usado como algo concluido, -como momentos simplemente postergados-, como quien hace una simple evaluación, sino que, en un arrebato de negación de la frivolidad de narciso, escarba buscando algún viejo error que lo conduzca a una novísima revelación. Parte sin duda de la idea de que lo imperfecto, lo desechado, posee una belleza que solo es posible desarrollar con una segunda mirada. Y es la multiplicación de esta segunda mirada lo que le permite a Belón realizar un trabajo abierto a la densidad, deliberadamente de espaldas a la espontaneidad.
La exposición en el Centro Cultural Inca Garcilaso que se inaugura el 8 de noviembre es una excelente oportunidad para poder ubicar apropiadamente la obra de este interesante fotógrafo peruano radicado hace décadas en Marsella.

viernes, septiembre 28, 2018

El cepillo de dientes, el horno y el teléfono estridente



Una mañana fui testigo de la absoluta incapacidad de don Pepe para mentir. Estábamos conversando cuando se le acercó una persona que, luego de una corta introducción, intentó comprometerlo para una reunión de viernes por la noche. El poeta, con impecable amabilidad, le informó que por desgracia le era imposible aceptar. El otro, renuente a soportar un no, le preguntó que por qué, que si tenía un compromiso ineludible. El bardo tan barbado, fijando la mirada en la punta de su zapato, dijo: Es que voy a viajar. Ah, replicó el otro, ¿Te vas a Europa, Pepito? Sí, contestó José Ruiz Rosas, viajo a Europa para la navidad. Aquel amigo, entonces, se alejó perplejo. Yo miré al poeta y pensé recordarle que recién estábamos en mayo, pero no dije nada, tal vez no le gustaba preparar sus maletas a última hora.

Hay ocasiones, sin embargo, en las que todos somos capaces de mentir. Pero no don Pepe. Cierto día, en el que el fenómeno de la nevada empezaba a crisparle los nervios, el teléfono empezó a timbrar con estrépito. Don Pepe gritó a Ximena: ¡Si es a mí di que he salido! Y con rápidos pasos abrió la puerta de calle y se paró en la vereda. Desde ahí vigiló a su hija y al teléfono y, cuando ésta colgó el aparato, volvió a entrar a su casa y seguió con la lectura de un tomito de Francisco de Quevedo.

Don Pepe como todo escritor, disfrutaba mucho escribiendo. Pero no solo poemas. Solía escribir carteles que distribuía por la casa. Cuenta Gloria Sanz que una tarde fue a tomar té con María Teresa y ésta le dijo que acababan de comprar un pequeño horno para calentar el pan. Al acercarse vio una nota adherida a la puerta: “Por favor, manejar con cuidado este altar temporal”.
En otra ocasión, en el baño, alguien encontró otro cartel pegado a la mayólica: “A quien corresponda: el cepillo de dientes es de uso personal”.


Una mañana en que estaba trabajando arduamente sonó el teléfono. Era don Pepe, que sin mayor preámbulo me preguntó si yo tenía problemas con la vista. Vacilando le conté que usaba lentes desde la universidad y que aparte de la miopía me las arreglaba bastante bien. Algo desconcertado, pregunté: ¿Hay algún problema? No, dijo don Pepe, es que estaba pensando en su apellido: Cha no ve. Y colgó.


Ilustración: José Ruiz Rosas por Luis Pantigoso.

miércoles, agosto 29, 2018

José Ruiz Rosas (1928- 2018)



COMO casa póstera quiero
un sitio pequeño en que exista
—solaz del espacio y la vista—
retama, jazmín, limonero.
Dijeran jardín extranjero
mas no importará: se conquista
la tierra total, no la pista
donde se extravía el sendero.
Y desde allí, ya sepulto,
se distribuirán mis tejidos
hacia lo total de este bulto.
Se dilatarán mis quejidos,
quedo resplandor del indulto,
entre los demás seres idos.
Nota: este poema escrito en Arequipa por José Ruiz Rosas fue incluído en el libro Dobles, de 1971.
Nota 2: Puede consultarse un par de textos sobre mi entrañable amigo haciendo click aquí y aquí.

lunes, agosto 20, 2018

Hábitat natural


Cuando Atahualpa Rodriguez escribió "yo no he nacido peruano; yo he nacido arequipeño" estaba poseído por la ebriedad del romanticismo. Pero el orgullo regional o nacional no es una virtud. Sentir amor por lo propio es natural, pero hacer de eso un culto nos lleva a distorsionar la realidad. Arequipa es una ciudad que tiene un enorme conflicto de identidad porque la atormenta ser una simple provincia. Arequipa piensa secretamente que debería ser la capital de un país, pero como eso es imposible, opta por refugiarse en la soberbia de la singularidad.  Arequipa es la capital de un país imaginario. Ese país es telúrico, sus calles irradian una sólida belleza, su música es rústica y emotiva, su gente tiende a ponerse filosófica a causa de un capricho atmosférico, y es ahí, solo ahí, donde se puede comer el mejor chupe de camarones del planeta. Y, por supuesto, hasta es posible tramitar un pasaporte de la Republica Independiente de Arequipa.

Ilustración: Alfredo Chanove.

viernes, agosto 17, 2018

El silencio del decir


Fue diagnosticado con agorafobia. Esa condición lo obligaba a disfrutar del confinamiento. ¿Era un prisionero? Quién sabe. En su juventud se dejó llevar por la idea de que una persona normal debe mantener una activa vida social. Este mundo considera lo gregario como algo no solo prestigioso, sino incluso indispensable. Finalmente optó por resignarse frente a la fuerza gravitatoria y se confinó a sus habitaciones. A partir de ese instante sus eventuales y obligatorias incursiones en el mundo exterior le resultaron doblemente desconcertantes. Sin embargo, y tal vez precisamente por esto, sus días en la extrema soledad empezaron a florecer en intensidad y plenitud. La dicha es un arbusto que da flores pequeñas pero de colores profundos.
Una enfermedad es una dolencia cuando se asume como una circunstancia adversa. Cuando la enfermedad se revela como lo correcto, entonces deja de ser una enfermedad. El egocentrismo transmuta en lógico todo lo patológico. La palabra caos adquiere, en un destello, un novísimo significado.


Ilustración: Alan McDonald.

viernes, julio 06, 2018

Fútbol



El fútbol no es cuestión de vida o muerte; es mucho más que eso.
Bill Shankly

Cuando el equipo gana ocurre algo geométricamente opuesto al dolor
La dicha del ganador es interesante
Los brazos se extienden inventando el signo de algún absoluto
(Y frente a tanta luminosidad es inevitable la ceguera)
El punto más alto de la felicidad es una circunferencia perfecta
De fuego
El punto de la felicidad sucede cuando se alcanza algo difícil
Algo que coquetea con lo inalcanzable
En cierta ocasión un jugador de tenis le ganó a un sujeto legendario
El campeón del mundo
El jugador (cuyo nombre he olvidado) gritó:
¡Es imposible!
¡Es imposible que yo le haya ganado!

Pero cuando se pierde el dolor es insoportable
El desconsuelo del perdedor es considerablemente interesante
El instante que sigue a la derrota es grandiosamente dramático
Porque perder es vitalidad que se ha ejercitado con tajante esterilidad
Infructuosamente
(Al día siguiente se dirá siempre que no fue infructuosamente)
Pero perder es la demostración de que todo es potencialmente letal
Perder es comprobar que solo somos lo que somos
Algo  tan débil y pequeño como nos temíamos
Por eso cuando caemos frente a la verde inmensidad
Es imposible evitar ese asunto de las lágrimas


Ilustración: Sigmar Polke. 

lunes, mayo 28, 2018

La Champions 2018/ Final



El coro entonaba
Como inculca el folklore del Liverpool
La iglesia protestante
El rojo sobre rojo de los hooligans
Repentinamente la diosa cegó al arquero Karius
Y la punta del borceguí de Benzema espoleó aquel balón
El árbitro pitó el final y el arquero perfiló su estampa pálida
Se dirigió a la hinchada
Juntando ambas palmas
Forgive me
Please forgive me


Ilustración: Julio Arriaga.

miércoles, mayo 23, 2018

Philip Roth/El teatro de Sabbath/p. 483/



Un argumento de la existencia de Dios son los orgasmos
(Que bailan en la cabeza de un alfiler)
La madre del microchip
El triunfo de la evolución
(Junto con la retina y la membrana timpánica)
La maquinaria de su éxtasis habría deslumbrado a Tomás de Aquino
(Si este hubiera sido capaz de experimentar su economía)
Usted (sí, usted) podría desarrollar algo similar
En medio de la frente
(Como el ojo del cíclope)
¿Para qué necesitan joyas las mujeres?
¿Qué es el rubí?
Y eso está ahí por ninguna razón
(Solo por la razón por la que está ahí)
No para que corra agua a su través
No para diseminar simiente
Un clítoris siempre incluido en el paquete
(Como el juguete en el fondo de la vieja caja de corn flakes)
El más simple regalo de cualquier Dios
(Y las chicas aclaman a su Hacedor)

(Un ser con auténtica debilidad por las damas)

sábado, mayo 19, 2018

El asesino

Sentí el impulso de saltar hacia adelante y sacudir, patear, destrozar. Los días pasaban como pasan los días. Con incidentes. Llenos de crímenes obligatorios. Y tal vez es imprescindible actuar porque alguna gente contiene un código potencialmente peligroso. O quizá alguien en lo alto de un edificio decide alcanzar “el voluptuoso coronamiento de ser a la vez víctima y agresor”. Hay amplios catálogos para toda ferocidad. Y todo ocurre en un día cualquiera, mientras las multitudes transitan con los periódicos extendidos. Y las horas de sus vidas, “en sus pequeños ataúdes”, van flotando detrás de cada individuo. De todos. Malditos criminales. Y yo estaba ahí, esperando como siempre. Persistiendo. Porque somos organismos tachonados de reflejos condicionados y el más importante de todos es uno que se refiere a la afirmación. Es un comando que dice: ¡Sigue! Y hay un mandamiento que ordena: ¡No matarás! Por eso cuando estuve seguro que aquel individuo jamás volvería a deambular en estado de gracia por las calles de Arequipa sentí desazón. Luego de dar un paso adelante se enciende una luz de emergencia. No hay nada más torturado que el corazón de un asesino. Más allá de los límites hay (siempre) un territorio alumbrado por un sol rojo.
Pero de pronto vislumbré que (en cierto modo) ese sujeto no era otro sino alguien que pesaba lo mismo que yo, que medía lo mismo que yo, que comía malaya frita y sarza de tolinas (lo mismo que yo). Ese alguien era alguien caído accidentalmente desde otro anillo de la intrincada geometría de las variaciones. Tal vez (entonces) la lucha clásica contra nuestros enemigos no es más que una licencia poética.
-¿Fue (entonces) un error realizar lo ineludible?
Ilustración: Blinky Palermo composiction with 8 red rectangles.

viernes, mayo 11, 2018

La leyenda de Edmundo de los Ríos II






En Arequipa no paraban de hablar de un tipo flaco que había sido galardonado en Cuba y México. Juan Rulfo le había dedicado una frase ígnea: Con Edmundo de los Ríos se inicia la literatura de la revolución. En todos los cenáculos culturales de los años setenta se hablaba y hablaba. En Arequipa los sitios eran tres. En primer lugar estaba El Capri, un bar restaurante que Guillermo Mercado había consagrado. Las diarias conversaciones eran cívicas y los mozos distribuían tacitas de café y, solo para los más peligrosos, vasos con una dosis precisa de pisco con vermuth. Tengo entendido que Edmundo de los Ríos solía atusarse el bigote en una silla contigua a la de Guillermo Mercado. El segundo lugar que imantaba intelectuales era la casa de don Pepe Ruiz Rosas, en la calle Villaba. Fue probablemente ahí donde me presentaron al novelista. La casa de don Pepe era el lugar donde cada 14 de mayo se podían encontrar los miembros de todas las generaciones. Una pierna de cordero al romero salía del horno en un momento de jolgorio, y Edmundo de los Ríos alzaba su tinto soltando exclamaciones. El tercer lugar  era donde los debates filosóficos alcanzaban conclusiones universales. En realidad el tercer lugar no era un lugar sino varios: en la plaza de armas estaban el Far West y el Room dairy. Cerca de ahí El Barcelona. Y al final de la calle Mercaderes El Bangú y el Todos Vuelven. Salvo el Far west todos eran bares con mesas de fórmica. El Far West se distinguía porque era un salón de té europeo que incluía sillas vienesas, posters de Pan-Am, y una anciana suiza muy malgeniada. Los otros bares eran  lugares de belleza puramente interior. La épica y la lírica, la cerveza arequipeña y los piscos adulterados conspiraban para generar una hermosa euforia provinciana.
Edmundo de la Ríos tenía un sentido del humor de espadachín. Literalmente. Cuando la argumentación se empantanaba alzaba la nariz y retaba a un duelo justo al eventual discutidor. Edmundo era flaco y de piernas muy largas y solía entonces alzar sus grandes zapatos. Normalmente nadie quedaba demasiado herido porque el impacto solía ser controlado (y porque el resto de celebridades insistían en armisticios). Pero en cierta ocasión, en el Capri, nada menos, un poeta de saco y corbata se levantó indignado y desapareció. Cuando todos ya habían recobrado la alegría el poeta empujó la puerta batiente y esgrimió su Colt 45.
Edmundo de los Ríos leía muchísimo. Siempre aparecía con un libro entre manos y, con voz devota, recitaba los pasajes más brillantes, esos que valían no solo como letra, sino también como música. Cuando pasaba las páginas parecía que las acariciaba. Pero no solo amaba los innumerables libros que tenía, sino que codiciaba los que no poseía. Recuerdo que al visitar mi biblioteca se encaprichó con Literaturas germánicas medievales, un librito de Borges que yo había conseguido en tapa dura. Me ofreció a cambio una botella de ron Pomalca y, como bonus, La Torre de las paradojas, de César Atahualpa Rodríguez.   Luego, por alguna razón, me persiguió durante semanas para convencerme de que le venda la Fenomenología del espíritu, de Hegel, libro que, como todo el mundo sabe, está infectado por el oscurantismo retórico.
Edmundo de los Ríos escribía mucho. Viajaba intempestivamente, se paraba en la Variante de Uchumayo y trepaba al primer camión. Los choferes se entretenían contándole su vida y, en cierta época, anunció oficialmente que sobre su escritorio bullía una novela sobre camioneros. De esta manera Edmundo recorrió la Panamericana buscando sitios para levantar su campamento. Recuerdo que contó los detalles de su larga estadía en una caleta de pescadores donde escribió mucho y se hizo marinero.
Una mañana regresó de uno de sus viajes con el manuscrito de Los locos caballos colorados. Era un montón de páginas escritas en papel biblia llenas de garabatos. Me dijo que podía echarle un vistazo pero que, lamentablemente, no podía dejarlas a mí cuidado por más de 10 o 15 minutos. Quizá media hora. Es que su obra estaba siempre en progreso. No acababa de escribir algo, cuando ya estaba viendo otra posibilidad. Y la cosa era complicada porque este libro estaba escrito en un lenguaje que él había inventado en noches estrelladas. Un lenguaje con una extraña gramática que seguramente se usaba regularmente en un universo alternativo, en uno de esos mundos con personajes de rostros afilados. No sé, pero las pocas páginas que me fueron permitidas me dejaron una fuerte  impresión. El narrador parecía usar el castellano con deliberada torpeza, como un pintor vanguardista que está ya harto del trazo virtuoso. Me di cuenta entonces que Edmundo era el escritor más extraño de la literatura peruana. Y eso es algo en un  territorio donde proliferan los tipos raros.
Se afirma que hay espíritus que pertenecen a otras épocas, a otros mundos, pero en el caso de Edmundo de los Ríos otras épocas y otros mundos de apiñaban dentro de su flaca anatomía. A  veces, por ejemplo, él era un penitente medieval. Recuerdo que cierta mañana fui a visitarlo y lo encontré con la cabeza rapada. Parecía que alguien, con un cuchillo herrumbroso, le había cortado, mechón a mechón, su negra cabellera de cacique. Era, sin duda,  el condenado que se preparaba para la hoguera purificadora. No me contó nada particularmente esclarecedor, pero pude entender que en ocasiones visitaba el infierno. Edmundo, sin embargo, era también un maestro renacentista. Luego de renunciar a un cómodo puesto gubernamental se confinó en una pequeña habitación muy cerca del río, en el barrio de Vallecito, ansioso por trabajar con Los locos caballos colorados. En esa habitación recibía regiamente a sus invitados. Las cuatro paredes estaban cubiertas de libros y, en  los lugares libres, acomodaba su preciosa colección de objetos litúrgicos. Digo litúrgicos porque cada cosa -una pipa, la mano derecha de un cristo de madera, un tenedor decimonónico, el fragmento de un huaco prehispánico-,  se transformaba entre sus largos dedos en algo intransferible, perfectamente singular. Coleccionaba también, claro, objetos redundantes, como un cáliz consagrado, una mitra arzobispal y hasta algo que parecía un báculo. Pero su tesoro más preciado era la llave de la catedral. La leyenda cuenta que Edmundo iba cada día a la plaza de armas a tomar sol, a pensar, a imaginar el fusilamiento de Felipe Santiago Salaverry, la asonada del 50, el idéntico tránsito peatonal de los hermanos Vargas. Se sentaba en una de las viejas bancas y dejaba pasar las horas vigilando, de cuando en cuando, el abaleado reloj de la torre de la catedral, mientras tomaba notas en su ajada libreta con tapa de cuero. En esas estaba cuando vio que el padre Coca-Cola, un sacerdote que no sobrepasaba el metro cincuenta y que se afanaba como sacristán, llegó hasta el gran portón del templo y, luego de trabajosa maniobra, consiguió abrirlo y desaparecer. Pero el ojo de águila de Edmundo notó algo. El diminuto clérigo había dejado la llave olvidada en la cerradura. No lo pensó dos veces y con sus largas piernas huesudas avanzó con rapidez. Su corazón, no más grande que el puño de su mano derecha, latió con inusitada violencia. Tal vez se contemplaba a sí mismo observando aquel objeto. Tal vez se asombraba por el extraño curso de los acontecimientos. Tal vez se preguntaba qué quería Dios. El asunto es que con un movimiento lleno de gracia arrancó la enorme llave del viejo portón y la escondió en el fondo de su largo gabán. Y se dirigió a su casa iluminado por una sonrisa gigantesca. Parecía haber olvidado incluso que no hay llave que abra el paraíso en este viejo valle de lágrimas.

sábado, abril 28, 2018

Wiñaypacha



Tres son las tentaciones en las que no cae Oscar Catacora haciendo posible que su película sea un verdadero logro cinematográfico. En primer lugar ésta simple historia de amor y desamparo podría fácilmente haber sido mancillada por el melodrama en busca de la emoción fácil. Pero no, el fuerte juego de sentimientos es manejado con trazo limpio. En segundo lugar el paisaje, de cruel esplendor, sin duda es un protagonista principal, pero el director mantiene el control, y solo abre la cámara para alcanzar la precisa dosis de belleza.  En tercer lugar el tema. Ciertamente hay espacio para una lectura sociológica y antropológica y hasta ideológica, pero esa mirada dejaría de lado lo más importante. Esta cinta tiene potencial universal porque el director la ha compuesto con una intensidad que nos remite a cosas como el destino, la fatalidad, y el sordo desamparo que es el escenario del discurrir de la vida. Con un lirismo estoico, Oscar Catacora ha realizado con enorme sensibilidad y pulso firme una tragedia  que apunta hacia lo más hondo.

martes, abril 17, 2018

Un martes 11



Era un joven ejecutivo de gestión de capitales. Estaban en su luminosa oficina del piso 77. Leía con voz clara y vibrante poemas de William Carlos Williams. Leía recostado en un cómodo sofá con el pantalón en las rodillas. La mujer era hermosa y la cabellera ensortijada brillaba en su negro azabache mientras le lamía los testículos. Cuando el ejecutivo se dejó llevar por un énfasis retórico, ella llenó golosamente su boca untada de rouge. Ya casi habían acabado de disfrutar los delicados poemas de William Carlos Williams cuando el hombre alzó la vista por encima del borde del libro y vio el enorme Boeing 767 que seguía una ruta de colisión hacia su amplio ventanal. Soltó una exclamación (y ella tragó todo lo que pudo).


Ilustración: Mark Chadwick

sábado, abril 14, 2018

El Motor de Combustión Interna



El cromado megáfono de mi destino

Tempranamente me di cuenta que esta tierra no es mi tierra
Que estas palabras no dicen exactamente lo que sale de mi boca
Por eso alcé los ojos hacia la bóveda celeste
Y lancé mi alma de un modo imperativo
Pero mi alma no llegaba a su destino
Mi alma no alcanzaba la coordenada precisa
Ese punto etéreo que me permitiría vivir por encima de mí
Que es el sitio exacto para mí

No sé cómo decir esto
Debo confesar que en ocasiones he realizado viajes siderales
Esa es la razón por la cual tengo problemas en mis interacciones sociales
He pasado demasiado tiempo metido en una cápsula espacial
Iba sentado en un mullido sillón giratorio mirando a derecha e izquierda
La materia ígnea
Los planetas que guiñan
La superficie calcárea
Que cruje y revela un núcleo enceguecedor que transmite una señal
Y por ahí un simple algoritmo suficiente para entenderlo todo
Suficiente para lanzar un punto de luz
Cuando todo se transforma (otra vez) ¿en qué?
Y así ser y volver a ser (cada día) este extraño personaje
Trastornado por la radioactividad
Con esta mente irritante
Que no sabe cómo digitar la contraseña del reino de este mundo
Con estos ojos que no pueden cerrarse
Where is Mae West when we need her?

Where is her?



EL MOTOR DE COMBUSTIÓN INTERNA. Oswaldo Chanove. Fondo de Cultura Económica. Lima 2018.
Ilustración de carátula: The Guardian, por Robert y Shana ParkeHarrison.

El efecto misterioso de la violencia de Dios

  Con la llegada de Cristóbal Colón se restaron cincuenta y seis millones de individuos al planeta Tierra. Los abandonados campos de cultivo...