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sábado, julio 05, 2008

José Ruiz Rosas



Un artista verdadero siempre mira hacia atrás,
para ser capaz de ir hacia delante.
Miles Davies

Hace miles de años, cuando yo era sólo un niño, entré a la librería Trilce, en la calle Palacio Viejo, muy cerca del cine Azul. Un joven empleado me atendió y luego de escuchar mis absurdas pesquisas me mostró, sin ocultar su impaciencia, la ruta hacia la calle. Cuando ya me disponía a abandonar tristemente aquel extraño local, observé como un sujeto barbado atravesaba raudamente la habitación. Era don Pepe, que por primera y única vez en su vida me confundió con un adulto, y que, para mi desconcierto, ocupó los siguientes treinta minutos mostrándome libro tras libro, no sólo sobre los extravagantes asuntos que me interesaban en aquellos tiempos, sino sobre otras cosas no desprovistas de interés. Fue así como aprendí que los libros eran máquinas de papel que, por medio de un proceso alquímico, daban forma humana al territorio desconocido del espacio exterior (e interior).
Años después, cuando me junté con algunos amigos para fundar la revista Roña (lo mejor de nuestros calcetines) lo primero que hicimos fue ir a tocar la puerta de Villalba 426. Recuerdo que cada uno cargaba un mugriento fólder con abundante material lírico, y recuerdo que éramos muy jóvenes y muy conchudos. Mientras exponíamos vigorosamente nuestra arte poética espiábamos, entre frase y frase, las reacciones de don Pepe, sin poder sacar absolutamente nada en claro. El legendario poeta nos escuchaba con los ojos entrecerrados: una vaga sonrisa flotaba amablemente entre sus barbas. En aquellos tiempos todos estábamos seguros que había algo urgente que descubrir en cada uno de nosotros, en lo que hablábamos, en lo que escribíamos. Todos ansiábamos desesperadamente una seña, una simple seña de reconocimiento. Pero el bardo, nuestra única esperanza en este mundo, no parecía demasiado interesado. Cuando finalmente bajamos la cabeza pensando que quizá había sido una mala idea molestar a aquel señor, don Pepe bruscamente se incorporó y sin decir una palabra, abandonó la habitación. Demoró un buen rato, hay que decirlo, y justo cuando ya estábamos contemplando la idea de deslizarnos subrepticiamente hacia la puerta, se materializó frente a nosotros con un montón de libros. A cada uno le tocó el material exacto de lectura, autores que eran coherentes con lo que estábamos trabajando, autores que inmediatamente se sumaron a don Pepe como imprescindibles maestros. Recuerdo que cuando salimos, felices, uno de nosotros exclamó: “Ese viejo escucha hasta cuando parece que no escucha”.

La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre, afirmaba Luis Cardoza y Aragón. Y, fuera de bromas, a pesar del escaso interés que despierta entre las mayorías, la poesía es sin duda la forma más sofisticada del lenguaje. Y el lenguaje articulado, qué duda cabe, es el atributo humano por excelencia, la razón por la cual el hombre ha podido inventar un nuevo universo. Desde que tengo memoria la materialización, la viva imagen del poeta ha sido José Ruiz Rosas. Ciertamente han ayudado a esa identificación los diversos lauros alcanzados y su generosa participación en la cultura pero, claro, el elemento concluyente ha sido la elevada calidad de su obra.
Algunos críticos han puesto el énfasis al analizar la obra de Ruiz Rosas en la porfiada apuesta por formas arcaizantes que, nos aseguran, implica un deseo de insertarse en la tradición española. Tal vez, pero yo me atrevería a asegurar que su opción particular revela no sólo una forma de conjurar el caos, sino que en la práctica implica una confrontación, una franca rebeldía, contra la tiranía de las convenciones coyunturales. En la obra de José Ruiz Rosas se puede vislumbrar siempre el irónico resplandor de su mirada distante, siempre un poco al margen del mundanal ruido de la moda literaria, apuntando con métrica precisión a esa zona donde se vislumbra el drama cósmico de lo cotidiano. Sus sonetos, tan admirablemente diseñados, nos abren el camino a la mirada del poeta, una mirada conmovida, pero generosa, que jamás se anima a la violencia de juicios provocadores o imágenes chocantes. Seguramente en eso concuerda con el también barbado Nietzsche, que afirmaba que con truenos y fuegos de artificio hay que hablar a los sentidos flojos ya que la voz de la belleza habla quedo y sólo se insinúa en las almas más despiertas.
Pero la obra de José Ruiz Rosas, siendo un logro mayor y ejemplar, no se limita a la palabra escrita. Durante por lo menos tres décadas Arequipa, la ciudad que conquistó su corazón, se benefició de su inspiradora actividad como generoso anfitrión y como incansable promotor de la cultura. Recuerdo que cuando fue nombrado director del Instituto Nacional de Cultura de la región se consolidó un momento de florecimiento creativo sin precedentes. Insólitamente, esta excitación pareció inflamar a un público anteriormente reacio, que de pronto empezó a acudir con regularidad a cada evento. La dimensión intelectual de José Ruiz Rosas atrajo a muchos de los más grandes escritores y artistas nacionales, algunos de los cuales hasta se alojaron en la legendaria casa de la calle Villalba. Esta casa, sin duda, merece mención especial, porque durante varios lustros fue el centro informal de la cultura arequipeña. Allí se planearon libros, revistas, exposiciones y hasta conciertos. El debate, en busca de solucionar interrogantes, fue fluido y nutritivo.

José Ruiz Rosas es sin duda uno de los poetas peruanos clave del siglo XX y su influencia, especialmente en su amada Arequipa, es algo que se procesará en este nuevo siglo.

Foto: Sergio Carrasco.

miércoles, noviembre 08, 2023

Pero incluso los poetas son humanos

En cierta ocasión Alonso Ruiz Rosas me contó que conocía el instante exacto en que se convirtió en poeta. Ocurrió el siete  de diciembre de 1971, unos 48 minutos después del mediodía. Su padre, el barbado José Ruiz Rozas, estaba tomando un pebre de gallina cuando asomó Alonso. He perdido el año, clamó, entregando su libreta de notas. Acto seguido dejó escapar el llanto. Don Pepe contempló a su hijo con ojos acuosos. Tomó un pan de tres puntas y lo partió en dos. Antes de mojarlo en la sopa declaró: Hijo, todos los años se pierden. Y, en ese preciso instante, me confidenció Alonso muchos años después, algo se reconfiguró en la corteza prefrontal de su masa encefálica.
La decisión de convertirse en poeta seguramente no fue demasiado conflictiva. Alonso José Ruiz Rosas Cateriano había nacido en un hogar donde los libros eran protagonistas, donde la poesía era un agente muy activo en el microbioma familiar. Su padre no solo tenía la mejor biblioteca de poesía, sino que se ganaba la vida como fundador de la legendaria librería Trilce. 
Recuerdo que conocí a Alonso en circunstancias extrañas. Con unos amigos habíamos publicado malos versos en una revista torpemente mimeografiada y pensábamos que eso nos daba el derecho a llamarnos poetas. Por esta razón sentimos que era imprescindible visitar al vate más importante de la región para advertirle que ya tenía nuevos y más ágiles colegas. Recuerdo que Alonso abrió la puerta, nos estudió de arriba abajo y, sin dudarlo, sentenció: Está ocupado. Nosotros nos disponíamos a largarnos cuando escuchamos la voz de alguien desde el fondo de la casa. 
Fue una visita intensa y los del grupo Roña, encendidos, desaforados, leímos, recitamos, declamamos hasta que, de pronto, Don Pepe dejó su viejo sillón verde botella y desapareció. Luego de un espacio de tiempo en el que estuvimos considerando abandonar para siempre la poesía, José Ruiz Rosas volvió con un cargamento. Eran libros que se ajustaban como guantes a los intereses literarios de cada uno, al estilo vivaz, a la tendencia al lirismo coloquial, al delirio  salvaje de las metáforas. Pero al momento de partir vimos de pronto reaparecer a Alonso, aún en su uniforme de colegio, blandiendo un enorme cuaderno y un gran lápiz. Se acercó a cada uno y anotó nombres, apellidos, direcciones y teléfonos. Consignó cada libro y, haciendo un duro contacto visual,  notificó: Quince días, ni uno más.

Pero nuestra gran amistad recién comenzó un año después. Yo acababa de regresar de Costa Rica y lo ví salir de la matinée del cine Variedades, aún llevando a cuestas su enciclopedia Bruño. Luego de un rápido intercambio de palabras nos pareció lógico dirigirnos al puente Bolognesi, donde alguien había abierto  un local que exhibía licores a precios sospechosamente bajos. Inmediatamente después  tomamos rumbo hacia Palacio Viejo, a la casa de su tía Judith, donde el joven bardo había ubicado un gigantesco escritorio decimonónico con los cajones atiborrados de sonetos. Y antes de empezar a redactar el acta fundacional de la revista Ómnibus dedicamos unos minutos a  refrescar la garganta con el terrible vino llegado del valle. Días más tarde se sumaron Charo Núñez y Misael Ramos. Y meses después seguirían Patricia Alba y Oscar Malca que, por alguna razón, intentaron engañar a todo el mundo asegurando que habían nacido cerca del Cerrito San Vicente.

Algunos críticos consideran que Alonso Ruiz Rosas es una contradicción. En lo estilístico sus poemas siempre han sentido la irresistible atracción del orden prodigioso de las formas clásicas, por los sonidos armoniosos, por una elegancia puntual enemiga de la exuberancia. Su actitud ante la vida, en cambio, estuvo signada durante las primeras décadas por una admiración hacia los poetas salvajes. Es bastante revelador, por ejemplo, que Allen Ginzberg, el obsceno poeta beatnik, ocupase la página central en la revista escolar que dirigió en el Max Uhle. 
Recuerdo que en aquellos años setenta solíamos frecuentar el Far West, el local que en el portal de San Agustín regentaba con mano de hierro una dama originaria de los cantones de Suiza. Ahí tomábamos pisco con vermut mientras repasamos  anécdotas literarias de poetas ya fallecidos.  
Luego de consumir nuestros tragos bajo la atenta mirada de la helvética dama, abandonábamos cuidadosamente las sillas de madera curvada y nos dirigíamos a la plaza San Francisco, para reunirnos con el resto de la pandilla. Allí, bajo la luna, escuchábamos al devoto Arcipreste Ruiz  elevar cánticos que había aprendido en la procesión del Señor de los Milagros. Pero, la hora principal sólo llegaba cuando el melenudo bardo saltaba hasta el atrio y, exhibiendo su memoria prodigiosa,  empezaba a recitar a poetas del siglo de Oro.

El fuerte resplandor de la existencia parecía mantener a Alonso Ruiz Rosas  en permanente estado de inquietud interna. Por eso, sin duda, se lanzó a la carretera provisto únicamente con su maletín Mary Poppins. Y, poco después de que empezó su rutina de desaparecer en las calles de Europa, los amigos empezaron a referirse a él como “el judío errante”. Mi abuela hubiese dicho que ese chico era “un pata de perro”. Pero lo cierto es que Alonso no podía quedarse tranquilo en ningún sitio. Regresaba a Arequipa, convencía al rector de la universidad de fundar un gran centro cultural, lo implementaba, lo dirigía, y luego, en el momento menos pensado, saltaba a la  escalerilla de un avión intercontinental. Que yo sepa, Alonso ya ha estado en los siete continentes. No sé por qué viaja tanto, quizá le pican los pies. Lo bueno fue que cuando estaba en París resultó invalorable su intervención ante la UNESCO para que su ciudad natal pudiese ostentar el título de Patrimonio de la Humanidad. Y luego convenció a Vargas Llosa para que donase su gran biblioteca a la ciudad de sus ancestros. Entre tanto, se le ocurrió también crear la tan activa Sociedad Picantera.  Y corre el rumor de que hasta ajustó la sazón de algunos platos para su monumental recetario de La Gran Cocina Mestiza de Arequipa. Pero, a pesar de que sus valiosas iniciativas culturales le implicaban mucho tiempo y considerable esfuerzo, su lealtad a la poesía no flaqueaba ni un instante. Este excelente libro, que reúne su obra hasta el día de hoy, lo demuestra irrefutablemente.

(Texto leído el 8 de noviembre del 2023, día de la presentación del libro)

viernes, septiembre 28, 2018

El cepillo de dientes, el horno y el teléfono estridente



Una mañana fui testigo de la absoluta incapacidad de don Pepe para mentir. Estábamos conversando cuando se le acercó una persona que, luego de una corta introducción, intentó comprometerlo para una reunión de viernes por la noche. El poeta, con impecable amabilidad, le informó que por desgracia le era imposible aceptar. El otro, renuente a soportar un no, le preguntó que por qué, que si tenía un compromiso ineludible. El bardo tan barbado, fijando la mirada en la punta de su zapato, dijo: Es que voy a viajar. Ah, replicó el otro, ¿Te vas a Europa, Pepito? Sí, contestó José Ruiz Rosas, viajo a Europa para la navidad. Aquel amigo, entonces, se alejó perplejo. Yo miré al poeta y pensé recordarle que recién estábamos en mayo, pero no dije nada, tal vez no le gustaba preparar sus maletas a última hora.

Hay ocasiones, sin embargo, en las que todos somos capaces de mentir. Pero no don Pepe. Cierto día, en el que el fenómeno de la nevada empezaba a crisparle los nervios, el teléfono empezó a timbrar con estrépito. Don Pepe gritó a Ximena: ¡Si es a mí di que he salido! Y con rápidos pasos abrió la puerta de calle y se paró en la vereda. Desde ahí vigiló a su hija y al teléfono y, cuando ésta colgó el aparato, volvió a entrar a su casa y seguió con la lectura de un tomito de Francisco de Quevedo.

Don Pepe como todo escritor, disfrutaba mucho escribiendo. Pero no solo poemas. Solía escribir carteles que distribuía por la casa. Cuenta Gloria Sanz que una tarde fue a tomar té con María Teresa y ésta le dijo que acababan de comprar un pequeño horno para calentar el pan. Al acercarse vio una nota adherida a la puerta: “Por favor, manejar con cuidado este altar temporal”.
En otra ocasión, en el baño, alguien encontró otro cartel pegado a la mayólica: “A quien corresponda: el cepillo de dientes es de uso personal”.


Una mañana en que estaba trabajando arduamente sonó el teléfono. Era don Pepe, que sin mayor preámbulo me preguntó si yo tenía problemas con la vista. Vacilando le conté que usaba lentes desde la universidad y que aparte de la miopía me las arreglaba bastante bien. Algo desconcertado, pregunté: ¿Hay algún problema? No, dijo don Pepe, es que estaba pensando en su apellido: Cha no ve. Y colgó.


Ilustración: José Ruiz Rosas por Luis Pantigoso.

miércoles, agosto 29, 2018

José Ruiz Rosas (1928- 2018)



COMO casa póstera quiero
un sitio pequeño en que exista
—solaz del espacio y la vista—
retama, jazmín, limonero.
Dijeran jardín extranjero
mas no importará: se conquista
la tierra total, no la pista
donde se extravía el sendero.
Y desde allí, ya sepulto,
se distribuirán mis tejidos
hacia lo total de este bulto.
Se dilatarán mis quejidos,
quedo resplandor del indulto,
entre los demás seres idos.
Nota: este poema escrito en Arequipa por José Ruiz Rosas fue incluído en el libro Dobles, de 1971.
Nota 2: Puede consultarse un par de textos sobre mi entrañable amigo haciendo click aquí y aquí.

martes, noviembre 16, 2021

El mimeógrafo, el Far West y el Puente del Diablo





Por Charo Núñez Brito

Recuerdo que conocí a Oswaldo una buena noche del verano de 1976, en casa del poeta mayor José Ruiz Rosas. Estaba sentado Oswaldo, vestido de azul marino, con una copa y algo más (indescifrable) entre las manos. Era muy joven, parecía flotar, pero a todas luces ya se podía ver que contenía infinidad de preguntas (ecuaciones) de todos los colores, (entonces) a medio responder. Y tenía ya la misma media sonrisa conspiradora. En otras palabras (casi) igualito a hoy. 

Generoso como siempre, don Pepe había invitado esa noche, con motivo del cierre de un curso para profesores de Literatura que había concluido ese día. Tal curso fue dedicado a los locales profesores de literatura y fue dictado por importantes profesores de Literatura llegados todos desde afuera de la ciudad, entre ellos estaban Antonio Cornejo Polar, Washington Delgado y Antonio Cisneros. Yo no era profesora de literatura ni de nada, apenas había empezado a estudiar medicina en la Universidad San Agustín. Pero por cosas del destino y por razones de ociosidad, ya que mi universidad estaba una vez más de huelga general e indefinida, me anoté y atendí tal curso para profesores en calidad de falsa maestra o estudiante clandestina. El curso duró un par de brillantes semanas y como para coronar ese extraordinario tiempo, sin saber cómo ni por qué o por similares sinrazones, el día final, acepté jubilosa una muy elegante invitación del poeta Cisneros a almorzar.  Y almorzamos en la entonces novísima y muy cosmopolita Pizzería de la calle Mercaderes, pero en verdad más que almorzar hablamos sin cesar, de todo lo vivido y por vivir. Al almuerzo le siguieron una caminata y unos postres y unos tés en el café de la Suiza al cual Toño nombró el Far West y a los tés les siguieron unas guindas con pisco (primeros licores de mi parte) y después de las guindas la urgencia de Toño de asistir a la tertulia en casa del entrañable (y para mi desconocido) Pepe, ya mismo, esa noche. Entonces corrimos y llegamos a la bella casa de la calle Villalba 426. Yo en calidad de inocente paracaidista o reverenda intrusa caída del palto, pero eso sí traída de la mano del muy alto Toño, quien era el invitado de honor. Nunca en mi vida había estado yo en medio de tan peculiar y amable compañía, de tantos poetas juntos. Casi todos vestidos de colores oscuros, subrayó Toño. 

Felizmente no tuve que hablar, todos me acogieron como si fuera una más de la partida, nadie me preguntó nada y pude darme el gusto de permanecer muda. Hasta que, misma cenicienta, al notar el avance de la noche (oscura) pregunte ¿y ahora cómo vuelvo a casa? Algunos se miraron entre ellos. No respondieron.  Ninguno tenía apuro, ni se preocupaba en lo más mínimo por la transportación. Se hizo un pozo de silencio, penumbroso, en mi corazón. Pero no duró mucho, ya que, desde algún rincón inesperado, cuál ángel guardián (o exterminador) Oswaldo se levantó y dijo yo los llevo, ¡a donde quieran! Puedo ver todavía al joven artista muy avispado al volante de un automóvil sedán del cual no recuerdo la marca, a su lado iba de copiloto el codirector de la revista Roña, y estoy segura éramos varios más, pero fue él, Oswaldo, también llamado el mago de Oz, el que de entre todos los poetas me devolvió sana y salva, entre risas, despedidas y muy dichosa comarca, hasta la mismísima puerta de mi casa (donde mis padres me esperaban despiertos, aterrados). 

Alonso no estuvo presente esa noche. Poco tiempo después me enteré que Alonso existía y que se había perdido el evento por haber estado en Puno, en misión de carnaval y entrevistando a la Virgen de la Candelaria. Alonso apareció por primera vez en mi horizonte, una tarde tocando la puerta con muy particular ímpetu y trayéndome cuál embajador de los países fríos, un encargo, unas flores y unas disculpas en nombre del novelista Edmundo de los Ríos quien se había portado muy mal los días anteriores. Una vez medio aceptadas las disculpas procedimos, Alonso y yo, a caminar a pie charlando de todo lo humano y lo divino desde la casa de mis padres que quedaba al final de la avenida del ejército, pasando el puente del diablo, hasta la Plaza de Armas, y procedimos a tomar algo en el Far West. Alonso tenía los ojos enormes, el pelo largo, una irreverente y a la vez ceremonial actitud que encubría una inteligencia aguda, portentosa, resbaladiza, peligrosa, de niño bravo y al mismo tiempo de anciano socarrón, que a su escasa edad había vuelto ya de dar la vuelta al mundo y tenía miles de ideas, proyectos y más viajes por plasmar, además de unos cuantos nuevos poemas bajo el brazo siempre, reposando junto a sus muy queridas y bien despiertas musas. No solo todo eso tenía Alonso, sino además un vozarrón que llenaba las calles vacías de nuestra gran ciudad con las notas y las líricas de la Marcha de Moran o el himno de la Alegría en las noches de ronda. Era, para más datos, el mejor amigo de Oswaldo, y viceversa. Por donde andaba uno solía aparecer el otro.

A Misael Ramos lo conocí aparte. Al otro lado del espectro entre la ciencia y la metafísica. En plena facultad de medicina. Un día cualquiera de clases en el que cuál yo había tenido sumergida la nariz en Formol por largas horas buscando el nervio vago y el plexo solar (y el alma) en los fondos de mí designado cadáver. A la salida de tan encomiable como insulsa práctica, tras las puertas del anfiteatro de anatomía, me interceptó como un aparecido o un resucitado silente, pálido, muy delgado, aunque en comparación a mi experiencia anterior, lleno de vida, Misael Ramos. Se presentó y pasó de inmediato a informarme que habíamos ganado los juegos florales de poesía de la facultad. Los dos. Yo el primer puesto y él el segundo puesto. Y que como yo no había asistido a la ceremonia de entrega de los premios, él había tenido que recibir ambos premios y me traía el mío. Muy merecido me dijo. Y solemnemente me hizo entrega del primer premio, que era un libro: ‘Así se templó el acero’ de Nikolai Ostrovsky… Yo ya lo había leído, pero igual me alegré  y una vez cumplidos los agradecimientos procedimos los dos premiados a caminar a pie desde la Facultad de Medicina hasta el Far West. Hablando de todas las injusticias, de todas las intrigas del espacio y de la relatividad coyuntural del tiempo. 

Para entonces ya los dos, Oswaldo y Alonso, más el recién premiado Misael, poseían intenciones de fundar y publicar una revista de poesía propia. Una revista, que a diferencia de otras, no cargará manifiestos literarios, fuera libre de toda trampa, sin argucias, ni sesgos ni venias a movimientos ni escuelas ningunas, sin fundamentalismo de grupo, ni agenda ni presunciones ni nada más que la destilada verdad, la valentía, la belleza desnuda del lenguaje, una revista arco flecha dardo vehículo que lleve lejos no a los poetas si no a los poemas. Y tenían, Oswaldo, Alonso y Misael, todo lo necesario para hacerlo ya mismo: la ilusión, el mimeógrafo, el nombre, el formato, el día en que saldría a luz, todo listo, solo les faltaba dinero para el papel. Ahí es donde cuál cirujana intervine y con una filosa mentira, a mi padre le dije que necesitaba comprar urgente un libro más de medicina, otro, de texto, sin el cual sería imposible avanzar, mi padre cedió. Y así conseguí y traje el dinero en efectivo. No sé en qué exacto lugar fue que nos reunimos, pero sí que Misael se puso de pie, calló, me pagó con un muy leve asentimiento de cabeza y una mirada profunda, interminable. Alonso se echó a andar, a dar vueltas como un místico iluminado, se detuvo por un instante y proclamó que cada quién defendería a muerte sus propios textos para incluirlos en el escaso espacio del Ómnibus. Oswaldo registró cada detalle, respiro hondo, cuadro los anchos hombros, torció el cuello, extendió completa la sonrisa y sacudió un puño hacia el infinito.


miércoles, octubre 17, 2018

Todo sitio es a veces ningún sitio



Juan Carlos Belon es un fotógrafo con firmes raíces en el sur del Perú y parte de Chile. En 1966 asistió, en uno de esos cines de provincias, a una función de Blow up, del legendario cineasta Michelangelo Antonioni, en ese momento empezó una relación con la fotografía que le duraría toda la vida. En 1981, en compañía del recordado pintor Choclo Ricketts, abordó un viejo vehículo acondicionado para soportar las desiguales rutas hacia lo profundo del Perú. La expedición artística duró meses, y fue el germen primordial para experiencias similares en la India, Japón y el continente americano.
Afincado desde hace décadas en Europa, Belón se formó estudiando a maestros como Walker Evans Robert, Frank, Miroslav Tichy, Frantisek Drtikol, Bernard Plossu, Willian Eggleston y Ed Ruscha. A fines del siglo XX regresó temporalmente a Arequipa y, bajo la influencia de los Encuentros internacionales de la fotografía de Arles y el Mes de la foto de París, organizó la primera bienal de fotografía del Perú. Su trabajo ha sido expuesto en galerías de Europa y América y ha participado como expositor en eventos de investigadores de las artes visuales.

Algo curioso en el trabajo de Belón es el evidente contraste entre sus recurrencias temáticas. Por un lado las despojadas composiciones libres de miembros de nuestra especie y por el otro una penetrante vocación de retratista. Quizá la tensión entre la presencia y la ausencia es el eje sobre el que evoluciona la búsqueda de este fotógrafo. Su serie de retratos de poetas de la segunda mitad del siglo XX fue difundida, con la dosificación que marcaba la partida de dichos bardos, llamando la atención por su coherencia. Sobresalían ahí un Washington Delgado firmemente adherido a su silla en el centro de una arquería de sombras, y un José Ruiz Rosas en la más reflexiva versión de un claroscuro. Pero es en la impresionante galería de ancianos del asilo Lira, que se exhibe en esta muestra, donde Belón maneja con lente inquisitivo la densa presencia de aquellos vecinos de la muerte. Belón no intenta una exclamación visual ante los rescoldos del gran fuego sino que observa, con impertérrita curiosidad, a esos que ya están en tránsito hacia la ausencia.
En el resto de su obra hay muchas fotos de calles o de espacios humanos abandonados. En las grandes urbes, donde todos los seres mutan hacia la fugaz forma de un transeúnte, Belón opta por capturarlos de espaldas, esencialmente anónimos, desprovistos de alguna solícita existencia. Y el asunto es verdaderamente radical en su serie Paisajes peruanos. Un aeropuerto abandonado, una carretera que desaparece tras una curva, una hilera de casas que son solo fachadas que maquillan el vacío. La desaparición de los humanos es unicamente alarmante cuando ha quedado una huella -un vestigio- de esa misteriosa presencia. Con aérea lucidez Juan Carlos Belón reflexiona en gran parte de su obra sobre la esencial contingencia de eso que llamamos lo humano.

En los últimos años Juan Carlos Belón se ha orientado a explorar el fenómeno del tiempo en la fotografía. En reciente entrevista asegura que su misión es dejar trabajar el tiempo invisible en el espacio de la mirada. Una imagen fija -una fotografía- atrapa un instante y lo encierra en una composición hecha de intención y estilo. Pero nadie puede triunfar contra el tiempo pues este persiste e insiste, y en su serie Entre temps Belón impugna el concepto mismo de capturar el instante, de congelarlo, de confinarlo a un formato específico. La consecuencia natural de esto es su deriva hacia la secuencia de tomas, tratando de convocar al tiempo interno de las imágenes o, como él afirma, reactivar los tiempos particulares de cada momento.

La basura de uno es el tesoro de otro, dice con crudeza una frase popular. Pero a veces la basura de uno es el tesoro de uno mismo. Es cosa de cambiar de lente y de dejar fluir un poco el calendario. Si bien reciclar es uno de los signos de la perdida de la inocencia que caracteriza al arte moderno, el pastiche, los remakes, y todo segundo uso suele encontrar su dinámica con el motor de la ironía. Pero la introspección de Juan Carlos Belón -el sumergir la nariz en el archivo personal- no está tocado por el signo afirmativo del que repasa lo usado como algo concluido, -como momentos simplemente postergados-, como quien hace una simple evaluación, sino que, en un arrebato de negación de la frivolidad de narciso, escarba buscando algún viejo error que lo conduzca a una novísima revelación. Parte sin duda de la idea de que lo imperfecto, lo desechado, posee una belleza que solo es posible desarrollar con una segunda mirada. Y es la multiplicación de esta segunda mirada lo que le permite a Belón realizar un trabajo abierto a la densidad, deliberadamente de espaldas a la espontaneidad.
La exposición en el Centro Cultural Inca Garcilaso que se inaugura el 8 de noviembre es una excelente oportunidad para poder ubicar apropiadamente la obra de este interesante fotógrafo peruano radicado hace décadas en Marsella.

miércoles, abril 27, 2022

El Perú a veces funciona como un reloj


En medio de un pánico apocalíptico los mensajes empezaron a circular. El poeta español Francisco José Cruz arrancó contando que en nuestra lengua nadie escribe como Carlos Germán Belli. Carmen McEvoy nos recordó que la prodigiosa cajamarquina Ima Sumac alardeaba de haber tenido a aves exóticas como maestras de canto. Janusz Z. Wołoszyn escribió que uno de los capítulos deslumbrantes del arte americano lo ofrecen los huaco retrato de la cultura moche. Mientras todos estábamos encerrados, la revista Quipu, del Ministerio de Relaciones Exteriores, ha estado llevando a todo el mundo los temas de la República del Perú, ese país incansablemente legendario, incluso para los peruanos. Es especialmente valioso este proyecto, con tanto énfasis en lo histórico, en una época en la que los medios de comunicación han adelgazado en extensión y calidad sus secciones culturales, enfocándose incesantemente en la ruidosa actualidad. 

Buscar, seleccionar y decidir es lo que hace un editor, pero lo que determina a un buen editor es su capacidad de decisión. Señalar, marcar y lanzar. Y en esta revista digital es visible el certero trabajo de extraer, de entre miles de opciones escondidas en la marea de las publicaciones, el texto exacto. Vale la pena mencionar también que los muchos autores que escribieron textos originales para el Quipu son especialistas y académicos de varios continentes. Una auténtica impugnación del caos por parte de Alonso Ruiz Rosas. 

La herida más hermosa del mundo

El gesto de sorpresa ante el fenómeno de la existencia tiene muchas formas ¿Entre tantas opciones por qué un genio de provincias eligió la i...