Hasta
el siglo XX era natural que una generación pudiese disfrutar de
largos años de estabilidad entre época de cambios. En el nuevo
siglo la estabilidad raramente se extiende más allá de algunos
meses. Hasta el siglo XX la estabilidad se amoblaba acumulando cosas
que duraban mucho tiempo: libros, discos, cámaras fotográficas,
hermosas máquinas de escribir. Hoy ese acopio produce frustración
porque el material coleccionado solo puede ser consumido parcialmente
antes de ser reemplazado. Los de las generaciones anteriores
provenimos de la escasez endémica. Hoy vivimos en una época donde el
tránsito es el estado natural y la estabilidad es la excepción: eso
exige una actitud mental extremadamente flexible y una vocación por
el vértigo.
Las
sorprendentemente agresivas campañas por la revaloración de las
tradiciones que aderezan estos tiempos no son otra cosa que la
nostalgia por la perdida estabilidad. A pesar de que a primera vista
las ensoñaciones medievales que combaten todo lo novedoso resultan
paradójicas en este siglo tan superado, una mirada más atenta hace
visible su dramática coherencia. La desesperación por la vuelta al
pasado es un impulso primario y hasta estúpido, pero encuentra una
explicación ante la ya patológica dificultad para encontrar algo de
estabilidad. Porque la adictiva excitación por la novedad no elimina
la angustia por un tiempo presente demasiado fugaz, por una perpetua
inminencia del futuro. Tenemos que reconocerlo: más allá de nuestra
juvenil voracidad, en lo más hondo, lo que ansiamos es un momento de
silencio. Un largo momento en el que todo esté tan equilibrado que
no se mueva. Un instante que parezca el definitivo. La tan antigua y
mítica añoranza por el cero absoluto.
Ilustración: Carlos Runcie Tanaka.