Hubo
un tiempo en que una hermosa forma de vivir consistía en engordar la
biblioteca personal. Uno merodeaba por las librerías y luego
regresaba a la casa sintiéndose poderoso. Ese júbilo, sin embargo,
no era demasiado virtuoso. Todo lector tiene algo de cazador. Leer es
una forma de vivir. Leer tiene algo en común con el amor, porque nos
permite salir de la prisión (del ser). Transformar nuestra geografía
interior. Por eso la alegría del lector es con frecuencia un tanto
expansiva. Y no es raro que este mencione, a quien pueda interesarle,
los párrafos que ha subrayado, los hallazgos, las inflexiones, la
experiencia con las páginas finales. Declama, incluso, algunas citas
que laboriosamente ha copiado en una base de datos. Cosas no
necesariamente admirables, pero que le han llamado la atención por
su sonido, por la distribución de las palabras, o simplemente por
algún giro desconcertante. Y de esta manera, poco a poco, mes a mes,
año a año, las paredes de su sitio se van llenando de libros muy
sobados.
Pero
los libros no lo son todo. El lector suele amar también la música y
el cine. En los viejos tiempos era complicado conseguir cualquier
cosa. Pero con el desembarco de la era digital llegó la gloriosa
hora de la replicación. Eso trajo algo trascendental: la posibilidad
de acopiar casi todo con lo que alguna vez habíamos soñado. Y
entonces los discos duros empezaron a henchirse (con música, con
películas, con libros). ¿El paraíso? Sin embargo ocurre que todas
esas gigas repletas resultan ahora algo irrelevantes. ¿Para qué
escarbar en nuestros archivos si podemos escuchar lo que nos dé la
gana en sitios como Spotify y ver lo que necesitamos en Netflix y
sitios de descarga? Lo que queda claro es que, tristemente, ya no
podemos relamernos con el simple placer del avaro que cada noche
repasa sus tesoros.
Con
los libros ocurre algo incluso más chocante. Los libros, la
biblioteca personal, han sido siempre sagrados. Incluso los que no
leen los mencionan entre las cosas simbólicamente
venerables. Recuerdo que un tío cada semana solía comprar
religiosamente un tomo precisando que eran para su jubilación. Toda
la inquietud y todos los sueños de su vida se levantaban con la
esperanza de alcanzar el merecido descanso rodeado de perfectas
provisiones. Por eso cuando ahora se habla de la muerte del libro el
escándalo parece mayor. Pero el libro no solo no está muriendo sino
está experimentando un fenómeno similar al de la música y el cine.
Nunca antes en la historia, gracias a los formatos digitales, ha sido
tan grande la cantidad de libros (y fotografía y música y pintura y
cine) disponibles. Pero ahora su física posesión se ha vuelto
irrelevante. Eso, sin duda, es una pena para los que amorosamente
habíamos forjado una respetable biblioteca personal: ya no podremos
encontrar la paz (si es que existe alguna paz en el universo)
apaciblemente confortados por el testimonio físico de los estantes
repletos.