Sentí
el impulso de saltar hacia adelante y sacudir, patear, destrozar. Los días pasaban
como pasan los días. Con incidentes. Llenos de crímenes obligatorios.
Y tal vez es imprescindible actuar porque alguna gente contiene un código
potencialmente peligroso. O quizá alguien en lo alto de un edificio decide
alcanzar “el voluptuoso coronamiento de ser a la vez víctima y agresor”. Hay
amplios catálogos para toda ferocidad. Y todo ocurre en un día cualquiera,
mientras las multitudes transitan con los periódicos extendidos. Y las horas de
sus vidas, “en sus pequeños ataúdes”, van flotando detrás de cada individuo. De
todos. Malditos criminales. Y yo estaba ahí, esperando como siempre.
Persistiendo. Porque somos organismos tachonados de reflejos condicionados y el
más importante de todos es uno que se refiere a la afirmación. Es un comando
que dice: ¡Sigue! Y hay un mandamiento que ordena: ¡No matarás! Por eso cuando
estuve seguro que aquel individuo jamás volvería a deambular en estado de gracia
por las calles de Arequipa sentí desazón. Luego de dar un paso adelante se
enciende una luz de emergencia. No hay nada más torturado que el corazón de un asesino.
Más allá de los límites hay (siempre) un territorio alumbrado por un sol rojo.
Pero
de pronto vislumbré que (en cierto modo) ese sujeto no era otro sino alguien
que pesaba lo mismo que yo, que medía lo mismo que yo, que comía malaya frita y
sarza de tolinas (lo mismo que yo). Ese alguien era alguien caído
accidentalmente desde otro anillo de la intrincada geometría de las variaciones.
Tal vez (entonces) la lucha clásica contra nuestros enemigos no es más que una
licencia poética.
-¿Fue
(entonces) un error realizar lo ineludible?
Ilustración: Blinky Palermo composiction with 8 red rectangles.