La conciencia analítica se enfrenta
(siempre) en combate desigual contra la esencia salvaje de la vida.
domingo, septiembre 02, 2012
sábado, septiembre 01, 2012
Bechamel
Afirmar que un texto heterodoxo no
es otra que la suma arbitraria de todas las cosas que dan vueltas a la cabeza
del escritor es como afirmar que una buena salsa bechamel no es otra cosa que
un elegante engrudo. O que un pollo a la brasa no es más que un pollo muerto
expuesto al calor. O que el acto del amor no es otra cosa que un vehemente
intercambio de fluidos. La perspectiva es lo único que da sentido a la verdad.
Ilustración: Francesca Woodman.
viernes, agosto 31, 2012
Cosas de la vida
Algunos aseguran que la angustiosa pulsión por
ponerse por encima de los demás se origina en la cabezona insistencia del
espermatozoide triunfador. Pero recientes estudios parecen demostrar que si bien
la carrera por alcanzar el óvulo es la primera de una vida signada por la
competencia, en realidad es la última en la que se juega limpio. Porque no bien
el infante empieza a formular sus primeras palabras ya empieza el aprendizaje
de taimados recursos. En esa medida la famosa ley de la selección natural
funciona a nivel social como un filtro donde los más astutos logran ubicarse en
las posiciones más expectantes. Es por eso que el sector de los afanosos
dirigentes suele estar integrado por depredadores, con una gran habilitad para
deshacerse de enemigos y para falsificar una identidad de signo positivo. Salvo
honrosas e inexplicables excepciones.
Ilustración: collage de Jens Ullrich.
jueves, agosto 30, 2012
Hay dos grandes tribus en el mundo
- Los del universo
de lo inmediato. Los que entienden la vida a través de la exaltación
sensorial. Esos que consagran a la euforia como el estado ideal. Esos que exigen
la satisfacción urgente del deseo. Esos que experimentan los incidentes
(de la vida) con adictiva vibración. Esos que piensan que la vida es una
marejada que inunda (inunda) la conciencia. Pero (por desgracia) no somos
ángeles. Esos pronto averiguan lo aburrido que es el mundo cuando la
capacidad de sorpresa se satura.
- Los otros. Los que
piensan en el futuro (y en el pasado). Los precavidos. Esos que lanzan una
amplia mirada (hacia el flujo del tiempo y la amplitud del espacio). Esta
zona que revela la (verdadera) proporción de los afanes humanos y permite
vislumbrar las coordenadas de lo real. Esa zona que requiere una actitud
mental que se sustenta en el estoicismo (para comprender el panorama de la
existencia). La conciencia de la muerte es característica frecuente en
este territorio y sirve para contrarrestar el efecto cegador de la euforia
vitalista. La melancolía es el terrible precio que pagan los de este
colectivo.
Nota: Solo una situación de conflicto rompe el
capullo de la identidad y crea las condiciones para el cambio. La renovación
necesariamente se da cuando el sujeto peregrina conmovido hacia la otra zona
del universo de lo humano. Porque el ser (el modo de ser) se revela como la más
estricta de las prisiones. Nota: Lo humano está labrado por la tensión entre lo
mediato y lo inmediato.
miércoles, agosto 29, 2012
Ahí
Hace unos pocos miles de años una mutación afectó a cierta
especie de monos. Les borró la memoria (de lo que eran). Ese neurótico impulso
los llevó a enfrentarse a la naturaleza. Negando su (objetiva) realidad
(animal) esos primates edificaron un nuevo universo. La clave de lo humano es
una simple enfermedad mental.
Ilustración: Ellem Klimov.
domingo, junio 03, 2012
miércoles, mayo 23, 2012
¿Cómo empezó todo este asunto?
Mi padre
solía sorprendernos por lo menos una vez a la semana. Mi padre apareció un
sábado con una colección completa de libros. Mi padre cada noche se ponía su
pijama y se rodeaba de sus cuatro hijos. Nosotros escuchábamos con los ojos
redondos hasta que él, cerrando el colorido tomito, nos informaba que la
historia continuaría a la misma hora, la noche siguiente, sobre la misma colcha
atigrada. Yo aún no había aprendido a leer. Entonces durante el día abría
cuidadosamente aquellas obras empastadas en tela y observaba los signos. Me
daba cólera no poder arrancarles su contenido. Yo quería saber qué pasó, qué
pasaba, qué pasaría. Todo de una vez.
Cuando
agotamos los diez tomos de las aventuras de Naricita
ocurrió la primera subterránea conmoción. ¿Y ahora qué? A esas alturas ya todos
habíamos aprendido a leer y ávidamente nos peleábamos por adelantarnos a la
primicia. Entonces mi padre nos sorprendió otra vez. Y ese milagroso sábado
apareció en la casa, bajo el sol, con unas revistas de historietas ocultas en
su maletín. Fue otra revelación. Las imágenes. Los diálogos. Todo ese
movimiento con simples líneas. Fue una adicción instantánea. Me pasaba la
semana esperando ansiosamente ese momento increíble cuando mi padre, bajo el sol,
aparecía con su maletín.
Pero un día
nosotros sorprendimos a mi padre. Tal vez rompimos el jarrón chino que les
habían regalado en su matrimonio. O saltamos desde lo alto del ropero al filo
del catre. La cosa es que mi viejo nos anunció la terrible sentencia: nada,
nunca más; durante los sábados ya nunca aparecerían las historietas. Y el mundo
se hizo desolado. Un erial sin esperanza. Hasta que meses después, precisamente
durante una de esas largas vacaciones de fin de año, mientras divagaba con mi
hermano en los cuarteles centrales de nuestro club, provoqué ociosamente con el
pie un pequeño derrumbe. Y entonces,
entre los trastos viejos, avisté algo que me quitó el aliento. Ahí estaban. Todas,
todas las revistas que mi padre había comprado al por mayor para regalarnos
cada sábado. Ahí estaba lo que pensé que había perdido para siempre. Y por
primera vez en mi vida sentí que me daba vueltas la cabeza. Sin duda aquel fue
el momento más feliz de mi vida. Luego, con el paso de los años, he salido
muchas veces de librerías con algo hermoso entre las manos, pero nunca, nunca la
dicha fue tan pura.
2
Me las
arreglo como puedo. Prefiero creer en la literatura no como una profesión sino
como una forma de vida. Hay que decirlo: una insensata forma de vida. Algo parecido
a lanzarse a un matrimonio con una mujer enloquecida. Una rutina de días
salvajes con emociones, con momentos inesperados. Con la terrible presión de
tener que inventar el mundo una y otra vez, cada mañana.
Algunas
veces me ha pasado por la cabeza que esto de escribir literatura es en realidad
una actividad infantil que con el paso de los años, con la llamada madurez, ha
ido mutando hasta convertirse en un engendro altamente sofisticado. Un monstruo
voraz que conspira para imponer su yugo al universo. ¿Qué hace que unas
personas bastante serias y ya mayores se dediquen a inventar historias, a hacer
juegos de palabras, a mostrarse indiscretos no solo con el prójimo, sino hasta
consigo mismos? Los arquitectos evitan que la cocina esté junto al dormitorio.
Los médicos nos obligan a vivir más de lo necesario. Los filósofos se afanan
con las preguntas. Los sacerdotes insisten en salvar (o condenar) nuestras
almas. ¿Y para qué sirven los poetas? ¿Para qué sirven los novelistas, los
pintores, los pianistas? Esa es la maravilla. Nadie sabe. Se aventuran teorías
que reiteran palabras melosas como “belleza”, “sagrado”, “origen”, “luz” “amor”.
Hay varias
propuestas. Una de ellas asume que los artistas son la expresión más elevada de
lo humano porque no sirven para nada. Voto por ésta. Después de todo el afán de
la civilización hasta alcanzar la elevada cumbre del iPad solo encuentran
sentido dentro de su propia lógica. O sea simple pendejada. Somos ficción de pies a cabeza (emocionante
ficción con clímax y anticlímax, con exposición nudo y desenlace). Somos nada y
vamos hacia nada (lo que hay en el medio es únicamente un intrincado garabato
lleno de colores y emociones, letras, ruidos, y un travieso tic-tac hacia el
fondo del pasillo). Pero el problema con la nada es que está repleta. La nada
tiene ojos y pestañas y nos hipnotiza. Por eso todos los artistas del mundo se
lanzan contra sus instrumentos de trabajo para producir contenido, para
inventar la posibilidad, para impugnar el escándalo de lo sin nombre, de lo sin
forma, de lo sin sentido. Porque por uno de esos inexplicables incidentes
cósmicos el artista es un pequeño monstruo que ha quedado atrapado en el
momento de nacer. Y la capacidad de sorpresa es entonces la reproducción de ese
chillido o gemido o lo que sea que lanzamos al surgir de entre las piernas ensangrentadas
de la madre. Ese grito con cara arrugada y empapada.
3
Ahora comprendo
que cuando me inicié no sabía que me estaba iniciando. Simplemente algún
misterioso accidente me obligó a llevar el juego hacia una nueva frontera.
Empecé a creer que el juego era la verdadera realidad, que cuando no estaba
jugando estaba simplemente en el intermedio (para tomar la sopa). Luego, cuando un mal día decidí que no era
del todo absurda la idea de convertirme en escritor eché una mirada a los
diversos procedimientos y técnicas con aburridos resultados. Fue ahí cuando
comprendí que a diferencia de los médicos, los arquitectos o los economistas
los poetas no podemos simplemente adquirir conocimiento y aplicarlo. No. La
clave para que haya diversión (y luz, y belleza y origen) es que “hagamos de
cuenta” que todo empieza cuando uno escribe que todo empieza. O sea hay que
darse el trabajo de inventar el universo cada mañana. Hay que invocar lo
sagrado (de las musas) con el sucio truco de cerrar los ojos y alzar la nariz
hacia lo alto.
miércoles, mayo 02, 2012
Sigo corriendo
por: Dino Jurado
De regreso en la habitación enciendo el
televisor y me acuesto. Me subo las frazadas hasta el cuello y con la cabeza
levantada por la almohada mantengo la vista fija en la pantalla. Unos hombres
sesionan alrededor de una mesa larga, discuten un rato; luego salen en grupos,
se meten en dos autos negros que esperan en la calle y parten velozmente. La
mafia en acción, pienso. No puedo saberlo porque no le he puesto volumen al
aparato; no quiero escucharlo; no voy a intentar otra cosa mas que mirar las
imágenes mudas de la televisión hasta dormirme.
Pero no me duermo; nadie podría dormirse en
una situación como la mía, así que continúo mirando la tele hasta que termina la
transmisión y aparece la bandera. Es medianoche y han puesto la bandera bicolor
en el centro de la pantalla; seguramente están tocando el himno nacional, pero
yo no escucho nada, ni dentro del cuarto ni fuera de él; el mundo entero está
en silencio; me levanto despacio, tratando de evitar que el catre cruja, y
apago el televisor.
¿Ahora qué? Tengo algo pensado, pero no
estoy tan seguro; se trata de salir a la calle y hacer una llamada de larga
distancia desde la central telefónica, para que me confirmen la noticia; mientras
tanto sigo allí de pie, en pijama, mirándolo todo como si estuviera
despidiéndome.
Apago el foco encima de la cabecera y me siento
en el borde de la cama. Sigo pensando. Si salgo a la calle quizás no pueda
hacer la llamada; a esta avanzada hora de la noche lo más probable es que la central
telefónica esté cerrada; y si de todos modos saliera, como a veces me ocurre, daría
unas cuantas vueltas y terminaría sentado en una de las bancas del llamado
Paseo Cívico, helándome a conciencia; luego compraría un trago y regresaría a casa; un
tercio de ron del Danubio, seguramente, el único lugar que hoy por hoy atiende
toda la noche.
Desde que vivo en esta ciudad el movimiento
nocturno se ha restringido al mínimo. Es la época. Al final de la tarde la
niebla desciende sobre la ciudad como una invasión blanca; se posa mansamente
en los techos y llena las calles de un aliento frío y vaporoso; durante la
noche cae una lluvia tan fina que nadie se percata de ella y, al día siguiente,
la ciudad se despierta mojada. Es la época, ya lo dije. Agosto, para más señas.
Enciendo otra vez el foco; quedarme a
oscuras no me ha hecho avanzar ni un paso hacia el sueño; en realidad estoy más
despierto que antes: estoy desvelado; la noticia recibida es lo que me ha
puesto en tal estado. “Ha caído enferma”, es la frase con que se me ha
informado. No puede orinar hace tres días. Y es todo lo que sé. Dicen que ni
siquiera el médico que la atiende sabe algo más que eso por ahora; están
esperando el resultado de ciertos análisis para formular el diagnóstico y
decidir el tratamiento, la intervención quirúrgica; en suma, un asunto feo se
le mire por donde se le mire.
Miro en derredor y mi vista se detiene en el
ventanuco semiabierto, a un palmo del techo; tiene el marco desencajado y uno
de los vidrios roto; por allí se cuela el frío durante la noche, las voces de
la vecindad por las mañanas, conversaciones de cocina, ruidos de toda clase,
algo de música moderna y, de vez en cuando, cada vez menos, el aullido
lastimero del dementito.
Una mañana, mientras lavo ropa en el patio,
comienza a suceder algo en la casa del fondo; parece una agria pelea de
familia. De pronto, imponiéndose al griterío, escucho aquel aullido espantoso;
es como el dolor de un animal, una queja áspera y aguda que cesa cuando una voz
recia pide silencio. Días después me los topo en la esquina. La madre ha sacado
a la calle a su pequeño monstruo para que se distraiga guiñándole los ojos a la
luz del día. El chico tiene los párpados enrojecidos hacia afuera, casi
colgando de su cara de luna. Me quedo observándolo una larga hora hasta que la
madre reaparece y se lo lleva del brazo. Eso ha sido todo y ha sido suficiente.
Al día siguiente vuelvo a escuchar su grito pero ya no me conmueve.
Me acerco a la mesa, desenchufo el televisor
y en su lugar conecto el pequeño estéreo; cojo uno de los cassettes, le doy
vueltas entre las manos sin intentar leer en el lomo la descripción del
contenido; lo extraigo de la caja, lo coloco cuidadosamente en la cassettera y
presiono la tapa con la mano abierta para sofocar el chasquido; por último,
apreto el tercer botón y la pongo en marcha. Cuando escucho las primeras notas
compruebo que el mínimo volumen es suficiente; no despertaré a nadie con esto;
yo mismo podría dormirme sin problemas. Por lo tanto, apago la luz y me
acuesto. Me estiro bajo las frazadas, a todo lo largo de la cama, y escucho.
Las
notas que esa noche salen de los parlantes pertenecen a los preludios de
Debussy; las reconozco a medida que avanzan; pienso en ellas. Imagino gotas que
el aire mece y luego abandona a su suerte; gotas que caen sobre superficies
cristalinas y se descomponen en formas; formas tan ágiles y contundentes como
pensamientos precoces. Las sigo escuchando. Me hundo cada vez más. He caído en
la música como en un mar distante, y allí estoy, vagando entre flujos y ondas,
cuando escucho un ruido discordante y abro los ojos.
No sé qué pensar de lo que ha sucedido. Me
incorporo a medias, apoyando los codos en la almohada, y observo la oscuridad.
Mis largas piernas se me han adormecido bajo las frazadas. Doblo una, luego la
otra; muevo los dedos del pie derecho hacia delante y hacia atrás varias veces;
estoy haciendo lo mismo con el izquierdo cuando el ruidito se repite y me
levanto de un salto. Enciendo la luz.
“Es
como un rascar”, pienso. Alguien se ha puesto a rascar a las dos de la mañana
de esta noche infausta; y yo sólo tengo una bolsa de plástico a la mano, es mi
único escudo. La extraigo de debajo de la cama y me inclino a observar el llamado
rincón de la música; allí están las cajas de cartón llenas de cassettes hasta
arriba; estiro el pie; en alguna de ellas debe haberse producido el ruido. Estoy
a punto de darles una patada, pero entonces lo veo; me detengo; él también se
detiene en seco, sobre el filo de un cassette; se queda mirando. No es algo con
lo que uno se encuentre cara a cara con frecuencia. Nos miramos largamente,
cada cual sorprendido por la presencia del otro. El temblor involuntario de mi
pierna lo asusta; el animalito salta de la caja; lo hace velozmente, pero eso
no le sirve de nada: cae en la de al lado, donde mi mano derecha, enfundada en
la bolsa, le cae automáticamente encima.
De principio a fin la escena no ha durado
más de lo que suele durar un preludio de Debussy. Tras un corto silencio
empieza la música nuevamente; esta vez son los primeros acordes de La Catedral
Sumergida; levanto cuidadosamente la caja con las dos manos, la pongo sobre la
cama y me siento al lado. “Misión cumplida”, pienso; un corazón minúsculo late
desesperadamente bajo la palma de mi mano, demasiado minúsculo para esta música
tan álgida como sutil. Intento entregarme por segunda vez a escucharla; las
gotas del piano vuelan ahora cada vez más lejos, caen cada vez más hondo; por
poco tiempo pues el animal no está quieto un instante; se revuelve
constantemente; lo sujeto dentro de la bolsa y con un nudo le cierro la salida.
Fin de la escena. Se acurruca en una esquina
y se queda inmóvil, respirando con ahínco. Cierra los ojos suavemente, casi con
gracia, luego los abre un poco y al tomar aire se le infla el cuerpo. Continúa
un buen rato en ese plan mientras el plástico se cubre por dentro con pequeñas gotas
de vapor; se ha empañado; y el animal no se mueve. Le doy unos toques con el
índice y no reacciona. Doblo la bolsa, reduciendo al máximo el espacio interior,
y recién entonces comienza a moverse desesperado. Sus patillas se endurecen y
las uñas atraviesan el plástico. Chilla. Le paso un dedo por el lomo para
apaciguarlo; “tranquilo, tranquilo”; luego se lo pongo sobre la cabeza y
presiono; me mantengo firme unos segundos. Cuando deja de moverse hago un nudo
a la bolsa y arrojo el atadito al rincón de la basura; me duermo.
Al día siguiente me siento muy cansado, como
si no hubiera dormido lo suficiente. Y no dejo de pensar en lo sucedido. Me
hace divagar con la tiza en el aire mientras dicto mi clase diaria de historia.
Lo tengo claro que no me ha ocurrido anteriormente. A mediodía, sin hambre, almuerzo
algo ligero en la cafetería de la universidad; no suelo entrar allí, sólo para
evitar a mis colegas; y mientras me acodo a la barra y mastico concienzudamente
el sándwich de queso, recuerdo un episodio parecido al de anoche, una pequeña
anécdota ocurrida hace años, cuando aún vivía en la casa de mis padres.
Una mañana despierto muy temprano, antes que
todos, y me asomo al patio. Un grupo de palomas da vueltas en el cielo limpio,
frente a mi ventana. Aletean un poco sin hacer ruido y se dejan ir perezosamente,
sostenidas por las corrientes de aire; luego descienden en círculos
concéntricos cada vez más pequeños, hasta que finalmente se posan en tierra, dentro
de los linderos de la huerta. Me acerco sigilosamente para verlas mejor, pero
ellas adivinan mi presencia y una tras otra van alzando el vuelo. Aletean
espantadas y desaparecen en los alrededores. Sin embargo, tengo la sospecha que
alguna se ha quedado merodeando entre las azucenas. Avanzo a gatas sobre el
borde del estanque hasta verla: está bebiendo agua de un charco, al pie del
olivo. Ni siquiera pienso ¿qué hago ahora? Salto como un gato y le caigo
literalmente encima; pero el ave se escurre con rápidos aleteos; choca contra
las ramas más bajas del árbol y entonces yo la cojo con una mano, en pleno
vuelo.
La pongo en una jaula y le doy de comer unos
días, luego la olvido. Una tarde me avisan que no quiere comer, está enferma.
Trato de reanimarla abriéndole el pico a la fuerza, pero la paloma tiene todo
el aspecto de querer morirse. No pone nada de su parte. La extraigo de la jaula
y la llevo a la huerta. La pongo en el borde del estanque. No pasa nada, se
queda allí sentada, sin moverse. Le abro las alas y se le caen sobre el cuerpo.
Es un cuerpo menudo y frágil que mi mano abierta cubre enteramente. La levanto.
La lanzo. Como si fuera una piedra. Sus plumas blancas se agitan mientras cruza
el aire y por un instante parece que volara. Luego escucho el golpe seco de su
cuerpo contra el techo de madera de la casa del vecino.
A eso de las seis, después de dictar la
última clase del día, abandono la universidad. Llego a casa y voy directamente
al rincón de la basura. No hay novedades, la bolsita con el cadáver sigue ahí.
Entonces empiezo a cambiarme. Estoy cansado y me duelen el cuello y la espalda
y tengo las axilas sudadas. Me quito la ropa hasta quedarme en calzoncillos. Es
invierno y está haciendo mucho frío afuera, pero yo estoy acalorado y nervioso
aquí adentro. He trabajado mucho hoy. Normalmente los jueves trabajo mucho,
dicto clases mañana y tarde, termino muerto, más muerto si pienso en lo poco
que me pagan. Me tiendo boca abajo sobre la colcha fresca y estiro las extremidades.
Las levanto una por una y las dejo caer. Me vuelvo a estirar a todo lo largo.
Estoy en eso, casi relajado, cuando de pronto una voz urgente me llama desde el
pasillo.
La señora S. me está pidiendo que salga un
momento, tiene algo que decirme, es mi vecina de apartamento. Hijo, dice, tu
madre está mal, me encargaron que te avise. Eso ya lo sé, digo, anoche ya me trajeron
la noticia. Pero no se trata de eso, hay algo más, tiene noticias frescas, más
recientes. Tu hermano llamó por teléfono, dice, dijo que debes viajar
inmediatamente, hoy mismo.
He sacado medio cuerpo fuera de la habitación
para hablar con ella y empiezo a sentir frío. La señora S. debe creer que estoy
desnudo y ha dejado de acercarse. Yo no estoy desnudo; tengo puesto el calzoncillo,
los calcetines de lana y las sandalias de cuero; pero no puedo salir de la
habitación en ese estado, obviamente.
Ahora la señora S. me ofrece dinero para el
viaje, tómalo como un préstamo, dice, y no se le ocurre decir más; es todo; su
misión ha concluido. Se da media vuelta y regresa renqueando a su cuarto; yo me
visto. Tengo mis dudas pero me visto. Termino de meter la ropa en el maletín y
voy a buscarla. Me presta la guía telefónica y el teléfono y yo pido que me
pongan con el hospital donde han ingresado a mi madre. Pregunto; preguntan. Doy
mi nombre; el de ella; espero. Se escuchan chirridos, ecos de conversaciones
ajenas, lo típico en una llamada de larga distancia. La señora S. se mete a su cuarto
de baño, abre el caño del agua; pero no parece que estuviera lavándose; el agua
corre regularmente con el mismo ritmo; hasta que vuelvo a escuchar una voz
humana en el teléfono.
Sí, dicen, la señora ingresó anoche por el
servicio de emergencia, pero ya se la llevaron.
La señora S. cierra por fin el caño y el
agua deja de fluir y de perderse. No cae una sola gota más; ella no sale del
baño; se queda metida ahí, esperando que me vaya.
Me falta preguntar a dónde se la han llevado,
pienso hacerlo, pero se me adelanta la voz en el teléfono.
A su casa, dice.
Ahora me falta preguntar para qué, pienso
hacerlo, pero se me adelanta la voz en el teléfono.
Para el velorio, dice.
Salgo de la habitación de la señora S., cojo
el maletín que he dejado en el pasillo, bajo las escaleras de madera de esta
vieja casa de huéspedes, llego a la salida y abro la puerta. La calle está
despejada y silenciosa como si fuera domingo o cualquier otro día festivo. Pero
este día de agosto no es domingo ni festivo, que yo sepa. Cierro la puerta a
mis espaldas y comienzo a caminar hacia arriba, en dirección a la estación de
buses. Avanzo pesadamente, una manzana, dos manzanas. Llego a la esquina de la
Plaza del Teatro, pero entonces me acuerdo. El animal muerto sigue allí, metido en la bolsita. Decido regresar y
atender ese asunto. No es algo que deba dejar olvidado muchos días, el cuerpo
comenzará a descomponerse pronto y a oler. Empiezo a correr. La dueña de la
casa podría darse cuenta y armar un escándalo. Corro más rápido, una manzana,
dos manzanas. El mundo sigue tan silencioso y despejado como antes. Sigo
corriendo.
Dino Jurado. Sigo Corriendo. Editorial Apóstrofe. Arequipa 2012.
(Ilustración: Andre Butzer Obstgarten EdvardMunch)
lunes, abril 09, 2012
Hay golpes en la vida tan fuertes yo
no sé
Uno
Recientemente nos ha llegado la noticia que Cesar Vallejo no
es Cesar Vallejo. En todo caso no el
Cesar Vallejo tan merecidamente venerado como el auténtico genio de la América hispana.
Aparentemente fue Luis Garaycochea de la Barra el autor del verso “Hay golpes
en la vida tan fuertes yo no sé”. El problema es grave porque hay indicios fuertes
de que también escribió el 99 por ciento de Los
heraldos negros, de Trilce, de Poemas humanos, y de España, aparta de mí este cáliz. Pruebas
desgarradoramente irrefutables apuntan a que Cesar Vallejo habría sido
únicamente el autor del 80 por ciento de Paco
Yunque y del resto del material en prosa. Incluyendo los artículos
periodísticos. ¿Es esto una broma? Ojalá. Lo que ocurre es que hace unos meses
Nataly Villena -la investigadora cusqueña afincada en Paris- encontró, por un
prodigioso juego del azar, un cuaderno empastado en tela cubierto de principio
a fin por una malgeniada caligrafía. Era el diario secreto de Georgette Marie
Philippart Travers.
Luis Garaycochea de la Barra fue un arequipeño nacido en la
última cuadra de la calle Sucre. Su situación no era similar a la de Edward de
Vere, cuya elevada posición social y su escondido
parentesco con la reina Isabel le impedían reconocer inclinaciones tan plebeyas
como la de escribir poesía y obras de teatro, por eso se vio obligado a pagar buenos
dineros a William Shakespeare para que firme cosas como Hamlet. Las razones de Luis
Garaycochea de la Barra fueron algo más conceptuales (o existenciales). Luego
de una infancia y juventud arequipeñamente estúpida habría tomado la decisión
de ser el poeta más grande del Perú. Pronto se dio cuenta que un verdadero
poeta no puede tener tan mezquina ambición. Por eso decidió que estaba
destinado a ser uno de los grandes poetas de todos los tiempos. Eso implicaba algunas firmes decisiones. Eso
implicaba por ejemplo sentarse frente a una hoja de papel en blanco.
Afortunadamente para Luis Garaycochea de la Barra ocurrió uno de esos eventos
cósmicos en los que se alinearon el conocimiento, la intuición y sabe Dios qué
enjambre de otros factores y, de pronto, el viejo lápiz empezó a moverse con prodigiosa
fluidez. Y en un espacio de tiempo que podía ser medido en días, o semanas, o
incluso en años, aparecieron frente a su mesa poemas que alcanzaban para llenar
libros, varios libros. ¿Qué ocurre cuando de pronto uno se da cuenta que ha
escrito algo que cambiará el curso de la civilización literaria? Pues Luis
Garaycochea de la Barra se volvió loco de felicidad. Pero no solo era
felicidad. Empezó a sentir un creciente y apasionado amor por sí mismo. Un loco
amor que le quitaba el aliento. Fue en ese momento cuando decidió dejar su
aldea natal y buscar un lugar apropiado para mostrar eso que era su obra.
Pero algo ocurrió en el viaje. O tal vez algo ocurrió cuando
por alguna caprichosa razón apareció en la hermosa ciudad de Trujillo. Sentado en una banca de la plaza sintió o
supo o vio lo que vendría después: que sus poemas serían recitados por niños en
las escuelas fiscales; que su foto sería intensamente contemplada; que
escultores modelarían bustos con la frente inflamada; que equipos de fútbol de
primera división llevarían su nombre; que académicos con mal aliento dedicarían
su vida a interpretar cada una de sus decisiones, en cada libro, en cada
página, en cada verso, en cada frase; que sería saludado en todas las lenguas
como “una de las cumbres de la creación poética”. Pero él, ese que estaba ahí
sentado sintiendo como se formaban emanaciones gástricas en su vientre, no
sería en realidad el que todos concebirían al leer uno de sus poemas, al ver su
imagen, al escuchar su nombre. No, eso era imposible. Se dio cuenta que lo que
era él, que el verdadero Luis Garaycochea de la Barra era alguien que solo
podía ser conocido por Luis Garaycochea de la Barra. ¿O no? Después de que él lanzara
sus obras empezaría a convertirse en un personaje ficticio, alguien a merced de
la infame subjetividad de los demás. De pronto eso le pareció insoportablemente
vejatorio. Y fue entonces que tomó la gran decisión. El día anterior había
conocido a un tipo que le cayó bien. Alguien de hermoso perfil meditabundo. Lo
invitó a comer con la secreta certeza de que se entusiasmaría con los poemas y con
lo que tenía que proponerle.
Dos
Alguna vez leí un artículo en el que se proponía la supresión
de la firma en las obras artísticas. De
esta manera cada lector valoraría una obra sin el prejuicio, sin la mediación
del mayor o menor prestigio del autor. El artículo estaba firmado por Emilio
Adolfo Westphalen.
Tres
Algunos aseguran que si Anónimo fuese la firma usada por
todos los creadores, la calidad de los productos artísticos se aplanaría,
porque es la euforia del ego el auténtico motor de la creación más encendida.
El arte es la consagración de la singularidad. La conciencia de sí mismo -que
es la facultad distintiva de lo humano- se eleva unos milímetros hacia lo alto
cuando el artista comprende lo que es ser una modalidad finita de algo
infinito, cuando vislumbra lo que significa ser alguien dolorosamente
específico en medio de una abrumadora entidad sin nombre. Porque cuando unas
pocas partículas de algo conocido chocan contra la masa inmensa de lo
desconocido surge un nuevo universo, el universo creado por los artistas.
La firma es entonces el símbolo, el signo referencial que le
permite al artista “dejar su huella”, afirmar lo particular frente a lo
general. Sin embargo en las últimas décadas este fuego prometeico parece haber
derivado en fulgor luciferino. Porque una distorsión ha provocado que para
demasiados la imagen del autor sea más importante que su obra. Es así que ya parece
más importante “parecer” que “ser”. Sin embargo hay algo de maravillosamente
paradójico en esta impostura. Los artistas que logran celebridad a través de
ingeniosas artimañas ciertamente son estafadores, pero éstos modelan con sus
astucias un personaje que es pura ficción. Su tramposa obra se transfigura ante
los ojos hipnotizados de sus lectores convirtiéndose en lo que manda el mañoso
gestor de los prestigios, y es vista, es leída,
es creída y alabada. Es un efímero portento silbando estridente frente a
toda la extensión de lo imperecedero.
Cuatro
Sin embargo el evento verdaderamente extraordinario ocurrió
cuando un auténtico genio como Luis Garaycochea de la Barra decidió manipular
su imagen, decidió librarla de sus más terrestres contradicciones, de ese “sí
mismo” tan insoportable, para hacer de “lo cualquiera” algo maravillosamente
definido, y la lanzó hacia adelante en otro rostro, en otro nombre, a lo largo
de toda una vida, como revelan las sorprendentes páginas de la viuda de
Vallejo.
lunes, marzo 12, 2012
Lo sabroso de lo indigesto
Hay gente que cree que
lo indigesto descalifica la excelencia de una gastronomía. Esa gente tiene una
ensalada en la cabeza. Si lo eupéptico fuese el móvil principal de la
gastronomía no existiría la gastronomía. Nadie habría jamás disfrutado de las logradas
cimas de la cocina francesa que se levantan sobre una columna de mantequilla.
Ni de las frituras a altísima temperatura imprescindibles en la cocina china.
Ni del contundente spaghetti alla
bolognese. Lo que pasa es que las cosas ricas de la vida no son para los
que sienten la urgencia de vivir 100 años.
Es bastante probable
eso que de que el primer paso de la civilización fue el surgimiento de la
cocina. Ciertamente el móvil inicial fue puramente pragmático. Estamos hechos
de pan. Pero tal vez para combatir el cotidiano temor a la extinción la
búsqueda del placer aderezó de pronto ese asunto elemental de recargar
energías. Y cuando el ser humano descubrió la voluptuosidad el universo se
pobló de hermosas contradicciones. Un coro de cigarras entonó junto al férreo regimiento
de las hormigas.
El conflicto entre la
cigarra y la hormiga es clásico. La cigarra considera matemáticamente
comprobado que la hormiga es aburrida. La hormiga, por su parte, escribe fábulas
cuya moraleja expone el triste final de
los juergueros. Como siempre lo estúpido es la incapacidad de ambas para
entender el punto de vista ajeno. Porque si nos dejamos de frivolidades, hay
que convenir que el estilo de la civilización ha sido forjado por la hegeliana dialéctica
entre estos poderosos temperamentos.
Cuando la inteligencia
del hombre empezó a hacer proyecciones fue capaz de aprender de la experiencia
para especular sobre el después, sobre el luego. En ese momento el hombre se
hizo prudente y calculador. Albergó la ambición de corregir, de cimentar, de dominar. Y surgió como fuerza histórica la
ilusión de colonizar el futuro. Paradójicamente el ensanchamiento de su
perspectiva no sofocó su esencia primitiva, inmediatista, proclive al orgásmico
desenlace del instante, sino que hizo de esta un arte. El arte.
El oficio de ser humano
es una proeza de equilibrio. El poder gravitacional del presente ilumina
nuestra existencia, anima nuestros actos con vitalidad, con la emergencia del
placer. Solo el presente tiene la facultad de inducir al éxtasis. Pero la
aventura del hedonismo no sobrevive sin el soporte estructural que construye la
racionalidad. Por otro lado, las laboriosas formulaciones de la inteligencia
han multiplicado nuestras facultades; sus réplicas a la nube de hipótesis han
alterado nuestro entorno. Sin embargo, ese asunto de lo constructivo suele caer
en la rutina hueca de edificar. Resulta imprescindible,
entonces, el contrapeso de las grandes
emociones, del apetito, de las ganas de comerse la vida. El orden establecido
no se empantana en el sin sentido gracias únicamente a nuestra secreta ansia de
caos.
En las últimas décadas
la preocupación por la salud ha degenerado en una epidemia de hipocondría. Las
grasas y los carbohidratos se han estigmatizado. Y hasta algunos parecen creer
que la manera virtuosa de alimentarse debe incluir solo porciones ínfimas de aquello sospechoso. Todo indica que estamos en una
etapa en la que doña Prudencia arroja
del templo al untuoso sultán del colesterol. Pero tal vez es hora de recordar
que los grandes logros de la gastronomía mundial supieron encontrar sabiduría
en pesados materiales. Lo que es indigesto para un apurado habitante de la urbe
contemporánea antes fue suculento e imprescindible. La gran tradición
gastronómica es esencialmente de estirpe rural. El duro trabajo de campo
requería porciones generosas. La proteína animal era demasiado costosa y
normalmente se destinaba a días festivos o a la mesa de los ricos. Y las
ensaladas, bueno, las ensaladas eran solo ensaladas, personajes secundarios en
una experiencia con clímax y anticlímax, con protagonistas estelares.
Fue en el siglo XX cuando
empezamos a mirar con suspicacia hasta al humilde pan del desayuno. El mundo se
volvió urbano. Las horas de sobremesa obligatorias para asentar las
complejidades de la cocina clásica resultaban imposibles para los reclamos de
eficiencia del universo moderno. El tiempo se hizo angustiosamente escaso.
Hacia los años sesenta se consolidó agresivamente un movimiento llamado Nouvelle cuisine, que inició la
tendencia a una gastronomía más ligera y con gran énfasis en la presentación. Paul
Bocuse y Alain Chapel lideraron esta influyente propuesta que ha sido remedada
y hasta refutada, pero que sin duda ha legado una nueva manera de comer.
Si bien los orígenes de
la comida peruana están íntimamente ligados a sus prehispánicas raíces, el
mestizaje o fusión ocurrido en los últimos cien años parece haber sido la clave
de esas recetas magistrales. La intensa relación con lo propio sumado a la paradójica
fascinación por lo ajeno dieron lugar a inspiradas asociaciones. En este caso
nuestra frágil identidad, que tantos disgustos nos ha dado, hizo posible la
necesaria permeabilidad. Pero la característica definitoria de la comida
peruana es su extracción profundamente popular. En esa medida sus hallazgos son
producto de una sensualidad plebeya, sabia en su alegría.
Ciertamente no es comida para
anoréxicos ni para desabridos. Es una comida demasiado real, terriblemente
honesta, lo que hace algo contraproducente todo intento de estilización. Sin
embargo conviene reconocer que resulta tonto generalizar cuando se trata de la
comida peruana: uno de los argumentos para asumir su excelencia es su
complejidad y variedad, los amplios catálogos de sus posibilidades. Si bien hay
platos extraordinarios como el seco de cabrito o el chaque de tripas, no
recomendados por la asociación de cardiólogos, el plato nacional, el ceviche, resulta
un evidente milagro de sabor y ligereza.
En el caso específico de la cocina arequipeña, que soporta una reputación de excesiva
suculencia, se puede disfrutar, sin embargo, de algunos platos de admirable levedad.
Digamos: el Solterito de queso, la sarza de lapas, el siempre añorado sudado de
machas, el delicadísimo rachi de libro, el sutil y nunca suficientemente
valorado ají de lacayote.
Estos tiempos de
entusiasmo culinario peruano sin duda servirán para someter a prueba la
capacidad de evolucionar de una tradición ya consolidada. Seguramente la actual
tendencia de cocina de autor y el afán internacionalizador crearán algunos
monstruos, pero la solidez de nuestra gastronomía, que se levanta sobre prodigiosos
ingredientes, sin duda se enfrentará al nuevo desafío con heroicas soluciones.
Por ejemplo, una novísima variante de gloriosos carbohidratos.
miércoles, febrero 15, 2012
La
vida secreta del Oxycontin y del desfibrilador
La enfermera Jackie es
una mujer con un centro gravitacional poderoso. Los que la rodean se convierten
en satélites. Su poderío se apoya en una eficiencia profesional administrada
por el sentido común, en ocasiones incluso por un pragmatismo tan bien
calibrado que puede confundirse con sabiduría. La enfermera ha establecido un
hogar. Su marido parece ser un personaje cabalmente balanceado en lo físico, en
lo económico y en lo emocional. Parece además amarla con doméstica intensidad. Pero
hay un problema: la enfermera Jackie es drogadicta. Roba fármacos porque le
gusta que su piel entre en estado de vibración, que emulsione su identidad, que se rompa la marcha cadenciosa
de las horas. Busca la energía, que es
la delicia eterna. Para conseguir las preciosas pastillas la enfermera Jackie
dirige su imán (anatómico) hacia el jovial farmacéutico del hospital. De esta
manera se transforma en adúltera. El sexo entre el mobiliario médico
hospitalario es intensivo y, de una
manera accidental, la carnalidad empieza a mutar hacia la tan tóxica enfermedad
del amor. Por desgracia ese extraño fenómeno parece ocurrir exclusivamente en
el tórax del técnico farmacéutico. La enfermera J. opta por estar siempre (y
para siempre) con su marido tan equilibrado. De esta manera se convierte en una
engañadora. Miente. Disimula, manipula,
falsifica. Cada día eleva una plegaria: Dios mío, hazme buena, pero no todavía.
(Un malhechor a veces no es otra cosa que alguien con un enloquecido corazón).
En los viejos tiempos
la televisión estaba poblada por un tipo de gente que creía en la
tranquilizadora línea que divide a los buenos de los malos, los personajes
ejemplares y los detestables villanos. Clásico pensamiento dualista de la
civilización occidental. Una de las cosas inteligentes que ha hecho la nueva
televisión es explorar el género realista con empeño, con avidez por ganarse un
par de Emmy awards. Los personajes
transgresores suelen presentar una mayor complejidad y proponen interesantes
dudas sobre los diversos criterios sobre los que se levanta la ética. Y en lo
referente a la estética, al presentar caracteres no particularmente provistos
de belleza física (a diferencia de Grey's Anatomy o House) se marca distancia
de lo artificial. Sin embargo la opción por un cierto nivel de comedia (que
seguramente busca mitigar las sombras de
lo tanático) contrarresta el efecto y nos vuelve a alzar hacia la zona de lo no
real. Otra característica de la nueva televisión es algo que parece una lección
aprendida de la literatura: La maldita rutina de cada día está repleta de una
amplia variedad de invisibles conflagraciones. La riqueza de lo insignificante
contiene potencialmente más drama que el escenario precintado del forense.
¿Pero por qué los
hospitales son tan atractivos para series exitosas? Un hospital es siempre el lugar
donde ocurre el peor día de la vida de alguien. Cuerpos dolientes extendidos sobre una sábana. Pero
un hospital tiene unos pobladores regulares. Gente para los que el espectáculo
del dolor es la inevitable rutina. El centro de Nurse Jackie son estos
personajes. Y a diferencia de proyectos similares, los protagonistas no son los
que ocupan los puestos más altos en la jerarquía sino los que hacen el trabajo
invisible, el personal de apoyo, los auxiliares, los camilleros, las enfermeras.
Es además significativo que los caracteres más fuertes e interesantes sean
femeninos.
Sin duda Edie Falco, la
enfermera Jackie, es el centro de la serie porque su gran talento se convierte
en el punto de convergencia para un elenco francamente fascinante. La enfermera
Jackie trata a la gente, a sus pacientes, con la firmeza de alguien con mucha
calle, pero los frecuentes close ups traicionan la vulnerabilidad de esos
grandes ojos en un rostro tallado por el cansancio. A su alrededor hay individuos
que conjugan lo divertido, lo patético, lo curioso, lo desagradable, en un tramado
multivalente. Pero nadie es un arquetipo. Todos son un poco de algo. Sin
embargo hay algunos que destacan. Este ávido espectador tiene especial predilección por Zoey (Merritt Wever) una practicante que
en realidad es una mascota. Zoey es una
gordita aniñada que inventa una disonancia con su lenguaje corporal. En segundo lugar está la Dr. Eleanor O'Hara, una
inglesa de rostro escasamente simétrico que se mueve con graciosa elegancia
mientras lanza al mundo frases de humor acerado. También merece mención la hija de la enfermera
Jackie, de 12 años, que realiza ritos propiciatorios (dar tres vueltas a su
carpeta antes de iniciar el día) para evitar que se precipite la catástrofe. Insólitamente
una niña que no pertenece al universo hospitalario es el único personaje
irremediablemente oscuro. Pero de alguna manera todo el grupo de personajes se
complementan con tanta coherencia que uno ya casi los puede contar como un
logro de la ciencia. Esta serie en realidad resulta para nosotros no solo una
poción medicinal que tenemos que tragar,
sino algo que, por su buen gusto, tomaríamos cada día. (Oswaldo Chanove)
lunes, octubre 24, 2011
Cuenta Vila
Matas que en el libro Artistas sin obras (1997) de Jean-Yves Jouannais se
menciona a un tal Firmin Quintrat. Este joven emprendió un viaje alrededor del
mundo con el minucioso objetivo de asimilar rostros. Registró miles. En
determinado momento escribió a su hermano que por fin se había convertido en
artista. Especificó que su obra no iba a estar compuesta por acuarelas,
estatuas o poemas. Su obra era su mirada. En consecuencia resultaba forzoso hacer los arreglos para que aquellos
ojos que habían visto tanto sean expuestos en sendos frascos transparentes.
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