A los veintitrés Felipe Santiago Salaverry se batió
contra el sublevado coronel Huavique. Le
clavó el florete justo en el ombligo,
con tal profundidad que la tropa pudo ver la punta por la base de la espalda.
Más tarde, un día que estaba de un humor de perros, fusiló en el Callao al
general Francisco Valle Riestra. En cambio, luego de derrotar en Uchumayo a un
brioso Ballivián, le envió un heraldo nombrándolo comandante. Tiempo después, antes
de morir, le escribió a Juana Pérez. Te he querido cuanto se puede querer y
llevo a la eternidad el pesar profundo de no haberte hecho feliz. Preferí el bien
de mi patria al de mi familia, y al cabo no me han permitido hacer ni uno ni
otro. Durante su gobierno argumentó que en la organización de las sociedades el
traje, aunque de por sí muy accidental, influye sobremanera en la consideración
que merecen las autoridades. Enfrentó al pelotón vestido con casaca azul,
sencilla, de paño, con el cuello celeste. Poco antes de la primera descarga se
dirigió a la multitud arequipeña, que lo observaba sin simpatía. Peruanos,
americanos, hombres todos del universo, dijo. Protesto ante mis
compatriotas, ante la América, ante la historia y ante posteridad remota. El
jefe del escuadrón dio la orden de fuego. Y cayeron todos menos Salaverry, que
entonces alzó los brazos gritando: ¡La ley me ampara! Pero un sujeto que no estaba
en el pelotón (y cuyo nombre nunca fue revelado), apuntó un fusil con alevosía.
Por decreto del 12 de marzo de 1846 Castilla ordenó que la casaca fuera
consignada al Museo Nacional por toda la eternidad.