Se avergonzó toda su vida del nombre que le dieron sus
padres. Se llamaba Increíble González. Al morir, su viuda piadosamente encargó
una lápida que soportaba la siguiente inscripción:
“Aquí yace el Sr. González,
que durante cincuenta años
contempló únicamente a su mujer”.
Al leer esto la gente exclamaba: ¡Increíble!