lunes, diciembre 22, 2025

¿Por qué hablo en español?

 

Si no hubieran ocurrido un par de cosas, probablemente hoy estaría hablando quechua o puquina. Y si la historia hubiera tomado otros rumbos, quién sabe, tal vez estaría gesticulando en otro lugar, soltando palabras en inglés o en chino. Pero ¿por qué hablo español? ¿Por qué soy como soy?

Este idioma mío encierra una evidencia vital. Es cierto que lo hablo porque nací en él, porque me fue dado como el aire. Pero también lo hablo porque es un territorio compartido, un espacio donde cada palabra nos conecta con una memoria que no es solo la nuestra. En la voz de cada uno de nosotros resuenan los ecos de quienes lo hablaron antes, y la promesa de quienes lo hablarán después. Nuestra manera de usar el idioma contiene toda una historia. Y todas las historias contenidas en la Historia tienen mucho de feroz y de admirable, de salvaje y de civil. Corre sangre en nuestras venas: de intensidad, de dolor y de ilusión. Tanta energía emocional multiplica las formas del lenguaje y sus fascinantes extravíos.

El español, además, posee una versatilidad expresiva y una riqueza cultural que son fruto de su amplia distribución geográfica y de su profunda historia marcada por el mestizaje. Esta diversidad ha dado lugar a una enorme variedad de dialectos, modismos y matices que enriquecen su vocabulario y sus formas de expresión. Cada variante carga con su propia música, su propia manera de nombrar el mundo, su propia corporeidad.

Y es que el español destaca, sobre todo, por su capacidad de transmitir emociones con una musicalidad y una calidez únicas. Hay en él un sonido nítido que parece expresar a una carnalidad que late con contundencia a la hora de las derivas poéticas, a cierto destello en los globos oculares.

Siguiendo esta idea, tengo que concluir que esta mi ciudad funciona al mismo ritmo que su manera de hablar. Que este misterioso Perú se ama y se odia a sí mismo usando principalmente este lenguaje. Y que estos 500 millones de personas en toda la faz del planeta dejan escapar las mismas palabras de asombro por ser tan dolorosamente diferentes, y tan insoportablemente parecidos.

Pero el idioma también participa en nuestras más terribles aventuras. Muchos ya nos han advertido que cuando las palabras pierden su sentido, también se debilita nuestra capacidad de pensar. La advertencia no es menor: si dejamos que el idioma se disuelva, lo que ponemos en riesgo no es solo la belleza de la expresión, sino nuestra lucidez. Un lenguaje pobre engendra un pensamiento pobre. Y un pensamiento pobre, tarde o temprano, se convierte en una acción equivocada.

Es importante, entonces, no olvidar que la historia del idioma está siempre marcada por fuerzas poderosas. Con frecuencia, unas lenguas se imponen a otras. Y al hacerlo, sofocan memorias, clausuran formas de ver la realidad y hieren la dignidad de pueblos enteros. Cada palabra perdida no es solo un silencio: es un fantasma que va penando en la gran casa que hemos heredado. Recordar este hecho no nos debilita; al contrario, nos hace más conscientes de la responsabilidad que implica un idioma, atentos siempre a la complejidad de nuestras raíces.

Hace ya bastante tiempo que comprendimos que somos animales hechos de signos. Y los signos que conforman nuestra esencia pertenecen a un idioma que ha navegado por el turbulento río de la historia, asimilando insólitas raíces y resolviendo contradicciones. Nuestro idioma se ha convertido en un reflejo de lo que fue, de lo que es y de lo que será una parte enorme de este planeta. Y si hay algo que, por obvio, es francamente emocionante, es que el idioma es la nave mejor equipada para viajar hacia el otro: el despliegue de una mente que de pronto se encuentra con el despliegue de otra mente.

Entonces hablar español no es solo una situación accidental o geográfica. Es la coordenada esencial desde donde vemos y comprendemos el mundo. Porque en cada palabra que pronunciamos, se agita un fragmento de nosotros mismos. En el idioma late el pulso de una identidad que se niega a ser definida y que, por eso mismo, se llena de posibilidades. Al final, hablar español es habitar un territorio vasto y contradictorio. Es asumir que, en ese acto cotidiano, está cifrada una verdadera aventura de pertenencia, de memoria y creación.

Para terminar quisiera agregar que al final del día el lenguaje no es únicamente la herramienta de la lucidez; es también el vehículo de lo inefable. A veces, sirve para transmitir cosas tan urgentes como aquello de que "la alegría está en re mayor y lleva trompetas". Y es que cuando el idioma se pone la boina del poeta, deja de ser solo un medio de comunicación. La poesía se convierte en un espacio donde el lenguaje se transforma en un rito, en algo que se remite a ese tiempo en que lo usábamos para comunicarnos no solo con los demás, sino con eso que está por allá... más allá... justo en medio de ninguna parte.

¿Por qué hablo en español?

  Si no hubieran ocurrido un par de cosas, probablemente hoy estaría hablando quechua o puquina. Y si la historia hubiera tomado otros rumbo...