El problema de la navidad es que es absolutamente imperativo estar poseído por el espíritu navideño. Eso la hace deprimente para algunos desconfiados de las emociones generalizadas.
No recuerdo cuál fue la mejor navidad de mi vida. Lo que sí recuerdo es que, mientras fui esa cosa llamada niño, al llegar diciembre empezaba a percibir una arrolladora invasión de la felicidad. En primer lugar, porque luego del terrible examen final me esperaban tres inmensos meses de vacaciones. La navidad en realidad era el glorioso punto de partida para un verano dedicado exclusivamente a la vagancia.
Por más que lo intenté no pude jamás impresionarme por la noticia del advenimiento del Niño Jesús. Así que si bien la navidad resultaba la fiesta principal del año, lo era por razones menos sagradas de las mencionadas por las autoridades pertinentes. Unos días antes Alfredito, mi padre, sacaba las cajas donde guardaba, cuidadosamente envueltas, las muchas figuritas del nacimiento. Con grueso papel kraft había construido y pintado una escarpada montaña (que contradecía la geografía de Belén). La sagrada familia se ubicaba en una gruta y el niño reposaba sobre una paja ensortijada que fue precursora de las bolitas de tecnopor. En los alrededores se estacionaban no solo los personajes mencionados en la biblia, sino también figuras de todo tipo. Recuerdo que cierto año coloqué devotamente, junto al establo, la versión dinky toys del Aston Martin DB5, del agente 007 (que incluía un par de ametralladoras y el útil eyector para librarse del copiloto).
La navidad, si debo decir la verdad, se nutría de la simple ilusión. A diferencia de los cumpleaños, en navidad, los regalos eran un acontecimiento masivo. La tradición consistía en que nuestros padres, luego de confirmar que estábamos dormidos, colocaban los regalos al pie de nuestras camas. Por eso la mañana del veinticinco, no bien abríamos los ojos, éramos impulsados por un resorte. Inmediatamente después llegaba la hora de comparar. Recuerdo que salíamos a la calle y ahí estaban todos los niños del barrio, con sus inevitables pelotas de fútbol, con sus sombreros vaqueros, con sus pistolas de cebas, con los arcos con flechas con punta de goma, con los rojos carros bomberos que empezaban a aullar. Los juguetes son el verdadero espíritu de la navidad. Los juguetes nos permiten ejercitar el músculo de la imaginación. Los juguetes nos enseñan que la vida es un juego con varios niveles de complicación. Nos enseñan que el verdadero sentido de la existencia se da cuando enganchamos con una dinámica, cuando encendemos la mecha de lo lúdico. Los juguetes son un vehículo para la alegría del ser.
Cierto 25 de diciembre mi padrino, Hernán Pretto, apareció hacia media mañana con Frida Borja, su esposa, y me regalaron un pequeño Volkswagen rojo que se podía conducir remotamente a través de un cable. En aquellos tiempos lo máximo concebible era un camión de madera fabricado por presidiarios del penal de Siglo XX y entonces, ese carrito de bakelita con sus luces que se prendían y se apagaban, con sus ruedas que giraban a derecha e izquierda, nos dejó absolutamente deslumbrados. Todos los niños, que siempre éramos más de los que en realidad éramos, salimos al patio para entregarnos frenéticamente a la fascinación, al asombro, al delirio, al egoísmo, a la envidia. Los Padres y los padrinos quedaron en la sala tomando vermut con pisco y picando algo de queso con aceitunas hasta que, de pronto, me vieron aparecer en la puerta, con la cabeza inclinada en actitud doliente. ¡No le ha durado ni un día!, gritó la tía Frida.
El segundo gran regalo grabado en mi memoria era demasiado pesado. Recuerdo que cuando desperté esa nublada mañana dirigí mi ansiosa mirada hacia los pies de la cama y no vi nada. Un destello de desesperación se apoderó de mí hasta que, luego de pararme, vi que había una gran caja junto a la pata del catre. Allí se amontonaba el tesoro: un serrucho con hojas intercambiables, una segueta para calar triplay, prensas manuales, un hermoso cepillo de madera, un berbiquí, una gubia y muchas, muchas otras más cosas de hermoso metal. Lo que pasaba era que Roland, mi hermano el ingeniero, me había contagiado su fascinación por las herramientas y nuestro padre, atento a tan útiles manías, fue a la ferretería de un amigo suyo y consiguió todo a crédito, un regalo compartido. Demás está decir que la exaltación fue lo suficiente para dejarnos sin aliento, y durante meses estuvimos entregados a hacer proyectos (que rara vez terminábamos). Es necesario confesar, sin embargo, que nunca fui ni medianamente bueno con esos delicados instrumentos. Simplemente me parecían de una belleza irresistible.
El tercer regalo memorable fue el que se convirtió para siempre en mi objeto favorito. Es imprescindible reconocer, además, que en ese momento se estableció definitivamente mi reputación de bicho raro. Fue una navidad en la que, junto a mi pie derecho, perfectamente envuelta en papel verde con rojo, yacía extrañamente apacible la más famosa novela de Daniel Defoe. Ahí, entre páginas como esas, encontré el más emocionante de todos los juguetes.
