viernes, enero 25, 2019

El pinchazo arrecho


Está muy difundida la fórmula que asegura que con 99 por ciento de sudor y uno por ciento de inspiración se hace una obra maestra. Es una manera de hacer sentir culpables a los haraganes. Pero con trabajo arduo solo se construyen Obras Completas, matrimonios, edificios, y hasta imperios. Con esa metódica exhibición de atlético poder llegamos a la cima de la satisfacción, nos sumergimos en la euforia de la autocomplacencia, del júbilo, pero el estado de gracia siempre se nos escurre entre los dedos. Y es que parece que todo lo que acumulamos fatigando el seso y el músculo solo nos ofrece lo que merecemos. Y nosotros necesitamos más, mucho más.

Walter Benjamin notó en cierta ocasión que la formación de todo niño se levanta sobre una terrible decepción: Los adultos son incapaces de provocar actos mágicos. La magia, ese tráfico con lo imposible, es lo que nos conduce al asombro absoluto porque nos permite el terrible placer de disfrutar de algo que solo esperaríamos en nuestro sueños más audaces. Por ejemplo, cuando somos tocados por una fantástica buena fortuna nos sentimos bendecidos, nos trasladamos a un territorio insólito (aunque instintivamente nos aferramos al timón para evitar perdernos en el vórtex). Es en ese momento en que una felicidad químicamente pura estremece nuestra frágil humanidad durante un poderoso instante (porque, como ya lo asegura la sabiduría arcaica, quien se da cuenta de que está siendo feliz, ya ha dejado de serlo). ¿Pero este fenómeno nos demuestra la existencia de musas infalibles, ángeles guardianes y vírgenes muy milagrosas?


Niels Bohr en su "Interpretación de Copenhague", apuntó con firmeza que el azar no es un elemento anecdótico sino algo que yace en el fondo de las leyes físicas. Esto nos llevaría de alguna manera a la irrefutable lógica de que un conjunto es infinito solo cuando uno de sus subconjuntos tiene el mismo tamaño que el conjunto original. El filósofo italiano Giorgio Agamben asegura, por otro lado, que la magia tiene su explicación en un hecho que los antiguos manejaban con solvencia: Toda cosa -y todo ser- tiene, más allá de su nombre manifiesto, un apelativo escondido, al cual le resulta imposible dejar de responder. Para acceder a las las vías transversales de la magia hay varias recetas -todas incluyen rituales enloquecedores- que nos permitirían acceder a esa maravillosa guía telefónica. Solo entonces lo inexpresado mostraría su vibrante existencia y nosotros accederíamos al pinchazo arrecho de todo lo que está más allá del simple nosotros. Que es precisamente el lugar al que pertenecemos.

jueves, enero 17, 2019

Hombre bajo la lluvia para dummies




A pesar de que estamos claramente enraizados en el universo de lo finito el movimiento rotatorio que empuja los minutos parece funcionar en base a la potencia ígnea de la nada, del vacío, de la ausencia. Lo que somos es por culpa de lo que no somos. Un mecánico alguna vez se atrevió a acuñar una frase: El sentido de la vida es llenar un vacío. Cuando se alcanza una meta se engendra la plenitud durante lo que dura un estallido. Entonces se genera un nuevo vacío. El pistón, la biela, el cigueñal. El sorprendente fenómeno de la danza de lo determinado con lo indefinido. ¿Pero qué contiene ese vacío que tanto queremos llenar? Ser capaz de crear potencia (equiparable a la de rojos impalas) en base a la crisis provocada por una ausencia es algo que tiene su belleza. Porque uno tiende a creer que un vacío es algo densamente ocupado por nada. Pero no. La nada es algo que hemos robado de otro universo. Aquí en esta habitación, en este planeta, en esta galaxia, todo está repleto, todo tiene algo. Lo que ocurre es que estamos acostumbrados a suponer que lo que no vemos, lo que es invisible, no existe. Pero en esa zona ominosamente indefinida está lo impertérrito.
El viejo mecánico mencionado anteriormente aseguraba que si bien la dinámica de la vida es emocionante, el responsable último de la continuidad es la inercia. Seguimos hipnóticamente el pulso de la ruta, la blanca y discontinua línea de la carretera. Y nadie, nunca, parece creer que hay un momento en que el motor dejará de rugir y se plantará en seco en medio de la carretera. Todos somos adictos a las explosiones que nos movilizan, por imperceptibles que sean, pero ese frenesí esconde un miedo. Sí, ese vértigo es la clave. Ese vértigo es una oscura modalidad de la fascinación. Y esa fuerza gravitacional tiene su origen en la nada. La verdadera nada. Lo que no se mueve. Lo que nunca se movió.
Ilustración: Eielson.

viernes, enero 11, 2019

Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos



A principios del siglo XX un muchacho nacido en el norte del Perú comprendió con extravagante serenidad que las palabras contienen mucho más que su significado explícito. Al construir frases no solo se alude a ideas. La palabra se va cargando mientras rueda por la vida de personas -de pueblos, de civilizaciones- hasta convertirse en algo que proyecta una desmesurada sombra, algo ahíto de caprichoso contenido. Hay mucha música, imágenes vertiginosas y harta referencia al estado del alma vibrando en el interior de cada signo. Y, lo más alucinante, es que mucho de ese contenido es contradictorio, soportado solo por una congruencia milagrosamente ilógica que hoy, alguien, podría acusar de evento cuántico. Las palabras son llaves que nos permiten acceso a afiladas astillas del universo. Aquel muchacho comprendió entonces que estas pueden ser instrumentos de una orquesta y que solo hay que cerrar los ojos. Con los precisos movimientos de un inspirado director es posible hacer que resuene un concierto que va mucho más allá del insípido decir.
El muchacho supo así que una estrategia de escritura razonable que apuntase al nítido significado resultaba un obstáculo para la plena expresión. Dejándose llevar por algo parecido al delirio se sumergió en días febriles surgiendo semanas después con un manuscrito que revelaba una insólita belleza. Una belleza adacadabrante. Poniendo en orbita en una misma constelación elementos aparentemente disímiles, (lo triste y lo dulce mezclado con lo feo y lo raro) pudo por fin expresar a cabalidad algo que yacía en el territorio de lo mudo. Y entonces, a pesar de que sus textos estaban también desprovistos de la tradicional cosmética en boga decidió, desafiante, llamarlos poesía.
Su libro, claro, fue recibido con indiferencia, aunque estos poemas aparentemente inextricables encontraron pronto unos pocos lectores que -sin saber como- los entendieron con la emoción del testigo de un milagro. El joven tomó el asunto con natural estoicismo y, pronto, sintiendo que aún le quedaban cosas por hacer, partió rumbo a la salvaje Europa. Murió un viernes. Sin lluvia. Sin sol. Diciendo quién sabe qué cosas.
Ilustración: Jean Dubuffet.

miércoles, diciembre 26, 2018

Esta perpetua inminencia del futuro



Hasta el siglo XX era natural que una generación pudiese disfrutar de largos años de estabilidad entre época de cambios. En el nuevo siglo la estabilidad raramente se extiende más allá de algunos meses. Hasta el siglo XX la estabilidad se amoblaba acumulando cosas que duraban mucho tiempo: libros, discos, cámaras fotográficas, hermosas máquinas de escribir. Hoy ese acopio produce frustración porque el material coleccionado solo puede ser consumido parcialmente antes de ser reemplazado. Los de las generaciones anteriores provenimos de la escasez endémica. Hoy vivimos en una época donde el tránsito es el estado natural y la estabilidad es la excepción: eso exige una actitud mental extremadamente flexible y una vocación por el vértigo.
Las sorprendentemente agresivas campañas por la revaloración de las tradiciones que aderezan estos tiempos no son otra cosa que la nostalgia por la perdida estabilidad. A pesar de que a primera vista las ensoñaciones medievales que combaten todo lo novedoso resultan paradójicas en este siglo tan superado, una mirada más atenta hace visible su dramática coherencia. La desesperación por la vuelta al pasado es un impulso primario y hasta estúpido, pero encuentra una explicación ante la ya patológica dificultad para encontrar algo de estabilidad. Porque la adictiva excitación por la novedad no elimina la angustia por un tiempo presente demasiado fugaz, por una perpetua inminencia del futuro. Tenemos que reconocerlo: más allá de nuestra juvenil voracidad, en lo más hondo, lo que ansiamos es un momento de silencio. Un largo momento en el que todo esté tan equilibrado que no se mueva. Un instante que parezca el definitivo. La tan antigua y mítica añoranza por el cero absoluto.
Ilustración: Carlos Runcie Tanaka.

martes, diciembre 18, 2018

La cruel filosofía de olvidarte


Hubo un tiempo en que una hermosa forma de vivir consistía en engordar la biblioteca personal. Uno merodeaba por las librerías y luego regresaba a la casa sintiéndose poderoso. Ese júbilo, sin embargo, no era demasiado virtuoso. Todo lector tiene algo de cazador. Leer es una forma de vivir. Leer tiene algo en común con el amor, porque nos permite salir de la prisión (del ser). Transformar nuestra geografía interior. Por eso la alegría del lector es con frecuencia un tanto expansiva. Y no es raro que este mencione, a quien pueda interesarle, los párrafos que ha subrayado, los hallazgos, las inflexiones, la experiencia con las páginas finales. Declama, incluso, algunas citas que laboriosamente ha copiado en una base de datos. Cosas no necesariamente admirables, pero que le han llamado la atención por su sonido, por la distribución de las palabras, o simplemente por algún giro desconcertante. Y de esta manera, poco a poco, mes a mes, año a año, las paredes de su sitio se van llenando de libros muy sobados.

Pero los libros no lo son todo. El lector suele amar también la música y el cine. En los viejos tiempos era complicado conseguir cualquier cosa. Pero con el desembarco de la era digital llegó la gloriosa hora de la replicación. Eso trajo algo trascendental: la posibilidad de acopiar casi todo con lo que alguna vez habíamos soñado. Y entonces los discos duros empezaron a henchirse (con música, con películas, con libros). ¿El paraíso? Sin embargo ocurre que todas esas gigas repletas resultan ahora algo irrelevantes. ¿Para qué escarbar en nuestros archivos si podemos escuchar lo que nos dé la gana en sitios como Spotify y ver lo que necesitamos en Netflix y sitios de descarga? Lo que queda claro es que, tristemente, ya no podemos relamernos con el simple placer del avaro que cada noche repasa sus tesoros.
Con los libros ocurre algo incluso más chocante. Los libros, la biblioteca personal, han sido siempre sagrados. Incluso los que no leen los mencionan entre las cosas simbólicamente venerables. Recuerdo que un tío cada semana solía comprar religiosamente un tomo precisando que eran para su jubilación. Toda la inquietud y todos los sueños de su vida se levantaban con la esperanza de alcanzar el merecido descanso rodeado de perfectas provisiones. Por eso cuando ahora se habla de la muerte del libro el escándalo parece mayor. Pero el libro no solo no está muriendo sino está experimentando un fenómeno similar al de la música y el cine. Nunca antes en la historia, gracias a los formatos digitales, ha sido tan grande la cantidad de libros (y fotografía y música y pintura y cine) disponibles. Pero ahora su física posesión se ha vuelto irrelevante. Eso, sin duda, es una pena para los que amorosamente habíamos forjado una respetable biblioteca personal: ya no podremos encontrar la paz (si es que existe alguna paz en el universo) apaciblemente confortados por el testimonio físico de los estantes repletos.




lunes, diciembre 10, 2018

Dios es el más popular (de los personajes literarios)



La razón por la que la mayor parte de la humanidad profesa alguna fe religiosa es porque la religión es el más poderoso de los recursos terapéuticos presuntamente gratuitos. Si te hace bien inventar una historia para no sentirte desamparado frente a todo lo inexplicable, ¿quién soy yo para denunciarte? El fundamentalismo, sin embargo, se da cuando los fieles devotos tergiversan la terapia convirtiéndola en instrumento de una peligrosa simplificación donde todo está en blanco y negro, y todo está maravillosamente resuelto. El fundamentalismo cree que existe la certeza absoluta y eso es algo objetivamente anclado en la zona del delirio. Quieren que todos piensen como ellos. Quieren responder todas las interrogantes con las visiones de su mente afiebrada. Ciertamente vivimos angustiados por la necesidad de respuestas, por eso las inventamos, pero parece saludable no dejarnos embaucar por nuestras propias mentiras. Si alguien me pregunta me atrevería a decir que el único indicio de lo absoluto que hay en lo humano es eso que tenemos en la punta de la lengua.
Harold Bloom aseguraba que el primer genio literario fue una mujer llamada Betsabé. Sugiere que fue ella la que escribió los tres primeros libros de la biblia (Génesis, Éxodo y Números) y que su retrato del Dios llamado Yahvé es apasionante por contradictorio y caprichoso. Sugiere que miles de millones de personas seguidoras de las tres principales religiones han adorado y continúan adorando a un personaje literario. Si seguimos esta tentadora línea de pensamiento podríamos fácilmente llegar a la conclusión de que la ficción es una actividad consustancial a lo humano. Ficcionalizar es una manera de entender lo que no entendemos. Bloom asegura que una obra maestra nos hace sentirnos extraños en nuestro propia casa. Es decir que afecta la idea de lo que es nuestra propia casa, no aleja de la certeza y nos ubica una vez más en la zona del asombro, y ese asombro es evidencia de una espacio mayor, un lugar que contiene todo lo que no entendemos. Resulta entonces que nuestro hogar era más grande de lo que pensábamos.

miércoles, diciembre 05, 2018

¿Se gana mucho dinero con la poesía?



Como es de conocimiento público la actividad de poeta no ofrece abundantes beneficios. Simplemente no hay dinero de por medio. Por otro lado, la embriaguez de poder es imposible, porque nadie acata ordenes del género lírico. Lo que si parecen apreciar los bardos es la bendita fama. Y eso tiene sentido ya que el viejo Woody asegura que la masturbación es legítima, porque es sexo con alguien que uno ama.
¿Pero qué piensan los poetas en su lecho de muerte? ¿Valió la pena ser clasificado con los demás monstruos de la sociedad? ¿Escribir EL POEMA es la meta que lo justifica todo? No creo. Especialmente porque la verdad es que a pesar de lo que afirman los optimistas nunca nadie ha escrito EL POEMA. Los grandes poetas se han acercado, es cierto, pero es imposible triunfar en la profesión de poeta. Especialmente porque la poesía no es una profesión. La poesía es una aventura. ¿Dónde está entonces la felicidad de los poetas? Algunos piensan que son como esos pastorcitos que vieron a la virgen y que cada nuevo día se avivan con la esperanza de volver a ser bendecidos. Tal vez. Pero lo que si parece claro es que la emoción es lo interesante en este arduo oficio. O sea la dicha está no tanto en el poema final, sino en el ejercicio de la cotidiana caligrafía tratando de hilvanar alguna expresión valedera ante todo ese pasmo. Porque no se puede ser poeta a ratos. Aunque a ratos no se puede ser poeta.

viernes, noviembre 30, 2018

La urgencia de alterar la maldita geografía



¿Por qué el amor preocupa tanto a los cantantes y a los constructores de versos? Un tema que ha escapado al ojo avizor de los teóricos de la conspiración es que todo el mundo sufre de claustrofobia. Se ha demostrado, además, que el amor es el recurso favorito de los que quieren escapar de sí mismos. Es por eso que hasta el 51 por ciento de los poemas escritos se han arrebatado con este radiante misterio. Y todo el que ha experimentado este particular estado mental sabe que el amor es una actividad parecida a la de los exploradores que quieren descubrir continentes para alterar definitivamente toda la geografía. El amor se reduce entonces a una cosa: uno que siempre ha vivido aquí de pronto siente una imperativa fuerza magnética que lo obliga a salir de aquí e ir hacia allí. Justo ahí.
Fragmento de texto leído en el Hay festival Arequipa 2018.

viernes, noviembre 23, 2018

Qué diría si alguien pregunta




Como solía asegurar Alfred, la acción sucedió en ningún sitio, es decir en Arequipa. Arequipa era una provincia más remota de lo que es hoy, y uno dedicaba buena parte del día a saludar a los transeúntes. En aquellos tiempos todos solíamos beber abundante pisco adulterado en mesas de formica celeste. Yo era muy dado a la euforia y siempre, siempre, patrullaba con un folder de poemas recién cosechados. Sin duda era un tipo fastidioso, porque me metía en el papel de poeta joven y lanzaba los poemas sin provocación previa, en voz muy alta, llevando el ritmo con la mano derecha. Hasta que un día, no sé por qué, una chica hizo la pregunta: ¿Cuándo empezaste a escribir? Aparentemente yo había esperado años a que alguien formulase esa grave interrogante y tenía la respuesta ya mecanografiada. Creo que dije algo sobre mi vieja Underwood y sobre el mundo desolado y aquello de solo la poesía y nada más que la poesía.
Esa fue la primera vez que advertí que la gente tenía una especial predilección por la mentira. Pero, ¿qué es lo que debía haber respondido? ¿Empecé a escribir porque había una preciosa chica en la calle La Merced? ¿Empecé a escribir porque quería explorar los límites del lenguaje humano? ¿Empecé a escribir porque un día sentí que mi mano vibraba inconteniblemente? En realidad, si es obligatorio ser fiel a la verdad, empecé a escribir porque la poesía es una ambición. Una pura y simple ambición.

Ser salvaje era algo que estaba muy de moda en los años setenta. Ser salvaje y ser joven era la manera de estar en la onda en aquellos remotos tiempos. Y ser salvaje y ser joven y pertenecer a una manada era algo que parecía obligatorio. Por esa razón los poetas creían necesario institucionalizarse lanzando revistas y manifiestos bajo alguna etiqueta resonante. Si bien mis amigos y yo fuimos culpables de publicar la revista Ómnibus y algún travieso manifiesto, lo hicimos impulsados por un ritual que era simultáneamente afirmativo y negativo. Porque ya en aquellos remotos tiempos adivinábamos que la fiesta, la ironía y el humor, pueden perfectamente rimar con el furor, la ira y las diversas formas de la acción. 

Fragmento de texto leído en el Hay festival Arequipa 2018.

miércoles, octubre 17, 2018

Todo sitio es a veces ningún sitio



Juan Carlos Belon es un fotógrafo con firmes raíces en el sur del Perú y parte de Chile. En 1966 asistió, en uno de esos cines de provincias, a una función de Blow up, del legendario cineasta Michelangelo Antonioni, en ese momento empezó una relación con la fotografía que le duraría toda la vida. En 1981, en compañía del recordado pintor Choclo Ricketts, abordó un viejo vehículo acondicionado para soportar las desiguales rutas hacia lo profundo del Perú. La expedición artística duró meses, y fue el germen primordial para experiencias similares en la India, Japón y el continente americano.
Afincado desde hace décadas en Europa, Belón se formó estudiando a maestros como Walker Evans Robert, Frank, Miroslav Tichy, Frantisek Drtikol, Bernard Plossu, Willian Eggleston y Ed Ruscha. A fines del siglo XX regresó temporalmente a Arequipa y, bajo la influencia de los Encuentros internacionales de la fotografía de Arles y el Mes de la foto de París, organizó la primera bienal de fotografía del Perú. Su trabajo ha sido expuesto en galerías de Europa y América y ha participado como expositor en eventos de investigadores de las artes visuales.

Algo curioso en el trabajo de Belón es el evidente contraste entre sus recurrencias temáticas. Por un lado las despojadas composiciones libres de miembros de nuestra especie y por el otro una penetrante vocación de retratista. Quizá la tensión entre la presencia y la ausencia es el eje sobre el que evoluciona la búsqueda de este fotógrafo. Su serie de retratos de poetas de la segunda mitad del siglo XX fue difundida, con la dosificación que marcaba la partida de dichos bardos, llamando la atención por su coherencia. Sobresalían ahí un Washington Delgado firmemente adherido a su silla en el centro de una arquería de sombras, y un José Ruiz Rosas en la más reflexiva versión de un claroscuro. Pero es en la impresionante galería de ancianos del asilo Lira, que se exhibe en esta muestra, donde Belón maneja con lente inquisitivo la densa presencia de aquellos vecinos de la muerte. Belón no intenta una exclamación visual ante los rescoldos del gran fuego sino que observa, con impertérrita curiosidad, a esos que ya están en tránsito hacia la ausencia.
En el resto de su obra hay muchas fotos de calles o de espacios humanos abandonados. En las grandes urbes, donde todos los seres mutan hacia la fugaz forma de un transeúnte, Belón opta por capturarlos de espaldas, esencialmente anónimos, desprovistos de alguna solícita existencia. Y el asunto es verdaderamente radical en su serie Paisajes peruanos. Un aeropuerto abandonado, una carretera que desaparece tras una curva, una hilera de casas que son solo fachadas que maquillan el vacío. La desaparición de los humanos es unicamente alarmante cuando ha quedado una huella -un vestigio- de esa misteriosa presencia. Con aérea lucidez Juan Carlos Belón reflexiona en gran parte de su obra sobre la esencial contingencia de eso que llamamos lo humano.

En los últimos años Juan Carlos Belón se ha orientado a explorar el fenómeno del tiempo en la fotografía. En reciente entrevista asegura que su misión es dejar trabajar el tiempo invisible en el espacio de la mirada. Una imagen fija -una fotografía- atrapa un instante y lo encierra en una composición hecha de intención y estilo. Pero nadie puede triunfar contra el tiempo pues este persiste e insiste, y en su serie Entre temps Belón impugna el concepto mismo de capturar el instante, de congelarlo, de confinarlo a un formato específico. La consecuencia natural de esto es su deriva hacia la secuencia de tomas, tratando de convocar al tiempo interno de las imágenes o, como él afirma, reactivar los tiempos particulares de cada momento.

La basura de uno es el tesoro de otro, dice con crudeza una frase popular. Pero a veces la basura de uno es el tesoro de uno mismo. Es cosa de cambiar de lente y de dejar fluir un poco el calendario. Si bien reciclar es uno de los signos de la perdida de la inocencia que caracteriza al arte moderno, el pastiche, los remakes, y todo segundo uso suele encontrar su dinámica con el motor de la ironía. Pero la introspección de Juan Carlos Belón -el sumergir la nariz en el archivo personal- no está tocado por el signo afirmativo del que repasa lo usado como algo concluido, -como momentos simplemente postergados-, como quien hace una simple evaluación, sino que, en un arrebato de negación de la frivolidad de narciso, escarba buscando algún viejo error que lo conduzca a una novísima revelación. Parte sin duda de la idea de que lo imperfecto, lo desechado, posee una belleza que solo es posible desarrollar con una segunda mirada. Y es la multiplicación de esta segunda mirada lo que le permite a Belón realizar un trabajo abierto a la densidad, deliberadamente de espaldas a la espontaneidad.
La exposición en el Centro Cultural Inca Garcilaso que se inaugura el 8 de noviembre es una excelente oportunidad para poder ubicar apropiadamente la obra de este interesante fotógrafo peruano radicado hace décadas en Marsella.

viernes, septiembre 28, 2018

El cepillo de dientes, el horno y el teléfono estridente



Una mañana fui testigo de la absoluta incapacidad de don Pepe para mentir. Estábamos conversando cuando se le acercó una persona que, luego de una corta introducción, intentó comprometerlo para una reunión de viernes por la noche. El poeta, con impecable amabilidad, le informó que por desgracia le era imposible aceptar. El otro, renuente a soportar un no, le preguntó que por qué, que si tenía un compromiso ineludible. El bardo tan barbado, fijando la mirada en la punta de su zapato, dijo: Es que voy a viajar. Ah, replicó el otro, ¿Te vas a Europa, Pepito? Sí, contestó José Ruiz Rosas, viajo a Europa para la navidad. Aquel amigo, entonces, se alejó perplejo. Yo miré al poeta y pensé recordarle que recién estábamos en mayo, pero no dije nada, tal vez no le gustaba preparar sus maletas a última hora.

Hay ocasiones, sin embargo, en las que todos somos capaces de mentir. Pero no don Pepe. Cierto día, en el que el fenómeno de la nevada empezaba a crisparle los nervios, el teléfono empezó a timbrar con estrépito. Don Pepe gritó a Ximena: ¡Si es a mí di que he salido! Y con rápidos pasos abrió la puerta de calle y se paró en la vereda. Desde ahí vigiló a su hija y al teléfono y, cuando ésta colgó el aparato, volvió a entrar a su casa y seguió con la lectura de un tomito de Francisco de Quevedo.

Don Pepe como todo escritor, disfrutaba mucho escribiendo. Pero no solo poemas. Solía escribir carteles que distribuía por la casa. Cuenta Gloria Sanz que una tarde fue a tomar té con María Teresa y ésta le dijo que acababan de comprar un pequeño horno para calentar el pan. Al acercarse vio una nota adherida a la puerta: “Por favor, manejar con cuidado este altar temporal”.
En otra ocasión, en el baño, alguien encontró otro cartel pegado a la mayólica: “A quien corresponda: el cepillo de dientes es de uso personal”.


Una mañana en que estaba trabajando arduamente sonó el teléfono. Era don Pepe, que sin mayor preámbulo me preguntó si yo tenía problemas con la vista. Vacilando le conté que usaba lentes desde la universidad y que aparte de la miopía me las arreglaba bastante bien. Algo desconcertado, pregunté: ¿Hay algún problema? No, dijo don Pepe, es que estaba pensando en su apellido: Cha no ve. Y colgó.


Ilustración: José Ruiz Rosas por Luis Pantigoso.

miércoles, agosto 29, 2018

José Ruiz Rosas (1928- 2018)



COMO casa póstera quiero
un sitio pequeño en que exista
—solaz del espacio y la vista—
retama, jazmín, limonero.
Dijeran jardín extranjero
mas no importará: se conquista
la tierra total, no la pista
donde se extravía el sendero.
Y desde allí, ya sepulto,
se distribuirán mis tejidos
hacia lo total de este bulto.
Se dilatarán mis quejidos,
quedo resplandor del indulto,
entre los demás seres idos.
Nota: este poema escrito en Arequipa por José Ruiz Rosas fue incluído en el libro Dobles, de 1971.
Nota 2: Puede consultarse un par de textos sobre mi entrañable amigo haciendo click aquí y aquí.

A fuego lento

¿Un cocinero está a la altura de un poeta? Esta pregunta encuentra un lugar central en la película La passion de Dodin Bouffant (2023), dir...