A
pesar de que estamos claramente enraizados en el universo de lo
finito el movimiento rotatorio que empuja los minutos parece
funcionar en base a la potencia ígnea de la nada, del vacío, de la
ausencia. Lo que somos es por culpa de lo que no somos. Un mecánico
alguna vez se atrevió a acuñar una frase: El sentido de la vida es
llenar un vacío. Cuando se alcanza una meta se engendra la plenitud
durante lo que dura un estallido. Entonces se genera un nuevo vacío.
El pistón, la biela, el cigueñal. El sorprendente fenómeno de la
danza de lo determinado con lo indefinido. ¿Pero qué contiene ese
vacío que tanto queremos llenar? Ser capaz de crear potencia
(equiparable a la de rojos impalas) en base a la crisis provocada por
una ausencia es algo que tiene su belleza. Porque uno tiende a creer
que un vacío es algo densamente ocupado por nada. Pero no. La nada
es algo que hemos robado de otro universo. Aquí en esta habitación,
en este planeta, en esta galaxia, todo está repleto, todo tiene
algo. Lo que ocurre es que estamos acostumbrados a suponer que lo que
no vemos, lo que es invisible, no existe. Pero en esa zona
ominosamente indefinida está lo
impertérrito.
El viejo mecánico mencionado anteriormente aseguraba que si bien la dinámica de la vida es emocionante, el responsable último de la continuidad es la inercia. Seguimos hipnóticamente el pulso de la ruta, la blanca y discontinua línea de la carretera. Y nadie, nunca, parece creer que hay un momento en que el motor dejará de rugir y se plantará en seco en medio de la carretera. Todos somos adictos a las explosiones que nos movilizan, por imperceptibles que sean, pero ese frenesí esconde un miedo. Sí, ese vértigo es la clave. Ese vértigo es una oscura modalidad de la fascinación. Y esa fuerza gravitacional tiene su origen en la nada. La verdadera nada. Lo que no se mueve. Lo que nunca se movió.
El viejo mecánico mencionado anteriormente aseguraba que si bien la dinámica de la vida es emocionante, el responsable último de la continuidad es la inercia. Seguimos hipnóticamente el pulso de la ruta, la blanca y discontinua línea de la carretera. Y nadie, nunca, parece creer que hay un momento en que el motor dejará de rugir y se plantará en seco en medio de la carretera. Todos somos adictos a las explosiones que nos movilizan, por imperceptibles que sean, pero ese frenesí esconde un miedo. Sí, ese vértigo es la clave. Ese vértigo es una oscura modalidad de la fascinación. Y esa fuerza gravitacional tiene su origen en la nada. La verdadera nada. Lo que no se mueve. Lo que nunca se movió.
Ilustración: Eielson.