Durante la segunda mitad del siglo XX, Per Tangvald navegó los océanos como si fueran extensiones naturales de su alma. Los conocía con la familiaridad de quien ha hecho de la intemperie su patria. Para muchos fue un aventurero; para otros, un héroe. Pero quienes lo conocieron de cerca sospechaban algo más inquietante.
Tangvald nació en Noruega, en el seno de una familia que conoció el esplendor antes de la ruina. Su padre, un esquiador célebre, temía que el joven no heredara la fiereza de sus ancestros vikingos y lo obligó a aprender a dominar una nave. Lo que no previó fue que el mar ejerce un hechizo clásico sobre algunos elegidos y Tangvald cayó bajo ese embrujo de la manera más absoluta. Abandonó la ruta de los prudentes, dio la vuelta al planeta más de una vez, y a los sesenta y siete años fue tragado por las olas. Su barco se hundió frente a Bonaire, en el Caribe, con Carmen —su hija de seis años— encerrada en la cabina.
Surcar los mares sin destino preciso es una forma radical de la fe. Navegar, para Tangvald, no era un medio, sino un fin: una interrogación, una afirmación, una tentación, una ambición. Navegar era para él un estado mental. En alta mar, la sensación de vastedad se confunde con la del vacío; la ilusión de libertad se eleva a categoría mística. Quizá por eso el marinero llegó a convencerse de que era un hombre verdaderamente libre, que entendía el mar, que ningún orden establecido iba a destruir su espíritu. Pero el problema de los hombres demasiado libres es que, cuando algo amenaza su sueño de independencia, nada los detiene.
Hace poco se publicó Los niños de altamar, de Virginia Tangvald, la única hija sobreviviente del mítico navegante. El libro —escrito con una prosa elástica que se abre paso con inteligencia— convierte el testimonio en ajuste de cuentas. Lo que impulsa a Virginia Tangvald no es la nostalgia, sino el vértigo de enfrentarse a un padre que fue más mito que hombre. Nacida en altamar, nunca lo conoció realmente: su madre huyó con ella en brazos, salvándola de un destino incierto, pero dejándole el crónico dolor de las almas perdidas. De ese desgarro nace su escritura: una investigación que es también una exorcización.
A medida que avanzan las páginas, una verdad se impone: aquel hombre libre alcanzaba su libertad sacrificando a los que lo rodeaban en el altar de su individualismo. Ese mandamiento esencial —hacer siempre lo que uno quiere— se confunde con el credo de los egoístas apasionados. “La libertad es un monstruo eternamente hambriento al que debemos sacrificarlo todo”, escribe Virginia Tangvald. Y, aun así, el magnetismo de los hombres libres es indiscutible: su poder, su belleza salvaje, la fascinación que despiertan incluso en quienes terminarán destruidos.
Tangvald se casó siete veces, aunque su vida amorosa fue, más que una serie de vínculos, una sucesión de naufragios. El libro sugiere —con inquietante evidencia— que al menos a un par de sus esposas las arrojó literalmente por la borda, en medio de la nada. Cuando algo o alguien se interponía en su ruta sagrada hacia la libertad, a aquel héroe no le temblaba la mano.
En el fondo, Los niños de altamar es la historia de una hija que intenta rescatar del mito al hombre que la condenó a vivir bajo su sombra. Pero también es una advertencia contra aquellos que levantan ciegamente el ideal del hombre completamente libre. Porque, ya se sabe, acechan siempre auténticas fieras en la selva virgen del alma humana.
Los Niños de Altamar. Virginia Tangvald. Lumen. 2025
