¿Por
qué el amor preocupa tanto a los cantantes y a los constructores de
versos? Un tema que ha escapado al ojo avizor de los teóricos de la
conspiración es que todo el mundo sufre de claustrofobia. Se ha
demostrado, además, que el amor es el recurso favorito de los que
quieren escapar de sí mismos. Es por eso que hasta el 51 por ciento
de los poemas escritos se han arrebatado con este radiante misterio.
Y todo el que ha experimentado este particular estado mental sabe que
el amor es una actividad parecida a la de los exploradores que
quieren descubrir continentes para alterar definitivamente toda la
geografía. El amor se reduce entonces a una cosa: uno que siempre
ha vivido aquí de pronto siente una imperativa fuerza magnética que
lo obliga a salir de aquí e ir hacia allí. Justo ahí.
Fragmento de texto leído en el Hay festival Arequipa 2018.
viernes, noviembre 30, 2018
viernes, noviembre 23, 2018
Qué diría si alguien pregunta
Como solía asegurar Alfred, la acción sucedió en ningún sitio, es decir en Arequipa. Arequipa era una provincia más remota de lo que es hoy, y uno dedicaba buena parte del día a saludar a los transeúntes. En aquellos tiempos todos solíamos beber abundante pisco adulterado en mesas de formica celeste. Yo era muy dado a la euforia y siempre, siempre, patrullaba con un folder de poemas recién cosechados. Sin duda era un tipo fastidioso, porque me metía en el papel de poeta joven y lanzaba los poemas sin provocación previa, en voz muy alta, llevando el ritmo con la mano derecha. Hasta que un día, no sé por qué, una chica hizo la pregunta: ¿Cuándo empezaste a escribir? Aparentemente yo había esperado años a que alguien formulase esa grave interrogante y tenía la respuesta ya mecanografiada. Creo que dije algo sobre mi vieja Underwood y sobre el mundo desolado y aquello de solo la poesía y nada más que la poesía.
Esa
fue la primera vez que advertí que la gente tenía una especial
predilección por la mentira. Pero, ¿qué es lo que debía haber
respondido? ¿Empecé a escribir porque había una preciosa chica en
la calle La Merced? ¿Empecé a escribir porque quería explorar los
límites del lenguaje humano? ¿Empecé a escribir porque un día
sentí que mi mano vibraba inconteniblemente? En realidad, si es
obligatorio ser fiel a la verdad, empecé a escribir porque la poesía
es una ambición. Una pura y simple ambición.
Ser
salvaje era algo que estaba muy de moda en los años setenta. Ser
salvaje y ser joven era la manera de estar en la onda en aquellos
remotos tiempos. Y ser salvaje y ser joven y pertenecer a una manada
era algo que parecía obligatorio. Por esa razón los poetas creían
necesario institucionalizarse lanzando revistas y manifiestos bajo
alguna etiqueta resonante. Si bien mis amigos y yo fuimos culpables
de publicar la revista Ómnibus y algún travieso manifiesto, lo
hicimos impulsados por un ritual que era simultáneamente afirmativo
y negativo. Porque ya en aquellos remotos tiempos adivinábamos que
la fiesta, la ironía y el humor, pueden perfectamente rimar con el
furor, la ira y las diversas formas de la acción.
Fragmento de texto leído en el Hay festival Arequipa 2018.
miércoles, octubre 17, 2018
Todo sitio es a veces ningún sitio
Juan
Carlos Belon es un fotógrafo con firmes raíces en el sur del Perú
y parte de Chile. En 1966 asistió, en uno de esos cines de
provincias, a una función de Blow
up,
del legendario cineasta Michelangelo Antonioni, en ese momento empezó
una relación con la fotografía que le duraría toda la vida.
En 1981, en compañía del recordado pintor Choclo Ricketts, abordó
un viejo vehículo acondicionado para soportar las desiguales rutas
hacia lo profundo del
Perú.
La expedición artística duró meses, y fue el germen primordial
para experiencias similares en la India, Japón y el continente
americano.
Afincado
desde hace décadas en Europa, Belón se formó estudiando a maestros
como Walker
Evans
Robert, Frank, Miroslav Tichy, Frantisek Drtikol, Bernard Plossu,
Willian Eggleston y Ed Ruscha. A fines del siglo XX regresó
temporalmente a Arequipa y, bajo la influencia de los Encuentros
internacionales de la fotografía de Arles y el Mes de la foto de
París,
organizó la primera bienal de fotografía del Perú. Su trabajo ha
sido expuesto en galerías de Europa y América y ha participado como
expositor en eventos de investigadores de las artes visuales.
Algo
curioso en el trabajo de Belón es el evidente contraste entre sus
recurrencias temáticas. Por un lado las despojadas composiciones
libres de miembros de nuestra especie y por el otro una penetrante
vocación de retratista. Quizá la tensión entre la presencia y la
ausencia es el eje sobre el que
evoluciona
la búsqueda de este fotógrafo. Su serie de retratos de poetas de la
segunda mitad del siglo XX fue difundida, con la dosificación que
marcaba la partida de dichos bardos, llamando la atención por su
coherencia. Sobresalían ahí un Washington Delgado firmemente
adherido a su silla en el centro de una arquería de sombras, y un
José Ruiz Rosas en la más reflexiva versión de un claroscuro.
Pero es en la impresionante galería de ancianos del asilo Lira, que
se exhibe en esta muestra, donde Belón maneja con lente
inquisitivo la
densa presencia de aquellos vecinos de la muerte. Belón no intenta
una exclamación visual ante los rescoldos del gran fuego sino que
observa, con impertérrita curiosidad, a esos que ya están en
tránsito hacia la ausencia.
En
el resto de su obra hay muchas fotos de calles o de espacios humanos
abandonados. En las grandes urbes, donde todos
los seres mutan hacia la fugaz forma de un transeúnte,
Belón opta por capturarlos de espaldas, esencialmente anónimos,
desprovistos de alguna solícita existencia. Y el asunto es
verdaderamente radical en su serie Paisajes
peruanos.
Un aeropuerto abandonado, una carretera que desaparece tras una
curva, una hilera de casas que son solo fachadas que maquillan el
vacío. La desaparición de los humanos es unicamente alarmante
cuando ha quedado una huella -un vestigio- de esa misteriosa
presencia. Con aérea lucidez Juan Carlos Belón reflexiona en gran
parte de su obra sobre la esencial contingencia de eso que llamamos
lo humano.
En
los últimos años Juan Carlos Belón se ha orientado a explorar el
fenómeno del tiempo en la fotografía. En reciente entrevista
asegura que su misión es dejar
trabajar el tiempo invisible en el espacio de la mirada.
Una imagen fija -una fotografía- atrapa un instante y lo encierra en
una composición hecha de intención y estilo. Pero nadie puede
triunfar contra el tiempo pues este persiste e insiste, y en su serie
Entre
temps Belón
impugna el concepto mismo de capturar el instante, de congelarlo, de
confinarlo a un formato específico. La consecuencia natural de esto
es su deriva hacia la secuencia de tomas, tratando de convocar al
tiempo interno de las imágenes
o,
como él afirma, reactivar los tiempos particulares de cada momento.
La
basura de uno es el tesoro de otro, dice con crudeza una frase
popular. Pero a veces la basura de uno es el tesoro de uno mismo. Es
cosa de cambiar de lente y de dejar fluir un poco el calendario. Si
bien reciclar es uno de los signos de la perdida de la inocencia que
caracteriza al arte moderno, el pastiche, los remakes, y todo segundo
uso suele encontrar su dinámica con el motor de la ironía. Pero la
introspección de Juan Carlos Belón -el sumergir la nariz en el
archivo personal- no está tocado por el signo afirmativo del que
repasa lo usado como algo concluido, -como momentos simplemente
postergados-, como quien hace una simple evaluación, sino que, en un
arrebato de negación de la frivolidad de narciso, escarba buscando
algún viejo error que lo conduzca a una novísima revelación. Parte
sin duda de la idea de que lo imperfecto, lo desechado, posee una
belleza que solo es posible desarrollar con una segunda mirada. Y es
la multiplicación de esta segunda mirada lo que le permite a Belón
realizar un trabajo abierto a la densidad, deliberadamente de
espaldas a la espontaneidad.
La
exposición en el Centro Cultural Inca Garcilaso que
se inaugura el 8 de noviembre es
una excelente oportunidad para poder ubicar apropiadamente la obra de
este interesante fotógrafo peruano radicado hace décadas en
Marsella.
viernes, septiembre 28, 2018
El cepillo de dientes, el horno y el teléfono estridente
Una
mañana fui testigo de la absoluta incapacidad de don Pepe para
mentir. Estábamos conversando cuando se le acercó una persona que,
luego de una corta introducción, intentó comprometerlo para una
reunión de viernes por la noche. El poeta, con impecable amabilidad,
le informó que por desgracia le era imposible aceptar. El otro,
renuente a soportar un no, le preguntó que por qué, que si tenía
un compromiso ineludible. El bardo tan barbado, fijando la mirada en
la punta de su zapato, dijo: Es que voy a viajar. Ah, replicó el
otro, ¿Te vas a Europa, Pepito? Sí, contestó José Ruiz Rosas,
viajo a Europa para la navidad. Aquel amigo, entonces, se alejó
perplejo. Yo miré al poeta y pensé recordarle que recién estábamos
en mayo, pero no dije nada, tal vez no le gustaba preparar sus
maletas a última hora.
Hay
ocasiones, sin embargo, en las que todos somos capaces de mentir.
Pero no don Pepe. Cierto día, en el que el fenómeno de la nevada
empezaba a crisparle los nervios, el teléfono empezó a timbrar con
estrépito. Don Pepe gritó a Ximena: ¡Si es a mí di que he salido!
Y con rápidos pasos abrió la puerta de calle y se paró en la
vereda. Desde ahí vigiló a su hija y al teléfono y, cuando ésta
colgó el aparato, volvió a entrar a su casa y seguió con la
lectura de un tomito de Francisco de Quevedo.
Don
Pepe como todo escritor, disfrutaba mucho escribiendo. Pero no solo
poemas. Solía escribir carteles que distribuía por la casa. Cuenta
Gloria Sanz que una tarde fue a tomar té con María Teresa y ésta
le dijo que acababan de comprar un pequeño horno para calentar el
pan. Al acercarse vio una nota adherida a la puerta: “Por favor,
manejar con cuidado este altar temporal”.
En
otra ocasión, en el baño, alguien encontró otro cartel pegado a la
mayólica: “A quien corresponda: el cepillo de dientes es de uso personal”.
Una
mañana en que estaba trabajando arduamente sonó el teléfono. Era
don Pepe, que sin mayor preámbulo me preguntó si yo tenía
problemas con la vista. Vacilando le conté que usaba lentes desde la
universidad y que aparte de la miopía me las arreglaba bastante
bien. Algo desconcertado, pregunté: ¿Hay algún problema? No, dijo
don Pepe, es que estaba pensando en su apellido: Cha no ve. Y colgó.
Ilustración: José Ruiz Rosas por Luis Pantigoso.
miércoles, agosto 29, 2018
José Ruiz Rosas (1928- 2018)
COMO
casa póstera quiero
un sitio pequeño en que exista
—solaz del espacio y la vista—
retama, jazmín, limonero.
un sitio pequeño en que exista
—solaz del espacio y la vista—
retama, jazmín, limonero.
Dijeran
jardín extranjero
mas no importará: se conquista
la tierra total, no la pista
donde se extravía el sendero.
mas no importará: se conquista
la tierra total, no la pista
donde se extravía el sendero.
Y
desde allí, ya sepulto,
se distribuirán mis tejidos
hacia lo total de este bulto.
se distribuirán mis tejidos
hacia lo total de este bulto.
Se
dilatarán mis quejidos,
quedo resplandor del indulto,
entre los demás seres idos.
quedo resplandor del indulto,
entre los demás seres idos.
Nota:
este poema escrito en Arequipa por José Ruiz Rosas fue incluído en
el libro Dobles, de 1971.
lunes, agosto 20, 2018
Hábitat natural
Cuando Atahualpa Rodriguez escribió "yo no he nacido peruano; yo he nacido arequipeño" estaba poseído por la ebriedad del romanticismo. Pero el orgullo regional o nacional no es una virtud. Sentir amor por lo propio es natural, pero hacer de eso un culto nos lleva a distorsionar la realidad. Arequipa es una ciudad que tiene un enorme conflicto de identidad porque la atormenta ser una simple provincia. Arequipa piensa secretamente que debería ser la capital de un país, pero como eso es imposible, opta por refugiarse en la soberbia de la singularidad. Arequipa es la capital de un país imaginario. Ese país es telúrico, sus calles irradian una sólida belleza, su música es rústica y emotiva, su gente tiende a ponerse filosófica a causa de un capricho atmosférico, y es ahí, solo ahí, donde se puede comer el mejor chupe de camarones del planeta. Y, por supuesto, hasta es posible tramitar un pasaporte de la Republica Independiente de Arequipa.
Ilustración: Alfredo Chanove.
viernes, agosto 17, 2018
El silencio del decir
Fue diagnosticado con agorafobia. Esa condición lo
obligaba a disfrutar del confinamiento. ¿Era un prisionero? Quién
sabe. En su juventud se dejó llevar por la idea de que una persona
normal debe mantener una activa vida social. Este mundo considera lo
gregario como algo no solo prestigioso, sino incluso indispensable.
Finalmente optó por resignarse frente a la fuerza gravitatoria y se
confinó a sus habitaciones. A partir de ese instante sus eventuales
y obligatorias incursiones en el mundo exterior le resultaron
doblemente desconcertantes. Sin embargo, y tal vez precisamente por
esto, sus días en la extrema soledad empezaron a florecer en
intensidad y plenitud. La dicha es un arbusto que da flores pequeñas
pero de colores profundos.
Una
enfermedad es una dolencia cuando se asume como una circunstancia
adversa. Cuando la enfermedad se revela como lo correcto, entonces
deja de ser una enfermedad. El
egocentrismo transmuta en lógico todo lo patológico. La palabra
caos adquiere, en un destello, un novísimo significado.
Ilustración: Alan McDonald.
viernes, julio 06, 2018
Fútbol
El fútbol no es cuestión de vida o muerte; es mucho más que eso.
Bill Shankly
Cuando el equipo gana ocurre algo geométricamente
opuesto al dolor
La dicha del ganador es interesante
Los brazos se extienden inventando el signo de algún
absoluto
(Y frente a tanta luminosidad es inevitable la
ceguera)
El punto más alto de la felicidad es una
circunferencia perfecta
De fuego
El punto de la felicidad sucede cuando se alcanza algo
difícil
Algo que coquetea con lo inalcanzable
En cierta ocasión un jugador de tenis le ganó a un
sujeto legendario
El campeón del mundo
El jugador (cuyo nombre he olvidado) gritó:
¡Es imposible!
¡Es imposible que yo le haya ganado!
Pero cuando se pierde el dolor es insoportable
El desconsuelo del perdedor es considerablemente interesante
El instante que sigue a la derrota es grandiosamente
dramático
Porque perder es vitalidad que se ha ejercitado con
tajante esterilidad
Infructuosamente
(Al día siguiente se dirá siempre que no fue
infructuosamente)
Pero perder es la demostración de que todo es
potencialmente letal
Perder es comprobar que solo somos lo que somos
Algo tan débil
y pequeño como nos temíamos
Por eso cuando caemos frente a la verde inmensidad
Es imposible evitar ese asunto de las lágrimas
Ilustración: Sigmar Polke.
lunes, mayo 28, 2018
La Champions 2018/ Final
El coro entonaba
Como inculca el folklore del Liverpool
La iglesia protestante
El rojo sobre rojo de los hooligans
Repentinamente la diosa cegó al arquero Karius
Y la punta del borceguí de Benzema espoleó aquel balón
El árbitro pitó el final y el arquero perfiló su
estampa pálida
Se dirigió a la hinchada
Juntando ambas palmas
Forgive me
Please forgive me
Ilustración: Julio Arriaga.
miércoles, mayo 23, 2018
Philip Roth/El teatro de Sabbath/p. 483/
Un argumento de la existencia de Dios son los orgasmos
(Que bailan en la cabeza de un alfiler)
La madre del microchip
El triunfo de la evolución
(Junto con la retina y la membrana timpánica)
La maquinaria de su éxtasis habría deslumbrado a Tomás
de Aquino
(Si este hubiera sido capaz de experimentar su
economía)
Usted (sí, usted) podría desarrollar algo similar
En medio de la frente
(Como el ojo del cíclope)
¿Para qué necesitan joyas las mujeres?
¿Qué es el rubí?
Y eso está ahí por ninguna razón
(Solo por la razón por la que está ahí)
No para que corra agua a su través
No para diseminar simiente
Un clítoris siempre incluido en el paquete
(Como el juguete en el fondo de la vieja caja de corn
flakes)
El más simple regalo de cualquier Dios
(Y las chicas aclaman a su Hacedor)
(Un ser con auténtica debilidad por las damas)
sábado, mayo 19, 2018
El asesino
Sentí
el impulso de saltar hacia adelante y sacudir, patear, destrozar. Los días pasaban
como pasan los días. Con incidentes. Llenos de crímenes obligatorios.
Y tal vez es imprescindible actuar porque alguna gente contiene un código
potencialmente peligroso. O quizá alguien en lo alto de un edificio decide
alcanzar “el voluptuoso coronamiento de ser a la vez víctima y agresor”. Hay
amplios catálogos para toda ferocidad. Y todo ocurre en un día cualquiera,
mientras las multitudes transitan con los periódicos extendidos. Y las horas de
sus vidas, “en sus pequeños ataúdes”, van flotando detrás de cada individuo. De
todos. Malditos criminales. Y yo estaba ahí, esperando como siempre.
Persistiendo. Porque somos organismos tachonados de reflejos condicionados y el
más importante de todos es uno que se refiere a la afirmación. Es un comando
que dice: ¡Sigue! Y hay un mandamiento que ordena: ¡No matarás! Por eso cuando
estuve seguro que aquel individuo jamás volvería a deambular en estado de gracia
por las calles de Arequipa sentí desazón. Luego de dar un paso adelante se
enciende una luz de emergencia. No hay nada más torturado que el corazón de un asesino.
Más allá de los límites hay (siempre) un territorio alumbrado por un sol rojo.
Pero
de pronto vislumbré que (en cierto modo) ese sujeto no era otro sino alguien
que pesaba lo mismo que yo, que medía lo mismo que yo, que comía malaya frita y
sarza de tolinas (lo mismo que yo). Ese alguien era alguien caído
accidentalmente desde otro anillo de la intrincada geometría de las variaciones.
Tal vez (entonces) la lucha clásica contra nuestros enemigos no es más que una
licencia poética.
-¿Fue
(entonces) un error realizar lo ineludible?
Ilustración: Blinky Palermo composiction with 8 red rectangles.
viernes, mayo 11, 2018
La leyenda de Edmundo de los Ríos II
En
Arequipa no paraban de hablar de un tipo flaco que había sido galardonado en
Cuba y México. Juan Rulfo le había dedicado una frase ígnea: Con Edmundo de los Ríos se inicia la
literatura de la revolución. En todos los cenáculos culturales de los años
setenta se hablaba y hablaba. En Arequipa los sitios eran tres. En primer lugar
estaba El Capri, un bar restaurante que Guillermo Mercado había consagrado. Las
diarias conversaciones eran cívicas y los mozos distribuían tacitas de café y, solo
para los más peligrosos, vasos con una dosis precisa de pisco con vermuth.
Tengo entendido que Edmundo de los Ríos solía atusarse el bigote en una silla
contigua a la de Guillermo Mercado. El segundo lugar que imantaba intelectuales
era la casa de don Pepe Ruiz Rosas, en la calle Villaba. Fue probablemente ahí
donde me presentaron al novelista. La casa de don Pepe era el lugar donde cada
14 de mayo se podían encontrar los miembros de todas las generaciones. Una
pierna de cordero al romero salía del horno en un momento de jolgorio, y Edmundo
de los Ríos alzaba su tinto soltando exclamaciones. El tercer lugar era donde los debates filosóficos alcanzaban
conclusiones universales. En realidad el tercer lugar no era un lugar sino varios:
en la plaza de armas estaban el Far West y el Room dairy. Cerca de ahí El
Barcelona. Y al final de la calle Mercaderes El Bangú y el Todos Vuelven. Salvo
el Far west todos eran bares con mesas de fórmica. El Far West se distinguía
porque era un salón de té europeo que incluía sillas vienesas, posters de Pan-Am,
y una anciana suiza muy malgeniada. Los otros bares eran lugares de belleza puramente interior. La
épica y la lírica, la cerveza arequipeña y los piscos adulterados conspiraban
para generar una hermosa euforia provinciana.
Edmundo
de la Ríos tenía un sentido del humor de espadachín. Literalmente. Cuando la
argumentación se empantanaba alzaba la nariz y retaba a un duelo justo al
eventual discutidor. Edmundo era flaco y de piernas muy largas y solía entonces
alzar sus grandes zapatos. Normalmente nadie quedaba demasiado herido porque el
impacto solía ser controlado (y porque el resto de celebridades insistían en
armisticios). Pero en cierta ocasión, en el Capri, nada menos, un poeta de saco
y corbata se levantó indignado y desapareció. Cuando todos ya habían recobrado
la alegría el poeta empujó la puerta batiente y esgrimió su Colt 45.
Edmundo
de los Ríos leía muchísimo. Siempre aparecía con un libro entre manos y, con
voz devota, recitaba los pasajes más brillantes, esos que valían no solo como
letra, sino también como música. Cuando pasaba las páginas parecía que las
acariciaba. Pero no solo amaba los innumerables libros que tenía, sino que
codiciaba los que no poseía. Recuerdo que al visitar mi biblioteca se
encaprichó con Literaturas germánicas
medievales, un librito de Borges que yo había conseguido en tapa dura. Me
ofreció a cambio una botella de ron Pomalca y, como bonus, La Torre de las paradojas, de César Atahualpa Rodríguez. Luego, por alguna razón, me persiguió
durante semanas para convencerme de que le venda la Fenomenología del espíritu, de Hegel, libro que, como todo el mundo
sabe, está infectado por el oscurantismo retórico.
Edmundo
de los Ríos escribía mucho. Viajaba intempestivamente, se paraba en la Variante
de Uchumayo y trepaba al primer camión. Los choferes se entretenían contándole
su vida y, en cierta época, anunció oficialmente que sobre su escritorio bullía
una novela sobre camioneros. De esta manera Edmundo recorrió la Panamericana
buscando sitios para levantar su campamento. Recuerdo que contó los detalles de
su larga estadía en una caleta de pescadores donde escribió mucho y se hizo
marinero.
Una
mañana regresó de uno de sus viajes con el manuscrito de Los locos caballos
colorados. Era un montón de páginas escritas en papel biblia llenas de
garabatos. Me dijo que podía echarle un vistazo pero que, lamentablemente, no
podía dejarlas a mí cuidado por más de 10 o 15 minutos. Quizá media hora. Es
que su obra estaba siempre en progreso. No acababa de escribir algo, cuando ya
estaba viendo otra posibilidad. Y la cosa era complicada porque este libro
estaba escrito en un lenguaje que él había inventado en noches estrelladas. Un
lenguaje con una extraña gramática que seguramente se usaba regularmente en un
universo alternativo, en uno de esos mundos con personajes de rostros afilados.
No sé, pero las pocas páginas que me fueron permitidas me dejaron una fuerte impresión. El narrador parecía usar el
castellano con deliberada torpeza, como un pintor vanguardista que está ya
harto del trazo virtuoso. Me di cuenta entonces que Edmundo era el escritor más
extraño de la literatura peruana. Y eso es algo en un territorio donde proliferan los tipos raros.
Se
afirma que hay espíritus que pertenecen a otras épocas, a otros mundos, pero en
el caso de Edmundo de los Ríos otras épocas y otros mundos de apiñaban dentro
de su flaca anatomía. A veces, por
ejemplo, él era un penitente medieval. Recuerdo que cierta mañana fui a
visitarlo y lo encontré con la cabeza rapada. Parecía que alguien, con un
cuchillo herrumbroso, le había cortado, mechón a mechón, su negra cabellera de
cacique. Era, sin duda, el condenado que
se preparaba para la hoguera purificadora. No me contó nada particularmente esclarecedor,
pero pude entender que en ocasiones visitaba el infierno. Edmundo, sin embargo,
era también un maestro renacentista. Luego de renunciar a un cómodo puesto
gubernamental se confinó en una pequeña habitación muy cerca del río, en el
barrio de Vallecito, ansioso por trabajar con Los locos caballos colorados. En esa habitación recibía regiamente
a sus invitados. Las cuatro paredes estaban cubiertas de libros y, en los lugares libres, acomodaba su preciosa
colección de objetos litúrgicos. Digo litúrgicos porque cada cosa -una pipa, la
mano derecha de un cristo de madera, un tenedor decimonónico, el fragmento de
un huaco prehispánico-, se transformaba entre
sus largos dedos en algo intransferible, perfectamente singular. Coleccionaba
también, claro, objetos redundantes, como un cáliz consagrado, una mitra
arzobispal y hasta algo que parecía un báculo. Pero su tesoro más preciado era
la llave de la catedral. La leyenda cuenta que Edmundo iba cada día a la plaza
de armas a tomar sol, a pensar, a imaginar el fusilamiento de Felipe Santiago Salaverry,
la asonada del 50, el idéntico tránsito peatonal de los hermanos Vargas. Se
sentaba en una de las viejas bancas y dejaba pasar las horas vigilando, de
cuando en cuando, el abaleado reloj de la torre de la catedral, mientras tomaba
notas en su ajada libreta con tapa de cuero. En esas estaba cuando vio que el
padre Coca-Cola, un sacerdote que no sobrepasaba el metro cincuenta y que se afanaba
como sacristán, llegó hasta el gran portón del templo y, luego de trabajosa
maniobra, consiguió abrirlo y desaparecer. Pero el ojo de águila de Edmundo
notó algo. El diminuto clérigo había dejado la llave olvidada en la cerradura.
No lo pensó dos veces y con sus largas piernas huesudas avanzó con rapidez. Su
corazón, no más grande que el puño de su mano derecha, latió con inusitada
violencia. Tal vez se contemplaba a sí mismo observando aquel objeto. Tal vez
se asombraba por el extraño curso de los acontecimientos. Tal vez se preguntaba
qué quería Dios. El asunto es que con un movimiento lleno de gracia arrancó la
enorme llave del viejo portón y la escondió en el fondo de su largo gabán. Y se
dirigió a su casa iluminado por una sonrisa gigantesca. Parecía haber olvidado
incluso que no hay llave que abra el paraíso en este viejo valle de lágrimas.
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