lunes, junio 09, 2008

Los muertos


No hay nada tan inmóvil como un corazón que ha dejado de latir. Nada tan inmóvil como un ser que ha dejado de crear recuerdos. La muerte es seguramente el más enigmático de los aspectos de la vida. Probablemente porque es lo único aparentemente definitivo. La característica de la vida es el movimiento incesante: los minúsculos eventos en la rutina de nutrir al tronco a la cabeza y a las extremidades; las cotidianas aventuras en el mundo de las reminiscencias; los ruidos varios de nuestra humanidad tropezando con esto y con lo otro en su ruta hacia alguna parte; la voz de nuestro yo farfullando sin descanso. La vida humana empieza cuando empieza la memoria, cuando se abre el territorio de la conciencia de sí mismo. Y cuando de pronto cae el telón y ocurre la inmovilidad se genera un impacto, un shock. Estupefacción. Vértigo. No estamos hechos para entender algo tan radical como la inmovilidad. La muerte es una violencia contra el futuro. La muerte es una violencia contra la posibilidad. El no ser es una violencia para nuestro entendimiento. El dejar de existir es una violencia contra nuestro sentido de las cosas. Y es que la vida tiene una ladina tendencia a encastillarse en sí misma. Los seres humanos nos comportamos como los dementes clínicos que niegan todo lo que va más allá de su fantasía tan maniáticamente construida. Los seres vivos creemos que estar vivo es ser lo que se tiene que ser. Creemos que estar vivo es lo correcto. Lo demás es una derrota, un error, algo presuntamente terrible y trágico. Pero objetivamente a los seres humanos nos toca vivir poco. Nuestro ciclo vital no parece ser la regla sino la excepción en el marco de lo inmenso (con sus tan alargadas dimensiones de tiempo y de espacio). Y deberíamos encontrar la manera de entender que morir es tan solo salir de ese fascinante accidente de la nada que es la vida. Qué más. Qué menos.

Ilustración: Eugene W. Smith.

domingo, junio 01, 2008

¿En qué piensa un hombre muerto?


La negra y húmeda nariz del perro es sensitiva. Sus redondos ojos permanecen fijos, la cabeza ladeada. A pocos pasos un niño contempla también, con todos sus jóvenes músculos en tensión. No es un niño vagabundo. El óvalo de su cabeza está abrigado por una gorra oscura. Sus grandes orejas permanecen cuidadosamente ocultas. Los ojos del perro y del niño están fijos en el mismo lugar. Malamente recostado contra la pared un hombre de mediana edad no deja escapar ni el más mínimo ronquido. La corbata permanece fiel sobre la hilera de botones de la camisa, pero está feamente manchada de rojo. La sangre ha oscurecido también el pantalón y ha alcanzado el asqueroso piso del callejón. Los ojos del individuo están muy abiertos, pero no parecen mirar nada en particular. El niño recuerda que le han asegurado que cuando alguien muere contempla el desfile de toda su vida. El niño da con precaución un paso adelante. Estudia los grandes ojos congelados. Son ojos grandes, negros, extasiados. El niño nota que un mechón de cabello flota dislocado sobre la frente del hombre y alza la mano derecha. El perro suelta un corto ladrido y considera mostrar los dientes y amenazar con un inquietante gruñido. El niño, llevado por un rápido impulso, coloca la punta de su índice contra aquella cabeza que, de pronto, se desplaza unos centímetros hacia la derecha. El niño, entonces, retrocede como impulsado por un resorte, y dando ágilmente media vuelta empieza a correr. El perrillo lo sigue, ladrando, victorioso.
Ilustración: El Greco, La apertura del quinto sello.

martes, mayo 20, 2008

La leyenda de Edmundo de los Ríos


Edmundo de los Ríos fue uno de esos enigmáticos escritores con una obra excesivamente secreta. Tal vez eso tiñó su destino. Tal vez su terca pesquisa por la palabra exacta que atajaría a los demonios tuvo un costo demasiado alto. A pesar que no lo veía desde hace muchos años yo siempre recordaba el mágico refinamiento de su espíritu, su filoso humor, su entrañable amistad, pero especialmente su prosa innovadora –con una sintaxis sui generis que parecía insatisfecha con las limitaciones del simple castellano. Por eso cuando otro viejo amigo de los tiempos heroicos me escribió para contarme que Edmundo había muerto supe que los locos caballos colorados cabalgaban ya en otro lado, quien sabe en qué coordenada del infinito. La historia empezó hace muchos años cuando –solo un adolescente- Edmundo se enroló como cronista en un importante diario nacional. El siguiente paso fue saltar a la escalerilla de un avión que lo dejó en México. Allí, en la inmensa capital Azteca, se entregó con fervor a aporrear su vieja underwood. El resultado fue un importante lauro otorgado por la antiguamente prestigiosa Casa de las Américas. Al publicarse, la obra fue saludada por Juan Rulfo como “el inicio de la literatura de la revolución”. Edmundo de los Ríos tenía en ese momento poco más de veinte años y no sabía que el temprano esplendor de su vida pública iba a ser terriblemente breve. Eso, para los adictos a la celebridad suele ser una tragedia, pero no para Edmundo, que siempre fue un tipo extraño, una especie de monje de una iglesia impar. De ahí su extraña sensibilidad, de ahí su facilidad para el delirio sagrado.

Cuando lo conocí Edmundo de los Ríos vivía en un santuario enclavado en Vallecito. Era una pequeña habitación repleta de objetos fascinantes recogidos aquí y allá. Iconos fragmentados pero aún sacrosantos. Restos ínfimos pero preciosos de culturas que lucharon inútilmente contra el imperio de los quechuas (antes de que estos lucharan inútilmente contra el imperio de los Borbones). Todo disperso entre admirables ediciones de sujetos como Rilke, Borges, o Filisberto Hernández. Conservaba además –quien sabe por qué, quien sabe cómo- la calavera de un supuesto antepasado suyo. Pero la joya de su colección era sin duda alguna la llave de la catedral. Y es que Edmundo de los Ríos amaba todo lo bendecido por una antigua belleza. Y una mañana de julio, mientras transitaba muy temprano por la plaza de armas de Arequipa, una corazonada o algo equivalente lo impulsó a dirigirse en diagonal hacia el atrio de la catedral. Puntual como una flecha. Y entonces sus pequeños y brillantes ojos tan oscuros enfocaron con precisión aquel inesperado objetivo. Su corazón, no más grande que el puño de su mano derecha, latió con inusitada violencia. Tal vez se contemplaba a sí mismo observando aquel objeto. Tal vez se asombraba por el extraño curso de los acontecimientos. Tal vez se preguntaba qué quería Dios. El asunto es que con un movimiento lleno de gracia arrancó la arcaica y enorme llave del viejo portón y la escondió en el fondo de su largo gabán. Y se dirigió a su casa iluminado por una enorme sonrisa. Parecía haber olvidado incluso que no hay llave que abra el paraíso en este viejo valle de lágrimas.


Ilustración: Gerrit Dou. Artista en su estudio

viernes, abril 18, 2008

El Führer Karajan



La celebración del primer centenario de un personaje suele ser motivo para reventar abundantes cohetes. Pero en el caso del director de orquesta Herbert von Karajan estos cohetes son algo inquietantes. En un artículo conmemorativo publicado hace pocos días (El País) el británico Norman Lebrecht resume sus ideas con una frase literalmente lapidaria: “Karajan está muerto, la música está mucho mejor sin él”. Sus acusaciones se centran en que el director austriaco era un auténtico nazi y en que este, a diferencia de sus salvajes coleguitas, al acabar la guerra tuvo la oportunidad de continuar con su nefasto sistema de valores, provocando una catástrofe espiritual en el territorio de la música clásica. Y es que haciendo uso intensivo de su gran capacidad de intriga Karajan habría conseguido aplastar toda independencia y creatividad, consagrando exclusivamente su personal manera de dirigir y de concebir la música. Esto se habría traducido en una manera pasteurizada, cero colesterol, de interpretar a tipos como Beethoven (el melenudo indómito debe haberse revuelto en su tumba) Ravel y Debussy. Lo acusa también de imponer un Mahler en el que se ha anestesiado todo dolor (¡auch!). Esto, sumado a que las largas décadas durante las que impuso su tiranía en disqueras tan prestigiosas como Deutsche Grammophon, dieron por resultado algo que no consiguió su líder, la virtual conquista del mundo, imponiendo la férrea tiranía de sus caprichos en la segunda mitad del siglo XX. Pero Lebrecht no es el único, el crítico Harvey Sachs también apunta con el índice(“sus interpretaciones tienen una cualidad prefabricada que otros como Toscanini, Furtwängler nunca tuvieron... muchas de las grabaciones de Karajan son exageradamente pulidas”). Christoph von Dohnanyi, por su lado, ha llegado hasta a incriminarle como el gran demoledor de la tradición alemana de dirección musical por su tan escasa amplitud de mira, que supuestamente no iba más allá de la circunferencia de su ego
Uno podría entonces suponer que el amor por la música que sentía Von Karajan fue superado por su deseo licencioso de ser la medida de todas las cosas. El apetito desenfrenado de poder siempre ha generado monstruos criminales. Pero este apetito presenta variados matices. El poder que ambicionan los políticos tienen su origen en la arcaica compulsión de ser o aproximarse al emperador: mientras más cerca estás del centro neurálgico más sentido tiene tu vida. Los capitalistas, por otro lado, son movidos por una de las fuerzas más poderosas del universo: la codicia. Mientras más tengas, más vales. Los artistas, en cambio, que siempre han sido cantados como seres admirables y ajenos a mezquindades, pueden resultar en la vida real más feroces y despiadados que nadie. Todo empieza cuando la ambición creativa necesaria para realizar obras trascendentes se corrompe y se hace adicta a la figuración: más valioso eres mientras más famoso eres. Entonces el tan simpático artista se transmuta en alguien capaz de matar con tal de conseguir unos centímetros cuadrados en un medio de prensa.
Los políticos cuando triunfan pueden decidir sobre el destino de sus contemporáneos. Los capitalistas pueden comprar cosas y gentes. ¿Qué consiguen los artistas con la fama? Básicamente imponer su ego sobre los egos de los demás. El artista es un depredador de egos. El triunfo total de este tipo de artistas tocados por esta diabólica compulsión es convertir al mundo en una imagen de sí mismo. En hacer que todas las miradas estén clavadas en él. El problema está en que este tipo de locura está condenado a la insaciabilidad. Y la insaciabilidad conduce al olvido de los escrúpulos. Aunque, afortunadamente, tarde o temprano, como con el acerado Herbert Von Karajan, llega la hora del juicio. Y salen a la luz todas las artimañas.

jueves, abril 10, 2008

No lo intenten en casa


Una hermosa mañana de julio, hace muchos años, me levanté decidido a hacer algo útil. Miré a derecha e izquierda. Busqué en mi bolsillo y encendí un fósforo. Cuando se apagó, encendí otro. La cosa es agarrarlo entre el índice y el pulgar hasta el límite de la resistencia física. Algunos cambian a tiempo la posición de los dedos y, al final, exhiben una hebra negra y algo retorcida, pero a mí lo único que me gustaba era contemplar esa lengua amarilla. Solo eso. Inmóvil. Por eso siempre tenía una caja en el bolsillo. Mis padres lo sabían, y a cada momento estaban sometiéndome a humillantes registros y requisas. El día de los luctuosos sucesos mis queridos progenitores habían ido a besarse a otro lugar. A algún parque perdido. Junto a algún macizo de geranios. Bajo el gran árbol de Jacarandá. Yo quedé solo, con toda la casa para mí. Pensé que era la oportunidad para hacer algo extraordinario, algo que fuese un hito, algo que me emocionase. Edificar una catedral. Permitir que vuelen los pájaros hacia lo azul. Si hubiese tenido quince años seguramente habría avanzado con los dientes apretados (y habría dado un preciso puntapié). Si hubiese tenido diecisiete habría salido en busca de una mujer mala. Pero aún no tenía edad para casi nada. Por eso fui a la cocina y robé un bidón de kerosene. Y un fósforo.

Ilustración: Mark Rothko: number 8.

martes, febrero 19, 2008

La receta milagrosa del doctor César Aira






Considerado el secreto mejor guardado de la literatura argentina Cesar Aira es un escritor que no se parece a nadie. Autor de una obra irregular pero profundamente renovadora es, con Fogwill y muy especialmente con Ricardo Piglia, uno de los más innovadores representantes de la narrativa latinoamericana posterior al boom de la década de los sesenta.


Después de leer cualquier libro de Cesar Aira uno no está seguro si es el más chiflado o al más talentoso de los narradores argentinos. Y es que las historias de Aira son francamente demenciales. Con frecuencia hay un personaje más o menos desubicado que está en el centro de un torbellino de sucesos extraordinarios, cuando no apocalípticos. Por ejemplo en Los misterios de Rosario (1994) el protagonista tiene que alternar con las Mutantes Mnémicas, el Hombre Fantasticular, La Isis Babilónica, el Pteroliva. En El congreso de literatura (1999) un escritor provoca inadvertidamente una tumultuosa invasión de gusanos de seda del tamaño de edificios de 30 pisos. En Las Curas milagrosas del doctor Aira (1998) un ingenioso caballero pretende reparar el daño de los ponzoñosos carcinomas metiéndose directamente con el software del universo, dado su pretendido acceso al código fuente. En La Liebre (1991) un explorador inglés viaja entre poblados subandinos discutiendo con soltura con indios, que se sienten cómodos con tópicos de tipo filosófico, y que exhiben modales de dedo meñique mientras recorren los varios pisos de la realidad objetiva. Y en Varamo (2002) seguramente una de sus mejores obras, aunque la imaginación frenética está algo contenida, hay por lo menos un par de viejas putas que contrabandean palos de golf usando un sofisticado sistema electromagnético, de pulsos crípticos, cuya clave es luego fundamental para la redacción de la obra cumbre de la lírica centroamericana.

La ondulación de la realidad
En la obra de Aira el hilo argumental es sinuoso, los conceptos resbalosos, y los significados deslizantes. Sin embargo detrás de sus excesos, hay una propuesta sólida. Hay ideas, y formalmente abre caminos por la vieja pero siempre inagotable ruta de la libertad. Una que da respetabilidad a sus páginas es su ánimo reflexivo que en ocasiones se revela salvajemente inteligente. Con frecuencia en sus novelas se encuentra una poética desperdigada entre los núcleos narrativos. De una manera a veces delirante explica sus preocupaciones técnicas, y el sentido de su escritura. Lo interesante del asunto es que toda esta búsqueda está integrada a su deslumbramiento frente al fenómeno del “continuo” del universo que fragmenta “lo perfecto” de la unidad, creando la diversidad. Sus razonamientos siguen una lógica que en su trazo obstinado y esa maniática sumatoria alcanza el absurdo. Un absurdo del que se desprende un humor bizarro. Ese tipo de humor que hace que las carcajadas resuenen debajo de las costillas.
En el viejo debate entre los idealistas y los materialistas Aira tiene un lugar muy bien definido. Muchos, con razón, lo han vinculado a Borges a causa de su ánimo especulativo y su creación de mundos paradójicos. Pero Aira, a diferencia de Borges, no aprecia la “buena prosa”, el virtuosismo en la composición de frases. Tampoco le interesa la belleza de los giros del ingenio. Aira se confiesa desaliñado, profundamente imperfecto. En cierta ocasión llegó a afirmar que no soportaba a Marguerite Yourcenar por la ostentosa joyería de sus párrafos, por su virtuosismo, por su pose de deidad. Aira claramente pertenece a ese grupo que se rebela contra el mito que en el siglo XX forjó James Joyce, y que indujo a los lectores a venerar la ingeniería narrativa. Ese tipo de novela llena de engranajes, que se jactaba de la multivalencia de sus partes, del deprecio a lo inútil, a las excrecencias, a las arrugas. Ese tipo de novela que hacía brillar los ojos de los exegetas, que se sentían atraídos por un festín para impresionar a los discípulos. Aira está más cerca de las vanguardias lúdicas como el surrealismo, que creían que en lo intrascendente, en lo que escapaba a la simetría, había otro tipo de belleza.

Conquistando territorio
Cesar Aira ha empezado a ser apreciado sólo en los últimos años. Muchas de sus casi cuarenta obras han sido publicadas por editoriales desconocidas y con tirajes reducidos, pero progresivamente el interés ha crecido, estimulado por la amplia alcance de las editoriales españolas. En el ambiente latinoamericano se dio a conocer por un artículo de Ida Vitale, publicado en el número 165 de la revista Vuelta (1990). La poeta uruguaya confiesa haberse topado casualmente con la obra de Aira, y haberse sentido sorprendida. Para ella la obra de Aira con insistencia nos lleva adelante “por esa escalera de caracol en la volvemos a pasar por puntos de una misma vertical, con ligeros cambios de perspectiva cada vez”.
Cesar Aira no es un profesor, como muchos de sus colegas. Su manera de ganarse el pan honradamente desde su temprana juventud han sido las traducciones del inglés, francés, italiano, portugués, idiomas que aprendió sin darse cuenta, sin haber estudiado jamás el oficio. Cuando a finales de los años sesenta hizo una prueba para la editorial Paidós, quedaron tan sobresaltados que creían que había hecho trampa. 'Fue un descubrimiento para mí también, de que tenía un don especial para hacer traducciones'. César Aira, es padre de dos hijos, nació en 1947 en Coronel Pringles, un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires y desde 1967 está domiciliado en el barrio de Flores, en la capital argentina.
En algunas entrevistas Aira ha confesado sentir escaso aprecio por el trabajo de Vargas Llosa y García Márquez. El prefiere considerarse un vanguardista. Para este novelista los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran. En esa medida reivindica la vigencia de las vanguardias "entendidas como creadoras de procedimientos que han poblado el siglo de mapas del tesoro a la espera de ser explotados". Y, como suele ocurrir con los innovadores, la clave de su obra es la ambición desmedida. Cuando cumplió 50 años confesó que de niño quería ser un genio y como no lo consiguió construyó una especie de simulacro de genialidad. Dijo: Si uno descubre que no es un genio, no se resigna a ser lo que viene después. Yo preferí seguir creyendo que era un genio, de ahí creo que viene la extravagancia de mis libros, de mis argumentos, de lo que escribo. Siento la imposibilidad de renunciar a la idea que me hizo creer de chico que era un genio. Aunque también podría haber renunciado a esa idea y haber escrito simplemente novelas lo mejor que pudiera, novelas normales, como todo el mundo. Quizá podría haber llegado a ser un escritor más o menos aceptable. Pero no. Preferí seguir en ese juego... La única función que me asigno: dejarle al mundo algo que no haya tenido antes de mí. Creo que ésa es la función más genuina de un artista, un escritor. A veces chocan dos propósitos, hacer algo nuevo y hacer algo bueno. Si tengo que elegir entre las dos cosas prefiero que sea nuevo a que sea bueno.
Ya desde El Congreso de Literatura, Aira es clarísimo en sus intenciones y objetivos. "Mi Gran Obra es secreta, clandestina, y abarca toda mi vida, hasta en sus menores repliegues y en los acontecimientos más banales. He disimulado hasta ahora mis propósitos bajo el disfraz tan acogedor de la literatura. Pero mi objetivo, que a fuerza de transparencias se ha vuelto mi secreto mejor guardado, es el típico del Sabio Loco de los dibujos animados: extender mi dominio al mundo entero".

Foto: Dino Jurado.

jueves, febrero 14, 2008

Yo no era humano


Yo no era humano. ¿En qué momento me convertí en humano? Un día, por misteriosos designios aún no suficientemente estudiados, empezó un proceso de decantación en la tabla de los elementos naturales que puso en marcha ese motorcito zumbador que es mi vida. En la planta de ensamblaje se juntaron la exacta porción de cromosomas y yo estuve algo de tiempo flotando en líquidos nutrientes, en medio de burbujas, en medio de materia grasa de un terrible matiz anaranjado. No puedo asegurar que entendiese el concierto de Albinoni (que mi madre escuchaba todos los días con la intención de convocar en mí la buena vibra), pero cuando ella se tomaba una copita de anís, a mí me alcanzaba la electricidad. Yo era sólo un ser vivo en formación como cualquier otro. Como un tigre. Como una rata. Como un ave. Es cierto que ya cargaba un paquete completo de instrucciones. Entre esas ecuaciones, claro, anidaba también la contribución de mis antepasados. Pero yo aún no era un humano. ¿Acaso el pelo que contiene el ADN de un criminal es un humano? ¿Pero entonces cuándo empecé a ser ese humano que se dedica a vagar por las tortuosas calles de Arequipa? Eso ocurrió algunos segundos después que emitiera el primer grito.

domingo, octubre 28, 2007

La invención de la amada


Las obras que por alguna razón han logrado establecerse en el imaginario popular consagran a su autor pero, paradójicamente, esta relevancia suele ubicarlas en franca rebeldía con el simple mortal que las pergeñó. Es más, muchas veces terminan tomando un rumbo completamente diferente al que estaban supuestamente destinadas. Un caso particularmente significativo es el de Pygmalion, del dublinés George Bernard Shaw. Nunca el mito griego sobre la relación sentimental entre autor y obra tuvo más sentido y resonancia. Cuando en 1938 el consagrado dramaturgo (Nobel de 1925) comprometió su pluma y entusiasmo en la versión cinematográfica de Anthony Asquith y Leslie Howard, puso bien en claro algo que denominó “intención didáctica”. El protagonista, profesor Henry Higgins, suelta entonces con brillante desvergüenza sus parrafadas, apuntando al lenguaje como el signo distintivo de la valía de los seres humanos, como el instrumento de lo aparente y lo real, de lo noble y lo vil. El filme fue un rotundo éxito entre el público y entre los críticos, y hasta el venerable Shaw pudo disfrutar de algún gesto de desdén por un Oscar que luego colocó en su vitrina. Muy pronto, sin embargo, quedó claro que el público estaba principalmente emocionado por las chispas de electricidad que saltaban entre el profesor y la discípula sin darle demasiada cabida a la lujosa idea central, a los inteligentes propósitos del sardónico irlandés. ¿Pero cómo culpar al público por la rosa interpretación de los hechos? Las angustias amorosas suelen estar en el centro de la filosofía de las masas y la popularidad del melodrama lo demuestra. Sin embargo en este caso la famosa sabiduría popular pareció estar particularmente inspirada. Y es que la química entre el profesor Higgins y la “poor girl” Eliza Doolittle parece configurar con insólita nitidez uno de los grandes arquetipos de la relación amorosa. Toda mujer en medio de su vida gris está segura que dentro de ella hay una princesa: sólo un hombre especial, con algo de sabio, con algo de poeta, es el que tendrá el poder de conducirla hacia el esplendor. Millones de mujeres sueñan con encontrar el hombre que sea su gurú, su salvador, el que las ayude a ser lo maravillosas que ellas están seguras que en el fondo son, el que sabrá rescatar “la chispa escondida del fuego divino”. Este maestro tiene algo de padre, pero al ser una relación erótica y trascendental, no sólo formativa, suele devenir en un neurótico comportamiento con exhibición de violencia ritual. A pesar de las objeciones del maestro George Bernard Shaw, en su Pygmalion se puede incluso vislumbrar como este tipo de amor muestra su potencia visceral avasallando obstáculos y rivales materialmente mucho más viables. Por ejemplo Freddy, el amante devoto que suspira y lleva flores, es usado y desechado sin ninguna concesión. Y, de una manera mucho menos ostensible, el coronel Pickering, que es un hombre rico, considerado y sensible, termina apartado con un simple diploma de honor. La muchacha aquí no se inclina por los que aparentemente le convienen sino que opta por el que la abusa y desprecia. Sabe que ese maltrato es sólo un código secreto para la comunicación entre sus singulares espíritus. Sabe que ellos están hondamente comprometidos en una de las formas más extrañas de un salvaje proceso llamado amor.

Los últimos 10 años

No sé muy bien que he hecho en los últimos diez años Lo que sí tengo claro es lo que no hice No he ganado una suma exorbitante en la loterí...