Una hermosa mañana de julio, hace muchos años, me levanté decidido a hacer algo útil. Miré a derecha e izquierda. Busqué en mi bolsillo y encendí un fósforo. Cuando se apagó, encendí otro. La cosa es agarrarlo entre el índice y el pulgar hasta el límite de la resistencia física. Algunos cambian a tiempo la posición de los dedos y, al final, exhiben una hebra negra y algo retorcida, pero a mí lo único que me gustaba era contemplar esa lengua amarilla. Solo eso. Inmóvil. Por eso siempre tenía una caja en el bolsillo. Mis padres lo sabían, y a cada momento estaban sometiéndome a humillantes registros y requisas. El día de los luctuosos sucesos mis queridos progenitores habían ido a besarse a otro lugar. A algún parque perdido. Junto a algún macizo de geranios. Bajo el gran árbol de Jacarandá. Yo quedé solo, con toda la casa para mí. Pensé que era la oportunidad para hacer algo extraordinario, algo que fuese un hito, algo que me emocionase. Edificar una catedral. Permitir que vuelen los pájaros hacia lo azul. Si hubiese tenido quince años seguramente habría avanzado con los dientes apretados (y habría dado un preciso puntapié). Si hubiese tenido diecisiete habría salido en busca de una mujer mala. Pero aún no tenía edad para casi nada. Por eso fui a la cocina y robé un bidón de kerosene. Y un fósforo.
Ilustración: Mark Rothko: number 8.