viernes, diciembre 26, 2025
La mejor imagen de la semana
Mientras cantábamos villancicos el sistema solar se precipitaba a ochenta mil Kilómetros hacia el cúmulo Globular M13 de Hércules.
martes, diciembre 23, 2025
¿El alma pesa menos que un chocolate Sublime?
El problema de la navidad es que es absolutamente imperativo estar poseído por el espíritu navideño. Eso la hace deprimente para algunos desconfiados de las emociones generalizadas.
No recuerdo cuál fue la mejor navidad de mi vida. Lo que sí recuerdo es que, mientras fui esa cosa llamada niño, al llegar diciembre empezaba a percibir una arrolladora invasión de la felicidad. En primer lugar, porque luego del terrible examen final me esperaban tres inmensos meses de vacaciones. La navidad en realidad era el glorioso punto de partida para un verano dedicado exclusivamente a la vagancia.
Por más que lo intenté no pude jamás impresionarme por la noticia del advenimiento del Niño Jesús. Así que si bien la navidad resultaba la fiesta principal del año, lo era por razones menos sagradas de las mencionadas por las autoridades pertinentes. Unos días antes Alfredito, mi padre, sacaba las cajas donde guardaba, cuidadosamente envueltas, las muchas figuritas del nacimiento. Con grueso papel kraft había construido y pintado una escarpada montaña (que contradecía la geografía de Belén). La sagrada familia se ubicaba en una gruta y el niño reposaba sobre una paja ensortijada que fue precursora de las bolitas de tecnopor. En los alrededores se estacionaban no solo los personajes mencionados en la biblia, sino también figuras de todo tipo. Recuerdo que cierto año coloqué devotamente, junto al establo, la versión dinky toys del Aston Martin DB5, del agente 007 (que incluía un par de ametralladoras y el útil eyector para librarse del copiloto).
La navidad, si debo decir la verdad, se nutría de la simple ilusión. A diferencia de los cumpleaños, en navidad, los regalos eran un acontecimiento masivo. La tradición consistía en que nuestros padres, luego de confirmar que estábamos dormidos, colocaban los regalos al pie de nuestras camas. Por eso la mañana del veinticinco, no bien abríamos los ojos, éramos impulsados por un resorte. Inmediatamente después llegaba la hora de comparar. Recuerdo que salíamos a la calle y ahí estaban todos los niños del barrio, con sus inevitables pelotas de fútbol, con sus sombreros vaqueros, con sus pistolas de cebas, con los arcos con flechas con punta de goma, con los rojos carros bomberos que empezaban a aullar. Los juguetes son el verdadero espíritu de la navidad. Los juguetes nos permiten ejercitar el músculo de la imaginación. Los juguetes nos enseñan que la vida es un juego con varios niveles de complicación. Nos enseñan que el verdadero sentido de la existencia se da cuando enganchamos con una dinámica, cuando encendemos la mecha de lo lúdico. Los juguetes son un vehículo para la alegría del ser.
Cierto 25 de diciembre mi padrino, Hernán Pretto, apareció hacia media mañana con Frida Borja, su esposa, y me regalaron un pequeño Volkswagen rojo que se podía conducir remotamente a través de un cable. En aquellos tiempos lo máximo concebible era un camión de madera fabricado por presidiarios del penal de Siglo XX y entonces, ese carrito de bakelita con sus luces que se prendían y se apagaban, con sus ruedas que giraban a derecha e izquierda, nos dejó absolutamente deslumbrados. Todos los niños, que siempre éramos más de los que en realidad éramos, salimos al patio para entregarnos frenéticamente a la fascinación, al asombro, al delirio, al egoísmo, a la envidia. Los Padres y los padrinos quedaron en la sala tomando vermut con pisco y picando algo de queso con aceitunas hasta que, de pronto, me vieron aparecer en la puerta, con la cabeza inclinada en actitud doliente. ¡No le ha durado ni un día!, gritó la tía Frida.
El segundo gran regalo grabado en mi memoria era demasiado pesado. Recuerdo que cuando desperté esa nublada mañana dirigí mi ansiosa mirada hacia los pies de la cama y no vi nada. Un destello de desesperación se apoderó de mí hasta que, luego de pararme, vi que había una gran caja junto a la pata del catre. Allí se amontonaba el tesoro: un serrucho con hojas intercambiables, una segueta para calar triplay, prensas manuales, un hermoso cepillo de madera, un berbiquí, una gubia y muchas, muchas otras más cosas de hermoso metal. Lo que pasaba era que Roland, mi hermano el ingeniero, me había contagiado su fascinación por las herramientas y nuestro padre, atento a tan útiles manías, fue a la ferretería de un amigo suyo y consiguió todo a crédito, un regalo compartido. Demás está decir que la exaltación fue lo suficiente para dejarnos sin aliento, y durante meses estuvimos entregados a hacer proyectos (que rara vez terminábamos). Es necesario confesar, sin embargo, que nunca fui ni medianamente bueno con esos delicados instrumentos. Simplemente me parecían de una belleza irresistible.
El tercer regalo memorable fue el que se convirtió para siempre en mi objeto favorito. Es imprescindible reconocer, además, que en ese momento se estableció definitivamente mi reputación de bicho raro. Fue una navidad en la que, junto a mi pie derecho, perfectamente envuelta en papel verde con rojo, yacía extrañamente apacible la más famosa novela de Daniel Defoe. Ahí, entre páginas como esas, encontré el más emocionante de todos los juguetes.
lunes, diciembre 22, 2025
¿Por qué hablo en español?
Si no hubieran ocurrido un par de cosas, probablemente hoy estaría hablando quechua o puquina. Y si la historia hubiera tomado otros rumbos, quién sabe, tal vez estaría gesticulando en otro lugar, soltando palabras en inglés o en chino. Pero ¿por qué hablo español? ¿Por qué soy como soy?
Este idioma mío encierra una evidencia vital. Es cierto que lo hablo porque nací en él, porque me fue dado como el aire. Pero también lo hablo porque es un territorio compartido, un espacio donde cada palabra nos conecta con una memoria que no es solo la nuestra. En la voz de cada uno de nosotros resuenan los ecos de quienes lo hablaron antes, y la promesa de quienes lo hablarán después. Nuestra manera de usar el idioma contiene toda una historia. Y todas las historias contenidas en la Historia tienen mucho de feroz y de admirable, de salvaje y de civil. Corre sangre en nuestras venas: de intensidad, de dolor y de ilusión. Tanta energía emocional multiplica las formas del lenguaje y sus fascinantes extravíos.
El español, además, posee una versatilidad expresiva y una riqueza cultural que son fruto de su amplia distribución geográfica y de su profunda historia marcada por el mestizaje. Esta diversidad ha dado lugar a una enorme variedad de dialectos, modismos y matices que enriquecen su vocabulario y sus formas de expresión. Cada variante carga con su propia música, su propia manera de nombrar el mundo, su propia corporeidad.
Y es que el español destaca, sobre todo, por su capacidad de transmitir emociones con una musicalidad y una calidez únicas. Hay en él un sonido nítido que parece expresar a una carnalidad que late con contundencia a la hora de las derivas poéticas, a cierto destello en los globos oculares.
Siguiendo esta idea, tengo que concluir que esta mi ciudad funciona al mismo ritmo que su manera de hablar. Que este misterioso Perú se ama y se odia a sí mismo usando principalmente este lenguaje. Y que estos 500 millones de personas en toda la faz del planeta dejan escapar las mismas palabras de asombro por ser tan dolorosamente diferentes, y tan insoportablemente parecidos.
Pero el idioma también participa en nuestras más terribles aventuras. Muchos ya nos han advertido que cuando las palabras pierden su sentido, también se debilita nuestra capacidad de pensar. La advertencia no es menor: si dejamos que el idioma se disuelva, lo que ponemos en riesgo no es solo la belleza de la expresión, sino nuestra lucidez. Un lenguaje pobre engendra un pensamiento pobre. Y un pensamiento pobre, tarde o temprano, se convierte en una acción equivocada.
Es importante, entonces, no olvidar que la historia del idioma está siempre marcada por fuerzas poderosas. Con frecuencia, unas lenguas se imponen a otras. Y al hacerlo, sofocan memorias, clausuran formas de ver la realidad y hieren la dignidad de pueblos enteros. Cada palabra perdida no es solo un silencio: es un fantasma que va penando en la gran casa que hemos heredado. Recordar este hecho no nos debilita; al contrario, nos hace más conscientes de la responsabilidad que implica un idioma, atentos siempre a la complejidad de nuestras raíces.
Hace ya bastante tiempo que comprendimos que somos animales hechos de signos. Y los signos que conforman nuestra esencia pertenecen a un idioma que ha navegado por el turbulento río de la historia, asimilando insólitas raíces y resolviendo contradicciones. Nuestro idioma se ha convertido en un reflejo de lo que fue, de lo que es y de lo que será una parte enorme de este planeta. Y si hay algo que, por obvio, es francamente emocionante, es que el idioma es la nave mejor equipada para viajar hacia el otro: el despliegue de una mente que de pronto se encuentra con el despliegue de otra mente.
Entonces hablar español no es solo una situación accidental o geográfica. Es la coordenada esencial desde donde vemos y comprendemos el mundo. Porque en cada palabra que pronunciamos, se agita un fragmento de nosotros mismos. En el idioma late el pulso de una identidad que se niega a ser definida y que, por eso mismo, se llena de posibilidades. Al final, hablar español es habitar un territorio vasto y contradictorio. Es asumir que, en ese acto cotidiano, está cifrada una verdadera aventura de pertenencia, de memoria y creación.
Para terminar quisiera agregar que al final del día el lenguaje no es únicamente la herramienta de la lucidez; es también el vehículo de lo inefable. A veces, sirve para transmitir cosas tan urgentes como aquello de que "la alegría está en re mayor y lleva trompetas". Y es que cuando el idioma se pone la boina del poeta, deja de ser solo un medio de comunicación. La poesía se convierte en un espacio donde el lenguaje se transforma en un rito, en algo que se remite a ese tiempo en que lo usábamos para comunicarnos no solo con los demás, sino con eso que está por allá... más allá... justo en medio de ninguna parte.
martes, diciembre 16, 2025
Lo incontable es lo que cuenta
domingo, diciembre 14, 2025
Delitos de lesa modernidad
Un día un amigo me dijo que, en el fondo, soy un poeta místico, y que todo ese interés por la ciencia en mis textos es solo el toque que convierte mis poemas en una especie de plegarias paganas del siglo XXI. Y, la verdad, algo de razón tiene. Mucha gente ve el lenguaje científico y tecnológico no solo ajeno, sino hasta enemigo de la poesía. Pero cuando pongo esos metálicos conceptos al lado de imágenes tradicionales o de lo que solemos llamar “lo bello”, se produce un contraste interesante. Salta una chispa que transforma dos formas demasiado establecidas.
En realidad mi trabajo poético está en permanente modo interrogativo. Y una de las grandes preguntas es dónde mierda estoy parado.
Si me preguntan qué define a nuestra época, podría mencionar cosas como la tiranía del milisegundo, la superposición constante de todo o la famosa “modernidad líquida”. Pero creo que hay algo más simple y más cotidiano: la sorpresa. Nunca hemos vivido expuestos a tantos impactos inesperados, tantos estímulos, tantas noticias, tantos descubrimientos y cambios, y al final todo lo sorprendente se volvió rutina. La gran sorpresa es que seguimos sorprendidos de estar siempre sorprendidos. Ese ritmo lo han hecho posible la ciencia, la tecnología y la manera en que circula la información.
Por eso, sí: de algún modo las ciencias exactas sustentan mi relación con el lenguaje. Me dan un ambiente, un tono, una manera de mirar. Me permiten escribir desde ese lugar raro donde la lógica convive con lo misterioso, donde una ecuación puede llevarte a una emoción y una imagen poética puede salir de un algoritmo.
viernes, diciembre 12, 2025
Un fotón es luz que sale de la oscuridad del átomo
jueves, diciembre 11, 2025
Las complejas poleas conceptuales del Super Ratón
lunes, diciembre 08, 2025
¿Siempre dices todo lo que pasa por tu estúpida cabeza?
En una reciente intervención pública, Tarantino, dejando fluir sin freno su enorme ego, dijo lo que opinaba contra el actor Paul Dano. A partir de ese episodio volvió a circular el viejo argumento de que vivimos en un mundo donde la mayoría de las personas rara vez dice lo que realmente piensa y que, para remediarlo, todos deberían expresarse sin reservas. Pero si se me concede la franqueza que esta doctrina celebra, diré sin rodeos que tal premisa es una tontería monumental, propia de un pensamiento igualmente torpe.
¿Por qué? Porque si todos verbalizáramos sin filtro lo que se nos cruza por la mente, perderíamos algo mucho más sofisticado: la capacidad de leer más allá del lenguaje frontal. La convivencia no se sostiene en declaraciones literales, sino en matices, gestos, silencios y contextos; en ese tejido sutil de signos que revela lo que las palabras omiten. La clave no es exigir sinceridades brutales, sino desarrollar la perspicacia necesaria para comprender lo que ocurre bajo la superficie.
Los grupos donde cada cual dice todo lo que piensa no se vuelven más auténticos, sino más ininteligibles: la gente queda atrapada en posiciones ofensivas o defensivas, incapaz de escucharse, y la verdad, esa verdad que se supone emerge de la lengua desatada, termina diluyéndose. La comprensión profunda exige menos arrebatos de sinceridad y más inteligencia interpretativa.
Ilustración: Carlos Runcie Tanaka
jueves, diciembre 04, 2025
Los bares del centro histórico
En la década de 1970, Arequipa seguía siendo una hermosa ciudad plagada de cantinas. El Room Dairy, en el Portal de San Agustín, no cerraba nunca y se enorgullecía de ello. En una ocasión, cuando la policía dispersó a manifestantes de la Plaza de Armas con gas lacrimógeno, la clientela entró en alerta. Dos mozos y cuatro parroquianos intentaron bajar la herrumbrosa cortina metálica. Por otro lado, los habitués creaban sus propias historias, prodigiosamente falsas. Contaban por ejemplo que un estudiante de la facultad de derecho, que solía atender los debates sin parpadear, presenció una vez cómo un borracho volcaba una botella de cerveza. Sin inmutarse, este se inclinó y parsimoniosamente lamió hasta la última gota. Sin parpadear. Se recordaba también al laureado autor que, a cierta hora, trepaba a su silla y se lanzaba con un perfecto discurso de cierre de campaña. El clímax llegaba cuando, alzando un brazo, proclamaba: "Declaro oficialmente que renuncio irrevocablemente a beber cualquier tipo de bebida espirituosa. ¡Pero si el pueblo exige que regrese, regresaré!" . Lo mejor era que, cuando la emoción lo llevaba a olvidar el castellano, continuaba con un idioma secreto recién inventado.
Originalmente concebido como restaurante, el Room Dairy ofrecía una carta completa. A las tres de la madrugada, por ejemplo, en cierta ocasión, don Pepe Ruiz Rosas degustó con elegancia un chupe con abundantes camarones rodeado por músicos, pintores, poetas, dramaturgos y ensayistas. Al terminar sacó una libretita y, con abigarrada letra, escribió un soneto al sabor de los crustáceos y su decisivo aporte a la hegemonía gastronómica arequipeña.
Unos metros más allá, en el mismo Portal, estaba el bar llamado Pájaros Muertos, frecuentado por profesores envejecidos en la Escuela de Bellas Artes. Eran tipos famosos por una alambicada agresividad verbal contra los representantes del expresionismo abstracto.
El lugar preferido por nuestra pandilla era el Far West, justo en medio del Portal, regentado por una suiza de muy mal genio. Los poetas de la revista Ómnibus pedíamos un Capitán (pisco con vermut), el célebre trago de la primera mitad del siglo XX, y nos divertíamos desplegando una irónica mitomanía. Con sus sillas vienesas y carteles de Pan Am, aquel local nos permitía viajar en el tiempo y discutir en compañía de algunos malditos poetas históricos. Solo faltaban el ajenjo y la absenta.
A la vuelta, en la calle Puente Bolognesi, quedaba el Barcelona. En este local se tomaban tragos y se comían sánguches de salchicha. Era un lugar que olía a grasa de chancho y resultaba ideal para beber al mediodía, mientras el resto de los ciudadanos se afanaban en el edificio de la vida cotidiana. Nosotros salíamos de la librería Aquelarre y nos encaminábamos hacia el Barcelona, sabiendo que la vida es corta, pero que el arte se extiende con magnífico esplendor hacia cualquier lado. En cierta ocasión, Misael Ramos apostó todo por este ideal y gastó lo del agua y la luz de su vivienda, siendo luego sentenciado a acogerse al exilio interior durante algunos meses. El Barcelona atraía a gente ilustrada, y cuando Enrique Verástegui llegó a la ciudad, bardos de todas las generaciones nos reunimos allí para darle la bienvenida. Enérgico, Verástegui exponía su arte poética en voz alta hasta que un vecino le pidió bajar el volumen, lo que desencadenó un altercado: “¡Tú no sabes con quién estás hablando!”, exclamó el poeta. “Estoy hablando con un borracho”, fue la réplica del anónimo ilustrado.
En la calle San Francisco quedaba el Capri, que era el sitio más civilizado para tomarse una copa mirando de reojo a Guillermo Mercado, el vate oficial de la ciudad blanca. Recuerdo que el novelista Edmundo de los Ríos bebía su pisco y se atusaba el bigote cuando, de pronto, se irguió y, con un elegante movimiento, atrapó una pierna de pollo de la mesa vecina. Nadie dijo nada, ni siquiera el desconocido agraviado, y el flujo de ideas siguió su curso natural. Media hora más tarde, un poeta que acababa de llegar de Bolivia se atrevió a retar a duelo a Edmundo, pero este levantó su larga extremidad derecha, provocando la fuga del contador de sílabas. Una hora más tarde, sin embargo, cuando ya nadie lo esperaba, la puerta del Capri se abrió de par en par y surgió el poeta casi boliviano, esgrimiendo una enorme pistola. No pasó nada de necesidad mortal, ni siquiera hubo un disparo de advertencia.
En la calle Octavio Muñoz Najar, frente a la plaza 15 de Agosto, quedaba el Todos Vuelven, un bar frecuentado por gente de la UNSA. Muchos catedráticos reputados solían dar rienda suelta a ideas brillantes frente a un buen chilcanito. Por ejemplo, uno de ellos explicó a la concurrencia que cuando los persas tenían que tomar una decisión importante la discutían dos veces: una borrachos y otra sobrios. Si no llegaban a la misma conclusión había problemas. Si alcanzaban una feliz coincidencia se tomaban un trago para festejar. Pero la sonrisa de este caballero no fue la misma cuando en el bar corrió como pólvora el rumor de que una dama lo reclamaba llorando en la puerta. Aquella situación provocó primero desconcierto, luego vergüenza y finalmente desembocó en hilaridad. La amante del afamado catedrático empezó a aparecer cada tarde llegando únicamente hasta el umbral. El Todos Vuelven siempre se había preciado de ser un local exclusivamente masculino, lo cual era sin duda uno de los motivos del llanto de la agraviada, que incluso verbalizó desesperadamente algunos de sus coloridos reclamos.
Al lado de este húmedo bar reinaba el Bangú, que en lugar preferencial ostentaba una advertencia: "No se aceptan borrachos. Aquí se fabrican". En esta famosa cantina, en la fase lunar apropiada, el bardo Alonso Ruiz Rosas se lanzaba a recitar largos poemas del Siglo de Oro. Este antro era célebre, además, por sus fuentes de sudado de carne, que a altas horas se transmutaban en un plato digno de la más ruidosa aclamación.
Pero el más sorprendente de todos los bares no tenía nombre. Se ubicaba saliendo de Puente Bolognesi hacia Beaterio, en una profunda y vieja casona. Siempre nos habían advertido que evitáramos el lugar por la histórica reputación de la zona, pero al entrar y pedir un trago descubrimos que los borrachos allí habían leído nuestros poemas y, afortunadamente, no los encontraron demasiado malos. Nos invitaron una ronda de pisco en vez de desafiarnos a una épica pelea a chavetazos.
La era de las cantinas terminó para nosotros con la apertura de El Quinqué, frente al monasterio de Santa Catalina. Aunque carecía de la preciada atmósfera salvaje, atraía a muchachas hermosas. Y si uno ama el trago, nada mejor que compartirlo con una compañera dispuesta a la emoción de la noche. Recuerdo en especial a una que definía el beso como "un truco diseñado por la naturaleza para detener el habla cuando las palabras se vuelven aburridas".
Pero quizá el bar con más historia para artistas y escritores fue El Búho. Lo insólito era que se trataba de la única cafetería universitaria (sobre la faz del planeta) donde se podía beber pisco, ron y whisky, sustituyendo horas de estudio académico por investigaciones mucho más originales. Había buena música y mesas llenas de parejas enamoradas que discutían sobre el horror místico y hasta sobre cierto agónico neomarxismo. Este local era ocasionalmente visitado por Andrea Quevedo, que aseguraba a quien quisiera escucharla que el agua que se bebe durante las resacas debería ser elevada a la categoría de agua bendita.
Aunque el salvaje fulgor de las cantinas tradicionales terminó, en el Centro sobrevivían casi clandestinos Los Códigos, frente a la antigua facultad de derecho. Eran dos pequeños locales contiguos (Civil y Penal) que operaban como sangucherías, pero que servían bebidas fuertes. Los animadores principales eran el grupo Los Enfermos, liderados por el legendario Alfredo "Mono" Villavicencio, cuyo lema era: "No voy a beber más, pero tampoco menos". Cuando se acercaba la hora de partir, el protocolo obligaba a los asistentes a colocar algún billete en el centro de la mesa. Se cuenta que en cierta ocasión un joven historiador sacó trabajosamente algunas monedas y las empujó hacia adelante. El más fastidioso de los poetas las agarró con movimiento fluido y preciso y las soltó dentro del vaso, aún lleno, del tacaño intelectual. Lo bueno fue que este solo reaccionó con una gran carcajada. Una carcajada que incendió toda la noche.
Al final, las cantinas desaparecieron como se extinguen ciertas constelaciones: dejando una luz que tarda años en apagarse. Nosotros seguimos adelante, más sobrios o más cansados, pero con la certeza de que en aquellos bares indisciplinados celebramos una efervescente vitalidad . Y hoy, al recordar aquellos bares, sospecho que no era el alcohol lo que nos hacía invencibles, sino la magnífica ilusión en que la vida todavía podía torcerse a nuestro favor.
La mejor imagen de la semana
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