A
principios del siglo XX un muchacho nacido en el norte del Perú
comprendió con extravagante serenidad que las palabras contienen
mucho más que su significado explícito. Al construir frases no solo
se alude a ideas. La palabra se va cargando mientras rueda por la
vida de personas -de pueblos, de civilizaciones- hasta convertirse
en algo que proyecta una desmesurada sombra, algo ahíto de
caprichoso contenido. Hay mucha música, imágenes vertiginosas y
harta referencia al estado del alma vibrando en el interior de cada
signo. Y, lo más alucinante, es que mucho de ese contenido es
contradictorio, soportado solo por una congruencia milagrosamente
ilógica que hoy, alguien, podría acusar de evento cuántico. Las
palabras son llaves que nos permiten acceso a afiladas astillas del
universo. Aquel muchacho comprendió entonces que estas pueden ser
instrumentos de una orquesta y que solo hay que cerrar los ojos. Con
los precisos movimientos de un inspirado director es posible hacer
que resuene un concierto que va mucho más allá del insípido decir.
El
muchacho supo así que una estrategia de escritura razonable que
apuntase al nítido significado resultaba un obstáculo para la plena
expresión. Dejándose llevar por algo parecido al delirio se
sumergió en días febriles surgiendo semanas después con un
manuscrito que revelaba una insólita belleza. Una belleza
adacadabrante. Poniendo en orbita en una misma constelación
elementos aparentemente disímiles, (lo triste y lo dulce mezclado
con lo feo y lo raro) pudo por fin expresar a cabalidad algo que
yacía en el territorio de lo mudo. Y entonces, a pesar de que sus
textos estaban también desprovistos de la tradicional cosmética en
boga decidió, desafiante, llamarlos poesía.
Su
libro, claro, fue recibido con indiferencia, aunque estos poemas
aparentemente inextricables encontraron pronto unos pocos lectores
que -sin saber como- los entendieron con la emoción del testigo de
un milagro. El joven tomó el asunto con natural estoicismo y,
pronto, sintiendo que aún le quedaban cosas por hacer, partió rumbo
a la salvaje Europa. Murió un viernes. Sin lluvia. Sin sol. Diciendo
quién sabe qué cosas.
Ilustración: Jean Dubuffet.