miércoles, febrero 11, 2015

Preguntas frecuentes





¿Qué es el amor?
Es un fenómeno equivalente al contacto entre dos sustancias químicas. Si se precipita una reacción ambas serán transformadas.[1]
¿Por qué el amor es problemático?
Porque el amor nos arrastra a un universo con reglas propias y excluyentes. Por eso cesamos de orientarnos apenas el ardor se apaga.[2]
¿Por qué los individuos singulares nunca encuentran su alma gemela?
Porque si la encuentran dejan inmediatamente de ser singulares.[3]
¿Por qué el triángulo amoroso es un género tan recurrente en el cine y la literatura?
Porque no hay triángulo, por obtuso que sea, sin que la circunferencia de algún círculo pase por sus condenados vértices.[4]
¿Qué le pregunta el amante a su amada?
Existen millones de tipos felices que no te conocen. ¿Por qué soy el único que únicamente puedo ser feliz conociéndote?[5]
¿Qué es lo primero que se piensa  frente a la felicidad ajena?
Nadie puede ser tan feliz sin ser castigado.[6]
¿Cuál es el recurso preferido de los románticos irreductibles?
Encontrar a la pareja ideal y entonces cambiarla.[7]
¿Cuál es el problema del amor?
El problema del amor es que a uno se le mete en la cabeza eso de ser feliz.[8]
¿Qué es la pasión?
La pasión es como el dinero: se ahorra durante mucho tiempo y se gasta en un solo instante.[9]
¿Qué es lo que hay en lo más hondo del enamoramiento?
En lo más profundo de cualquier enamoramiento ciego e insensato crece el odio hacia el ser amado, que posee la única llave existente de la felicidad.[10]
¿Qué dice el amante luego de un desencuentro con su amada?
Ella siempre habla mal de mí, pero no deja de nombrarme. Que me muera si no me ama. ¿Qué por qué lo sé? Porque me pasa lo mismo. Reniego continuamente de ella. Que me muera si no la amo.[11]
¿Qué es el amor?
Un maldito fastidio, especialmente cuando está unido a la lujuria.[12]
¿Qué es el amor?
Es creer en un cielo que cabe en un infierno (quien lo probó lo sabe).[13]
¿Qué le dice la amada a su amante?
Eres la única persona a la que le permitiría encogerse hasta un tamaño microscópico para nadar dentro de mí en una minúscula máquina sumergible.[14]
¿Cómo se pide a alguien en matrimonio?
No hay nadie como tú. Ahora entiendo porque a algunas personas se les ocurre unirse hasta que la muerte los separe.[15]
¿Qué se le dice al ser amado que se va?
No me dejes solo con mi corazón.[16]
¿Qué se puede decir del amor?
Love is lovely, and sex can be fun[17].
¿Qué dice la persona despechada a su pareja?
Acepta que tienes corazón, aunque éste sea pequeño y muy débil, y que no recuerdes la última vez que lo usaste. [18]
¿Qué es la masturbación?
Es sexo con alguien a quien a uno amará hasta el final.[19]
¿En el amor gana siempre el mejor?
Al que lo toca ganar le toca ganar.[20]
¿Qué pasa cuando uno está enamorado?
La tierra se prolonga de rosa en rosa. El aire se alarga de paloma en paloma.[21]
¿Cómo mira el amante a su amada?
Como un niño que ve por primera vez a la luna llena.[22]
¿Qué pasa cuando alguien de cierto nivel se une a una pareja inadecuada?
Cuando una persona de cierto nivel confunde lo accidental con lo  verdadero irremediablemente la futilidad alcanzará un nivel dramático y se generará  una invisible conmoción. Entonces la persona de cierto nivel empezará a sentir que algo equívoco colorea cada una de las horas.[23]
¿Qué caracteriza a las grandes aventuras amorosas?
La invencible marcha hacia el estruendo.[24]
¿Qué fucking significa la palabra fuck?
En la antigua Inglaterra la gente no podía tener sexo sin contar con el consentimiento del Rey. Cuando alguien quería tener un hijo debían solicitar un permiso, quien entregaba una placa que debían colgar afuera de la puerta del dormitorio. La placa decía "Fornication Under Consent of the King" (F.U.C.K.)[25]
¿Hay muchas maneras de conseguir placer?
Con la mano también se puede obtener placer físico (por ejemplo al rascarse).[26]
¿Qué es el complejo de Edipo?
El complejo de Edipo no es universal, sólo manifiesta el deseo infantil de Freud por su madre. Es el problema de un hombre, uno solo, que logra neurotizar a la humanidad entera con la loca esperanza de que su neurosis le parezca más fácil de tolerar, más ligera, menos penosa, una vez extendida a los límites del cosmos[27].
¿Qué es la coquetería?
Es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como una seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito sin garantía.[28]
¿En cuántas categorías se pueden clasificar a los mujeriegos?
Podemos distinguir dos categorías: líricos y épicos. Los líricos buscan en todas las mujeres su propio sueño. Los épicos ambicionan penetrar la complejidad del universo femenino. Los líricos se buscan a sí mismos en las mujeres.  Debido a que el mujeriego lírico persigue siempre al mismo tipo de mujeres, nadie se da cuenta de que cambia de amantes. Los mujeriegos épicos, en cambio, se alejan cada vez más, en su búsqueda del conocimiento, de la belleza femenina convencional, y terminan como coleccionistas de curiosidades.[29]
¿Qué hizo el amante al encontrar al amor de su vida?
Cubrió de besos sus rodillas y comprendió que aquella mujer desdichada e impura era el único ser que había amado en la vida y que jamás podría sustituirla. [30]
¿Qué es propio del amor?
Que después de los besos vengan los suspiros.[31]
¿Qué le ocurrió a la mujer más amada?
Un maharajá viajó desde la India y suplicó le obsequiase sus medias nylon. Luego las usó para ahorcarse.[32]
¿Qué es la vida?
La vida es una enfermedad que se contagia sexualmente.[33]
¿Qué es el yo?
El yo es una cosa viva compuesta de ficción.[34]
¿Qué es el beso?
En china y en Japón la cultura erótica no conoce el beso con la boca abierta. El intercambio de salivas no es, pues, una fatalidad del erotismo, sino una cochinada específicamente occidental.[35]
¿Qué es el clítoris?
El clítoris es el triunfo de la evolución, junto con la retina y la membrana timpánica[36]. El clítoris es el gesto más elegante de Dios hacia Eva.[37]
¿Por qué algunos siempre buscan a la antigua enamorada?
Porque el asesino siempre regresa al lugar del crimen.[38]
¿Qué responde la mujer a esta respuesta?
Ser hombre es un defecto de nacimiento.[39]
¿Qué pasaría si las mujeres no existiesen?
Si las mujeres no existieran la literatura, la fama el  poder  y el dinero no tendrían sentido.[40]

Advertencia: Esta es una obra de ficción. Los nombres de los personajes convocados en ocasiones no aluden forzosamente a homónimas celebridades.




[1] C. Jung.
[2] M. Yourcenar.
[3] Søren Kierkegaard.
[4] Beckett.
[5] Francisco Cerpa.
[6] Cyd Charice.
[7] Ally McBeal.
[8] Anónimo.
[9] S. Jobs.
[10] Peter Hoeg.
[11] Catulo.
[12] J. Joyce.
[13] Lope de Vega.
[14] Joe Dunthorne.
[15] R. Altman.
[16] L. Lugones.
[17] Kate Winslet.
[18] Brothers Cohen.
[19] Woody Allen.
[20] Mariano Melgar.
[21] Huidobro.
[22] Larry McMurty.
[23] Eliot.
[24] Vicente Hidalgo.
[25] Encyclopedia Britannica.
[26] Wikipedia.
[27]  Michel Onfray.
[28] M. Kundera.
[29] M. Kundera.
[30] Chejov.
[31] Larry McMurty
[32] Billy Wilder.
[33] Graffiti.
[34] Vicente Hidalgo.
[35] M. Kundera.
[36] P. Roth.
[37] Alejandro Borja.
[38] Sam Spade.
[39] Allan Cubitt.
[40] Aristoteles Onassis.

domingo, enero 04, 2015

La soñada inmovilidad






Hubo un tiempo en que una hermosa forma de vivir era ir construyendo una biblioteca personal. Yo solía merodear por las librerías y cuando, sumando sol más sol, compraba alguno de aquellos libros, me sentía omnipotente. Ese júbilo, sin embargo, no era demasiado virtuoso, y con frecuencia necesitaba interactuar. Mencionaba, a quien pudiese interesarle, los párrafos que había subrayado, los hallazgos, las inflexiones, los capítulos que sobraban, la experiencia con las páginas finales. Leía, incluso, algunas citas que laboriosamente había copiado en un cuaderno espiralado. Cosas no necesariamente admirables, pero que me habían llamado la atención por su sonido, por la distribución de las palabras, o simplemente por algún giro desconcertante (yo las arrancaba de su contexto original para leerlas con una sonrisa torcida). Y de esta manera, poco a poco, mes a mes, año a año, las paredes de mi sitio se fueron llenando de libros. Cuando llegué a 1977 ya eran suficientes como para impresionar a alguna visita femenina que, con frecuencia, solía preguntar: ¿los has leído todos?
Simultáneamente con eso de los libros se había despertado en mí una afanosa curiosidad por la música. No era algo completamente nuevo, en  realidad, mi padre, el Alfredito, nos llevaba cada sábado a la Discoteca Internacional, en las galerías Gamesa. Él compraba un disco de música criolla y luego nos permitía elegir. Pero elegir es algo que te transforma. Una elección es una consecuencia de la indagación, de la avidez.
En la era de los vinilos era inevitable escuchar el mismo disco hasta el aturdimiento. No era nada fácil ir más allá de las novedades impuestas por nuestra radio intachablemente provinciana. Tampoco sobraba el dinero y nadie quería prestar sus discos por temor a las irreversibles rayaduras. Por eso cuando mi padre compró una grabadora de cinta sentí que el mundo se expandía. A pesar de que la calidad se debilitaba al grabar directamente con el micro, la euforia de poder armar lo que ahora se conoce como playlist era embriagante. Luego, con la aparición de lo asombrosos casetes, la democratización de la música se extendió como una epidemia.  Solo era asunto de conocer a la gente adecuada para hacerse de copias de un catálogo cada vez más variado. Con el desembarco de los casetes había llegado la hora de la gloriosa replicación. Aquí, en mi cueva, se empezaron a multiplicar las cajas. Cajas llenas de casetes con los lomos pintarrajeados con plumones de colores.  Y entonces, cuando ya todo el mundo se preciaba de tener esto y lo otro hizo su repentina aparición un platillo volador: el  CD. Era una tecnología tan nueva que resultó el primer indicio de que pronto el futuro se integraría al presente provocando una jubilosa confusión como nunca antes había ocurrido en la historia de la humanidad. El CD era un objeto brillante,  inmaculado, y supuestamente inmune a las temidas rayaduras. Pero la ilusión duró solo hasta que todos botamos (todos) los casetes y llenamos el espacio con versiones remasterizadas. Justo cuando ya volvíamos a sentir que el hogar estaba completo y que podíamos intentar un día de pacífica autocomplacencia se publicó en una importante revista el artículo sobre la revolución del mp3, la ingeniosa manera de comprimir digitalmente la música hasta hacerla increíblemente manejable. Eso trajo algo trascendental: la posibilidad de acopiar casi todo lo que alguna vez habíamos soñado sin tener que molestarse en abrir la billetera. Y entonces los discos duros empezaron a henchirse con tanto sonido que exigían meses ininterrumpidos de atención. ¿El paraíso? Lo triste fue ver como luego las cajas llenas de CDs tan esforzadamente atesoradas se mantenían mudas ya para siempre. Sin embargo ocurre que todas esas gigas repletas resultan ahora algo irrelevantes. ¿Para qué escarbar en nuestros archivos si podemos escuchar lo que nos dé la gana sin mayor problema en sitios como Spotify? Lo que queda claro es que, tristemente, ya no podemos relamernos  con el simple placer del avaro que cada noche repasa sus tesoros.
Con los libros ocurre algo incluso más chocante. Los libros, la biblioteca personal, han sido siempre sagrados. Incluso los que no leen jamás los ubican entre las cosas simbólicamente venerables. Recuerdo que un tío solía religiosamente comprar un tomo cada semana precisando que eran para su jubilación. Toda la inquietud y todos los sueños de su vida se levantaban con la esperanza de alcanzar el merecido descanso, ese espacio de tiempo diluído que es la vejez, rodeado de perfectas provisiones. Por eso cuando ahora se habla de la muerte del libro el escándalo parece mayor. Pero el libro no solo no está muriendo sino está experimentando un fenómeno similar al de la música y el cine.  Nunca antes en la historia, gracias a los PDFs y los epub y los mobis, ha sido tan grande la cantidad de libros (y música y pintura y cine) disponibles para tanta gente. Pero ahora su física posesión se ha vuelto irrelevante. Eso, sin duda, es una pena para los que amorosamente habíamos forjado  una respetable biblioteca personal: ya no podremos encontrar la paz (si es que existe alguna paz en el universo) apaciblemente confortados por el testimonio físico de los estantes repletos.
Hasta el siglo XX era natural que una generación pudiese disfrutar de largos años de estabilidad entre época de cambios. En el nuevo siglo la estabilidad raramente se extiende más allá de algunos meses. Hasta el siglo XX la estabilidad se amoblaba acumulando cosas que duraban mucho tiempo: libros, discos, cámaras fotográficas, hermosas máquinas de escribir. Hoy esa acumulación produce frustración porque el material acopiado solo puede ser consumido parcialmente antes de ser reemplazado por un modelo más avanzado. Los de las generaciones anteriores provenimos de la escasez endémica y estamos ahora desconcertados en la era del sorprendentemente fácil acceso a todo. Vivimos en una época donde el tránsito es el estado natural y la estabilidad la excepción: eso exige una actitud mental extremadamente flexible y una vocación por el vértigo.
Las sorprendentemente agresivas campañas por la revaloración de las tradiciones que aderezan estos tiempos salvajes no son otra cosa que la nostalgia por la perdida estabilidad. A pesar de que a primera vista las ensoñaciones medievales que combaten todo lo novedoso resultan paradójicas en este siglo tan superado, una mirada más atenta hace visible su dramática coherencia. La desesperación por la vuelta al pasado es un impulso primario y hasta estúpido, pero encuentra una explicación ante la ya patológica dificultad para encontrar algo de estabilidad. Porque la adictiva excitación por la novedad no elimina la angustia por un tiempo presente demasiado fugaz, por una perpetua inminencia del futuro. Tenemos que  reconocerlo: más allá de nuestra juvenil voracidad, en lo más hondo, lo que ansiamos es un momento de silencio. Un largo momento en la que todo esté tan equilibrado que no se mueva. Un instante que parezca el definitivo. La tan antigua y mítica añoranza por el cero absoluto.

sábado, noviembre 22, 2014

Echemos abajo la estación del tren



el carácter destructivo tiene la conciencia del hombre histórico.
Walter Benjamin


el destructor conoce una actividad: despejar
el destructor perfecciona una consigna: hacer sitio
su urgencia de aire fresco es más fuerte que (todo) su odio
el destructor es atrevido y eufórico porque demoler rejuvenece
demoler aparta las huellas (de lo establecido)
y alegra
porque demoler implica arrancar toda una raíz
(limpiar)
implica un purificación (incluso de sí mismo)

el personaje destructivo se cree siempre original
los mandatos de algo primigenio guían sus pasos
(siempre es radiante medianoche en el jardín del destructor)
(nada es tan simple como cuando se alza la convicción de demoler)

el carácter destructivo tiene pocas necesidades
el carácter destructivo es una señal
responde las preguntas (¿quién ocupará el espacio vacío?) con frases furiosamente planas
y así como un punto trigonométrico está expuesto a los 4 vientos el maldito carácter destructivo está expuesto a las habladurías
pero al destructor no le interesa (para nada) la opinión ajena
está iluminado: ve autopistas por doquier
hace escombros de lo existente (porque cree que por ahí pasa un resplandeciente callejón)
lo que explica el carácter del carácter destructivo es que siente que la vida no es bella
lo que explica el carácter del carácter destructivo es que (paradójicamente) le resulta imposible entender la belleza del suicidio

(solo eso)

lunes, noviembre 17, 2014

Estamos hechos de pan



 No hay duda, la comida y la identidad siempre han tenido una ajustada relación. Las preferencias culinarias residían en el meollo mismo de cada identidad.  Lo que comíamos solía representar el hogar, la tradición, los padres, los abuelos: era el olor y el sabor del sitio de donde veníamos. “Su comida” era siempre lo que más extrañaban los expatriados. Hasta fines del siglo XX el perfil de lo que éramos estaba esencialmente modelado por nuestro origen, por las costumbres heredadas. Pero en este tan cosmopolita nuevo siglo esta configuración de preferencias parece haber escapado del eje de lo primordial para trasladarse a la periferia de nuestro ser, hasta esa zona convulsionada por la dinámica de la constante reinvención. Antes las comidas regionales estaban en el centro del imaginario de los sibaritas. Ahora la tendencia en el mundo es la fusión (crecientemente asociada a la contemporánea urgencia de novedad) y, como es claro para todos, nunca hemos tenido la posibilidad de comer más rico. Nunca como antes hemos experimentado tantos matices insospechados. De esta manera hemos  emprendido un viaje por la ruta hedonista en busca de una nueva manera de ser.
El boom gastronómico peruano se ha anunciado como una revaloración de la comida tradicional, pero esta “puesta en valor” ha significado en realidad un cambio radical en nuestra relación con la comida. El cambio de una conservadora actitud, que se incendiaba con la nostalgia, hacia otra mucho más sensualista y gloriosamente pecaminosa representa una secreta, pero auténtica, revolución en nuestra identidad. Sin duda al diseñar lo que aspiramos ser coloca a la tradición como la base –las líneas generales- sobre las cuales forzar nuevas combinatorias y hasta incluso caprichosas intrusiones. La interrogante es si esta vivaz etapa de transición es algo que echará raíces, que emulsionará  en una nueva tradición o, se desvanecerá en el aire (como suele pasar con tantas “tendencias” en este sorprendente nuevo mundo). 

martes, octubre 21, 2014

Las últimas palabras de Jaime Sabines





Y yo, y yo, y yo,
el señalado por mi corazón,
el aturdido, el inacabado, el solitario
el que interpretó (devotamente) el misterioso guion,
he trepado por fin la escarpada pendiente
desde ese huerto imaginario llamado infancia
hasta el cañón del eco de la vejez
(donde ahora grito estas palabras)
(donde ahora, desconcertado, pronuncio mi  nombre y apellido)

Y yo, y yo, y yo
Tendré ya que desatender este mundo
con pena,
(que es el dolor más hondo)
y queriendo (siempre, siempre)
todo, todo.

domingo, octubre 05, 2014

Rara Avis





Lo primero que uno piensa al enfrentarse a la obra de Jaime Mamani (Puno, 1964) es que es una anomalía en la ruta de la pintura peruana. Pero entonces salta el pendenciero argumento de que todo verdadero artista es una anomalía. Tiene que serlo. Aunque es necesario considerar que en estos tiempos en los que “lo auténtico” se atreve a confrontar o asumir la autenticidad manipulando lo falaz, uno no puede precisar con suficiente convicción que tipo de anomalía es la forma mutante que impondrá su lugar con consistencia.  Por otro lado las formas que apostaron más bien por la confortable replicación de los procedimientos de lo artísticamente correcto no producen ya ninguna extrañeza y eso, bueno, no parece precisamente el mejor de los indicadores.
Lo que más llama la atención de Jaime Mamani no es que no se haya inclinado por alguna de las rutinarias innovaciones del arte contemporáneo, sino el hecho de que tampoco haya optado por la siempre virtuosa tradición. Porque si bien es infernal su deuda con  Hieronymus Bosch y otros maestros de la época, hay algo de extremadamente inquietante en su opción de no apelar al fox-trot del posmodernismo (y trazar una pincelada paradójica, o sarcástica o humorística e insertar lo incoherente y reinterpretar y alterar y reconvertir). Porque al mirar sus cuadros uno está tentado a jurar que Jaime Mamani es un maldito (y auténtico) discípulo extemporáneo (por varios cientos de años) de los delirantes genios del viejo Flandes. Y entonces uno se pregunta cómo cayó aquí, en este Perú que tan afanosamente persigue la novedad, esta obra con una cosmovisión tan endemoniadamente medieval.
La historia de Jaime Mamani, si uno se deja llevar por lo que dice la gente, también resulta algo peculiar. Su padre, maestro de obra, solía trasladarse con toda su familia, durante meses, mientras duraba la edificación del eventual chalecito en los suburbios arequipeños. El pequeño Jaime vagaba entonces por las habitaciones recién estucadas, solo cubiertas por la lechada de base. Hasta que un día pasaron por ahí el arquitecto constructor Carlos Maldonado con su esposa Angelita, y quedaron sorprendidos.   El living, la sala y el comedor, la cocina, los dormitorios y hasta los tres baños estaban cubiertos por escenas trazadas con meticuloso carbón vegetal. Un universo equidistante.
Más tarde, cuando finalmente, e impulsado por el aliento de la pareja, ingresó a la Escuela de Artes de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa, continuó registrando esas imágenes que brotaban espontáneamente pero, a falta de muros, tuvo que conformarse con unos arcaicos cuadernos de tapa dura que encontró por ahí. “Es mi diario”, informaba lacónicamente, cuando alguien inquiría.
Jaime Mamani, inevitablemente, es un tipo raro. Una vez alguien se le quedó mirando con impertinente fijeza: “Eres idéntico a Data, el personaje de Star Trek”. Si, respondió Jaime, sin sonreír. Claro que esa similitud no se refiere tanto a un corazón matemático sino a esa calidad de ser algo marciano, de no pertenecer completamente a esta coordenada geográfica y temporal.  Los ojos, principalmente, delatan esta situación. Unos ojos parecidos a los de los  personajes de sus oleos o dibujos. Seres que nunca miran al punto donde se juntan las líneas de la perspectiva, sino a otro lado. ¿A qué lado? Quién sabe. Pero lo cierto es que Jaime Mamani no tiene la mirada inquisitiva y taladrante de algunos artistas hiperactivos ni tampoco los luminosos globos oculares de los meditabundos. Más bien hay algo antiguo, que se remonta quizá hasta la era en que los peces y los reptiles gobernaban un mundo de escurridizos primates.
Pero más allá de optar por una imaginería de algún inframundo lo que más llama la atención es esa pesquisa sobre un viejo gran tema: la relación de lo humano con lo animal. Un enorme porcentaje de la obra de Jaime Mamani muestra a seres humanos desplegando algún tipo de animalidad, tal vez por medio de un par de alas nada angelicales, o simplemente mostrando unas vísceras animadas. Pero aquí el humano no se siente amenazado ni atormentado por la conciencia de la extrema sustancialidad con seres de otra especie, sino que, como lo indican los rostros extrañamente impasibles, es manifiesto un antiguo reconocimiento a esta comunidad de cuerpo y alma. Lo monstruoso es lo aberrante. Pero si uno acepta lo monstruoso como lo verdadero, lo monstruoso revela entonces una belleza cardinal.
En muchos lugares los contestatarios y otros que continuaron la tradición de la vanguardia se han rebelado  optando por las inevitables performances, instalaciones, por los dípticos y trípticos en gran formato, siguiendo la lección de algunos maestros de la segunda mitad del siglo XX. Se trabaja también con una técnica mixta, lo que lleva con gran naturalidad a aplastar lo sutil y dejar florecer gloriosamente lo enfático y lo explícito.  Sobre este panorama Jaime Mamani no suele decir nada. Es un tipo básicamente reservado. Pero sin duda no parece sentirse identificado con ninguno de los muchos grupos de artistas que animan la vida cultural de la segunda ciudad del Perú. Ha expuesto, sí, pero con tal discreción que cuando le preguntan hace un gesto enigmático. En general, dice, la gente lo busca en una casona de sillar, a pocos metros de la plaza de Armas de Arequipa, donde trabaja como diseñador gráfico. Lo que pasa, dice, es que hace algún tiempo tenía que mudar su taller, sus lienzos, pero algo ocurrió, algo siempre ocurre, y se quedó con todo el material embalado. Así que ahora trabaja en sus ideas ya no tanto en aquellos cuadernos de tapa dura, sino en la lap-top que tiene sobre su escritorio. Y esos personajes, que quien sabe si son demonios interiores o, quizá simplemente solo son la forma en que Jaime Mamani nos reconoce a todos los que deambulamos por ahí. Porque es cierto, todos somos demasiado raros.


(Exposición en el Centro Cultural Inca Garcilazo. Jr. Ucayali 391. Lima. Hasta el 9 de noviembre)

jueves, septiembre 26, 2013


Actos de ventriloquia

(por O. Ch.) Publicado en Hueso Húmero 61. Lima 2013

Sería deseable que el pobre querido Tom tuviese más agallas y menos necesidad de dejar caer gota a gota cada una de sus agonizantes perplejidades, anotó Virginia Woolf[1]
Bertrand Russell estaba seguro que T. S. Eliot carecía de la insistente pasión imprescindible para ser alguien
Los médicos enarcaron las cejas, diagnosticaron abulia
El departamento era ruidoso
No había plata, nada
No podía seguir. No podían seguir. Nadie podía seguir[2]
Cada incidente cotidiano era una aventura en los círculos del infierno
(T. S. Eliot gruñía)


T. S. Eliot alguna vez definió su libro como una pieza rítmica de quejas
Un destilado estilístico de un mal matrimonio
Al terminar pidió una opinión
Complimenti, you bitch, le contestó el viejo Pound
Los innovadores de la primera mitad del siglo XX trabajaban todo tipo de vísceras con diabólica elegancia
T. S. Eliot fraguó una neurótica relación entre lo que presenta el que habla y lo que cree percibir el lector[3]
Un nerviosismo que se versifica alterando registros tonales
Un ejercicio de ritmo, de síncope, como un objeto soliviantado que apunta hacia la ventana
T. S. Eliot capturó algo ajeno y lo reconfiguró
P. R. Picasso manoseó máscaras africanas
J. A. Joyce implantó La Odisea como espina dorsal
Los huesos de lo viejo eran escandalosamente legibles bajo el pellejo de lo novísimo[4]


No hay libertad, no hay libertad en el arte, advirtió Eliot en 1917
Se refería a que las expectativas tiranizan el campo formal
Cuando una persona agarra un poema espera que pueda leerse como un poema
El producto de vanguardia deforma, desfigura, retuerce, distorsiona
Manipula lo extraviado
Pero el texto de vanguardia nunca abandona por completo las convenciones. Sin la forma estamos perdidos en una constelación de decisiones[5]
Las viejas estructuras condicionan la respuesta al poema inédito
Pero el más interesante de los fenómenos ocurre cuando algo nuevo transforma sin remedio todo lo anterior. Después de Prufrock, el infierno de Dante es otro infierno de Dante
Ligeramente otro


Con La tierra baldía T. S. Eliot se aproximó escandalosamente a los límites de la técnica
Fue acusado de plagiario
La tierra baldía es un collage de alusiones, de citas, de ecos, de apropiaciones, de pastiches, de imitaciones, de actos de ventriloquia. Usa siete idiomas, incluyendo el sanscrito. Termina con páginas de notas[6]
Cuando Joyce le envió los últimos capítulos de su Ulises Eliot contestó: No tengo nada más que admiración. Luego agregó (en voz baja): Maldito seas.
Años más tarde confesó que había decidido abandonarlo todo[7]
La obra de Eliot y la de Joyce son aparatos que se apropian de estilos y tradiciones[8]. La incautación es su estilo
En tan poco tiempo, con tan pocas páginas, T. S. Eliot cambió el modo de escribir poesía[9]
Cuando los devotos le preguntaron qué se necesita para comprender un poema él respondió:
Leer otros poemas
Interrogado sobre su método creativo dijo:
No hay ningún método excepto ser muy inteligente


Notas:




[1] En su diario
[2] Que implacable, que implacable la miseria

[3] Imprimió tensión contra la forma

[4] Eso generaba disonancia

[5] La forma es lo que permite ser

[6] Un acertijo más a ser interpretado

[7] Pero Pound (siempre el viejo Pound) le explicó que Joyce había excitado el mundo de la novela. T. S. Eliot estaba obligado a hacer ese trabajo en el campo de los versos

[8] Son como cubos de Rubik

[9] T. S. Eliot no perdía ocasión de escribirle a su mamá: Hay un pequeño y selecto grupo que me considera el mayor poeta vivo (de Inglaterra)

Los últimos 10 años

No sé muy bien que he hecho en los últimos diez años Lo que sí tengo claro es lo que no hice No he ganado una suma exorbitante en la loterí...