Lo primero que uno piensa al
enfrentarse a la obra de Jaime Mamani (Puno, 1964) es
que es una anomalía en la ruta de la pintura peruana. Pero entonces salta el
pendenciero argumento de que todo verdadero artista es una anomalía. Tiene que
serlo. Aunque es necesario considerar que en estos tiempos en los que “lo
auténtico” se atreve a confrontar o asumir la autenticidad manipulando lo falaz,
uno no puede precisar con suficiente convicción que tipo de anomalía es la
forma mutante que impondrá su lugar con consistencia. Por otro lado las formas que apostaron más
bien por la confortable replicación de los procedimientos de lo artísticamente correcto
no producen ya ninguna extrañeza y eso, bueno, no parece precisamente el mejor
de los indicadores.
Lo que más llama la atención
de Jaime Mamani no es que no se haya inclinado por alguna de las rutinarias
innovaciones del arte contemporáneo, sino el hecho de que tampoco haya optado
por la siempre virtuosa tradición. Porque si bien es infernal su deuda con Hieronymus Bosch y otros maestros de la época,
hay algo de extremadamente inquietante en su opción de no apelar al fox-trot
del posmodernismo (y trazar una pincelada paradójica, o sarcástica o
humorística e insertar lo incoherente y reinterpretar y alterar y reconvertir).
Porque al mirar sus cuadros uno está tentado a jurar que Jaime Mamani es un maldito
(y auténtico) discípulo extemporáneo (por varios cientos de años) de los
delirantes genios del viejo Flandes. Y entonces uno se pregunta cómo cayó aquí,
en este Perú que tan afanosamente persigue la novedad, esta obra con una
cosmovisión tan endemoniadamente medieval.
La historia de Jaime Mamani, si
uno se deja llevar por lo que dice la gente, también resulta algo peculiar. Su
padre, maestro de obra, solía trasladarse con toda su familia, durante meses,
mientras duraba la edificación del eventual chalecito en los suburbios
arequipeños. El pequeño Jaime vagaba entonces por las habitaciones recién
estucadas, solo cubiertas por la lechada de base. Hasta que un día pasaron por
ahí el arquitecto constructor Carlos Maldonado con su esposa Angelita, y
quedaron sorprendidos. El living, la sala y el comedor, la cocina,
los dormitorios y hasta los tres baños estaban cubiertos por escenas trazadas
con meticuloso carbón vegetal. Un universo equidistante.
Más tarde, cuando finalmente, e
impulsado por el aliento de la pareja, ingresó a la Escuela de Artes de la
Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa, continuó registrando esas
imágenes que brotaban espontáneamente pero, a falta de muros, tuvo que
conformarse con unos arcaicos cuadernos de tapa dura que encontró por ahí. “Es
mi diario”, informaba lacónicamente, cuando alguien inquiría.
Jaime Mamani, inevitablemente,
es un tipo raro. Una vez alguien se le quedó mirando con impertinente fijeza:
“Eres idéntico a Data, el personaje de Star Trek”. Si, respondió Jaime, sin
sonreír. Claro que esa similitud no se refiere tanto a un corazón matemático
sino a esa calidad de ser algo marciano, de no pertenecer completamente a esta
coordenada geográfica y temporal. Los
ojos, principalmente, delatan esta situación. Unos ojos parecidos a los de los personajes de sus oleos o dibujos. Seres que nunca
miran al punto donde se juntan las líneas de la perspectiva, sino a otro lado.
¿A qué lado? Quién sabe. Pero lo cierto es que Jaime Mamani no tiene la mirada
inquisitiva y taladrante de algunos artistas hiperactivos ni tampoco los
luminosos globos oculares de los meditabundos. Más bien hay algo antiguo, que
se remonta quizá hasta la era en que los peces y los reptiles gobernaban un
mundo de escurridizos primates.
Pero más allá de optar por una
imaginería de algún inframundo lo que más llama la atención es esa pesquisa
sobre un viejo gran tema: la relación de lo humano con lo animal. Un enorme
porcentaje de la obra de Jaime Mamani muestra a seres humanos desplegando algún
tipo de animalidad, tal vez por medio de un par de alas nada angelicales, o
simplemente mostrando unas vísceras animadas. Pero aquí el humano no se siente
amenazado ni atormentado por la conciencia de la extrema sustancialidad con
seres de otra especie, sino que, como lo indican los rostros extrañamente
impasibles, es manifiesto un antiguo reconocimiento a esta comunidad de cuerpo
y alma. Lo monstruoso es lo aberrante. Pero si uno acepta lo monstruoso como lo
verdadero, lo monstruoso revela entonces una belleza cardinal.
En muchos lugares los
contestatarios y otros que continuaron la tradición de la vanguardia se han
rebelado optando por las inevitables
performances, instalaciones, por los dípticos y trípticos en gran formato,
siguiendo la lección de algunos maestros de la segunda mitad del siglo XX. Se
trabaja también con una técnica mixta, lo que lleva con gran naturalidad a
aplastar lo sutil y dejar florecer gloriosamente lo enfático y lo
explícito. Sobre este panorama Jaime
Mamani no suele decir nada. Es un tipo básicamente reservado. Pero sin duda no
parece sentirse identificado con ninguno de los muchos grupos de artistas que
animan la vida cultural de la segunda ciudad del Perú. Ha expuesto, sí, pero
con tal discreción que cuando le preguntan hace un gesto enigmático. En
general, dice, la gente lo busca en una casona de sillar, a pocos metros de la
plaza de Armas de Arequipa, donde trabaja como diseñador gráfico. Lo que pasa,
dice, es que hace algún tiempo tenía que mudar su taller, sus lienzos, pero
algo ocurrió, algo siempre ocurre, y se quedó con todo el material embalado.
Así que ahora trabaja en sus ideas ya no tanto en aquellos cuadernos de tapa
dura, sino en la lap-top que tiene sobre su escritorio. Y esos personajes, que
quien sabe si son demonios interiores o, quizá simplemente solo son la forma en
que Jaime Mamani nos reconoce a todos los que deambulamos por ahí. Porque es
cierto, todos somos demasiado raros.
(Exposición en el Centro Cultural Inca Garcilazo. Jr. Ucayali 391. Lima. Hasta el 9 de noviembre)