La soñada inmovilidad
Hubo un
tiempo en que una hermosa forma de vivir era ir construyendo una biblioteca
personal. Yo solía merodear por las librerías y cuando, sumando sol más sol, compraba
alguno de aquellos libros, me sentía omnipotente. Ese júbilo, sin embargo, no
era demasiado virtuoso, y con frecuencia necesitaba interactuar. Mencionaba, a
quien pudiese interesarle, los párrafos que había subrayado, los hallazgos, las
inflexiones, los capítulos que sobraban, la experiencia con las páginas finales.
Leía, incluso, algunas citas que laboriosamente había copiado en un cuaderno
espiralado. Cosas no necesariamente admirables, pero que me habían llamado la
atención por su sonido, por la distribución de las palabras, o simplemente por
algún giro desconcertante (yo las arrancaba de su contexto original para
leerlas con una sonrisa torcida). Y de esta manera, poco a poco, mes a mes, año
a año, las paredes de mi sitio se fueron llenando de libros. Cuando llegué a 1977
ya eran suficientes como para impresionar a alguna visita femenina que, con
frecuencia, solía preguntar: ¿los has leído todos?
Simultáneamente
con eso de los libros se había despertado en mí una afanosa curiosidad por la
música. No era algo completamente nuevo, en
realidad, mi padre, el Alfredito, nos llevaba cada sábado a la Discoteca
Internacional, en las galerías Gamesa. Él compraba un disco de música criolla y
luego nos permitía elegir. Pero elegir es algo que te transforma. Una elección
es una consecuencia de la indagación, de la avidez.
En la era
de los vinilos era inevitable escuchar el mismo disco hasta el aturdimiento. No
era nada fácil ir más allá de las novedades impuestas por nuestra radio intachablemente
provinciana. Tampoco sobraba el dinero y nadie quería prestar sus discos por
temor a las irreversibles rayaduras. Por eso cuando mi padre compró una
grabadora de cinta sentí que el mundo se expandía. A pesar de que la calidad se
debilitaba al grabar directamente con el micro, la euforia de poder armar lo
que ahora se conoce como playlist era embriagante. Luego, con la aparición de
lo asombrosos casetes, la democratización de la música se extendió como una
epidemia. Solo era asunto de conocer a
la gente adecuada para hacerse de copias de un catálogo cada vez más variado. Con
el desembarco de los casetes había llegado la hora de la gloriosa replicación. Aquí,
en mi cueva, se empezaron a multiplicar las cajas. Cajas llenas de casetes con
los lomos pintarrajeados con plumones de colores. Y entonces, cuando ya todo el mundo se
preciaba de tener esto y lo otro hizo su repentina aparición un platillo
volador: el CD. Era una tecnología tan
nueva que resultó el primer indicio de que pronto el futuro se integraría al
presente provocando una jubilosa confusión como nunca antes había ocurrido en
la historia de la humanidad. El CD era un objeto brillante, inmaculado, y supuestamente inmune a las
temidas rayaduras. Pero la ilusión duró solo hasta que todos botamos (todos) los
casetes y llenamos el espacio con versiones remasterizadas. Justo cuando ya
volvíamos a sentir que el hogar estaba completo y que podíamos intentar un día
de pacífica autocomplacencia se publicó en una importante revista el artículo
sobre la revolución del mp3, la ingeniosa manera de comprimir digitalmente la
música hasta hacerla increíblemente manejable. Eso trajo algo trascendental: la
posibilidad de acopiar casi todo lo que alguna vez habíamos soñado sin tener
que molestarse en abrir la billetera. Y entonces los discos duros empezaron a henchirse
con tanto sonido que exigían meses ininterrumpidos de atención. ¿El paraíso? Lo
triste fue ver como luego las cajas llenas de CDs tan esforzadamente atesoradas
se mantenían mudas ya para siempre. Sin embargo ocurre que todas esas gigas
repletas resultan ahora algo irrelevantes. ¿Para qué escarbar en nuestros
archivos si podemos escuchar lo que nos dé la gana sin mayor problema en sitios
como Spotify? Lo que queda claro es que, tristemente, ya no podemos relamernos con el simple placer del avaro que cada noche
repasa sus tesoros.
Con los
libros ocurre algo incluso más chocante. Los libros, la biblioteca personal, han
sido siempre sagrados. Incluso los que no leen jamás los ubican entre las cosas
simbólicamente venerables. Recuerdo que un tío solía religiosamente comprar un
tomo cada semana precisando que eran para su jubilación. Toda la inquietud y
todos los sueños de su vida se levantaban con la esperanza de alcanzar el
merecido descanso, ese espacio de tiempo diluído que es la vejez, rodeado de
perfectas provisiones. Por eso cuando ahora se habla de la muerte del libro el
escándalo parece mayor. Pero el libro no solo no está muriendo sino está
experimentando un fenómeno similar al de la música y el cine. Nunca antes en la historia, gracias a los
PDFs y los epub y los mobis, ha sido tan grande la cantidad de libros (y música
y pintura y cine) disponibles para tanta gente. Pero ahora su física posesión
se ha vuelto irrelevante. Eso, sin duda, es una pena para los que amorosamente
habíamos forjado una respetable
biblioteca personal: ya no podremos encontrar la paz (si es que existe alguna
paz en el universo) apaciblemente confortados por el testimonio físico de los
estantes repletos.
Hasta el
siglo XX era natural que una generación pudiese disfrutar de largos años de
estabilidad entre época de cambios. En el nuevo siglo la estabilidad raramente
se extiende más allá de algunos meses. Hasta el siglo XX la estabilidad se
amoblaba acumulando cosas que duraban mucho tiempo: libros, discos, cámaras
fotográficas, hermosas máquinas de escribir. Hoy esa acumulación produce
frustración porque el material acopiado solo puede ser consumido parcialmente
antes de ser reemplazado por un modelo más avanzado. Los de las generaciones
anteriores provenimos de la escasez endémica y estamos ahora desconcertados en
la era del sorprendentemente fácil acceso a todo. Vivimos en una época donde el
tránsito es el estado natural y la estabilidad la excepción: eso exige una
actitud mental extremadamente flexible y una vocación por el vértigo.
Las sorprendentemente agresivas campañas por la
revaloración de las tradiciones que aderezan estos tiempos salvajes no son otra
cosa que la nostalgia por la perdida estabilidad. A pesar de que a primera
vista las ensoñaciones medievales que combaten todo lo novedoso resultan
paradójicas en este siglo tan superado, una mirada más atenta hace visible su dramática
coherencia. La desesperación por la vuelta al pasado es un impulso primario y
hasta estúpido, pero encuentra una explicación ante la ya patológica dificultad
para encontrar algo de estabilidad. Porque la adictiva excitación por la
novedad no elimina la angustia por un tiempo presente demasiado fugaz, por una perpetua
inminencia del futuro. Tenemos que reconocerlo:
más allá de nuestra juvenil voracidad, en lo más hondo, lo que ansiamos es un momento
de silencio. Un largo momento en la que todo esté tan equilibrado que no se
mueva. Un instante que parezca el definitivo. La tan antigua y mítica añoranza por
el cero absoluto.