Estamos hechos de pan
No hay duda, la comida y la identidad siempre han tenido una ajustada relación. Las preferencias culinarias residían en el meollo mismo de cada identidad. Lo que comíamos solía representar el hogar, la tradición, los padres, los abuelos: era el olor y el sabor del sitio de donde veníamos. “Su comida” era siempre lo que más extrañaban los expatriados. Hasta fines del siglo XX el perfil de lo que éramos estaba esencialmente modelado por nuestro origen, por las costumbres heredadas. Pero en este tan cosmopolita nuevo siglo esta configuración de preferencias parece haber escapado del eje de lo primordial para trasladarse a la periferia de nuestro ser, hasta esa zona convulsionada por la dinámica de la constante reinvención. Antes las comidas regionales estaban en el centro del imaginario de los sibaritas. Ahora la tendencia en el mundo es la fusión (crecientemente asociada a la contemporánea urgencia de novedad) y, como es claro para todos, nunca hemos tenido la posibilidad de comer más rico. Nunca como antes hemos experimentado tantos matices insospechados. De esta manera hemos emprendido un viaje por la ruta hedonista en busca de una nueva manera de ser.
El boom gastronómico peruano se ha anunciado como una revaloración de la
comida tradicional, pero esta “puesta en valor” ha significado en realidad un
cambio radical en nuestra relación con la comida. El cambio de una conservadora
actitud, que se incendiaba con la nostalgia, hacia otra mucho más sensualista y
gloriosamente pecaminosa representa una secreta, pero auténtica, revolución en
nuestra identidad. Sin duda al diseñar lo que aspiramos ser coloca a la
tradición como la base –las líneas generales- sobre las cuales forzar nuevas
combinatorias y hasta incluso caprichosas intrusiones. La interrogante es si
esta vivaz etapa de transición es algo que echará raíces, que emulsionará en una nueva tradición o, se desvanecerá en el
aire (como suele pasar con tantas “tendencias” en este sorprendente nuevo mundo).