Iba en bicicleta por una calle del centro histórico. Había carros, señoras, vendedores de helados, abogados y profesores de música. Transitaban siguiendo su rutina, obligados por el destino a evitar todo lo particularmente trascendental. En ese momento giré la cabeza. Una fuerza superior me obligó a mirar distraídamente a la vereda de enfrente. Y la vi. Podría escribir: Ví a una muchacha de 13 años de delgadas piernas caminando con paso firme bajo el sol radiante. Prefiero escribir: Y la ví. Fue el segundo momento más importante de mi vida. Sentí lo que se siente cuando se está en un evento imborrable dentro de una larga vida. Sentí confusión, principalmente confusión. Y asombro. Y fascinación. Y sin saber como me deslicé a una zona de la realidad radicalmente diferente a la que había conocido en vertiginosos 14 años. Y los siguientes días estuve enfermo. No quería comer. Olvidé por completo el idioma castellano. Nada tenía sentido salvo la imagen de esa chica que únicamente había visto de perfil. Días después, milagrosamente, encontré su foto tamaño carné en una casaca enigmáticamente olvidada en la sala de mi casa. Averigüé su nombre, investigué su vida; supe que era huérfana y millonaria, pero jamás pude dirigirle la más simple de las palabras. Cincuenta años después volví a verla. Yo estaba vagando ociosamente por las redes sociales cuando encontré la foto de un grupo de la promoción 72 del Sophianum. Leí sus nombres. La segunda a la izquierda era ella, mi primer amor, mi gran amor. Haciendo uso de los poderosos filtros de la imaginación pude identificarla. Tenía el cabello teñido y sus arrugas parecían no estar exactamente en el lugar que les correspondía. ¿Qué puedo decir? El problema del mundo real son las personas reales.
Ilustración: Joan Miró. 1942.