Uno de los entrevistados en el excelente libro El fin del homosovieticus, de Svetlana Aleksievich, cuenta que durante sus años de cautiverio bajo Stalin todos vivían en crónico estado de hambre. Solamente en milagrosas ocasiones podían disfrutar de algo contundente. Cuando este personaje logró por fin ser liberado y, para su asombro, recibió una suma de dinero a manera de compensación por la injusticia, se dejó llevar por un impulso y visitó el mejor restaurante de Moscú. Luego de platos previsiblemente exquisitos acompañados por vinos de gran complejidad salió a la calle y lentamente se encaminó hacia su casa. Una tristeza honda lo obligaba a curvar los hombros. Nada. Jamás nunca nada podría hacerlo más feliz que aquel rancio trozo de jabalí que aquella lejana noche comió furtivamente en una cueva de Siberia. Todos los placeres del mundo serían siempre insuficientes.
Los últimos 10 años
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