Mr. Pink se incorporó. Sus ojos escanearon una cuadricula tras otra. Con los dientes aún apretados dijo algo. Entonces exhibió la pistola. Algunas personas replicaron con un corto chillido. Simultáneamente, en el otro extremo, Mr. Green alzó un mentón furibundo afirmándose sobre ambas piernas. Y mostró su arma. La situación de rehenes ha sido ampliamente documentada. No se recomienda ofrecer resistencia. ¿Qué quieren? Pero inevitablemente el guardia intentó cumplir con su deber. Un segundo después yacía en el suelo. Una mancha ominosa junto a la oreja.
El teléfono parecía haber cobrado vida propia. Una voz minúscula escapaba del auricular. Vibrante. El forajido enrojeció. “Cada cinco minutos”. Gritó. “Cada cinco minutos borro del mapa a un rehén”. Clásico. Y los prisioneros repentinamente podían dar cualquier cosa por una botella de agua. Pero nadie tenía hambre aún. Entonces el teléfono. Otra vez. Finalmente Mr. Pink dijo que no había problema, que nadie debía preocuparse. Y sonriendo disparó a la cabeza de un tipo rubio que no había dicho ni pio. Y este echó la cabeza hacia atrás y se derrumbó, en cámara lenta. Y no gritaron ni los que gritan. No podía ser real lo que acababa de ser real.
En ese momento Pedro Jiménez, como un rayo, dio dos pasos largos. Todos vieron (o luego dijeron que vieron) el canto de su mano contra la tráquea de Mr. Green. Lo vieron alzarse como un gato hasta el techo, contra las paredes, pateando, para esquivar las balas de Mr. Pink. Y finalmente fueron testigos de cómo lanzó un cuchillo con mortífera certeza.
Festín para los medios. Algunos aseguraban que Pedro Jiménez, el humilde empleado del Consejo Provincial, había sido en sus buenos tiempos miembro de las temidas Fuerzas Especiales. Pero no. Pedro Jiménez contó que viendo películas se había convencido que ese tipo de cosas le pasan a cualquiera. Y que hace años que se preparaba. Matinée, vermouth y noche.