Había esperado demasiado sentada en el estúpido sillón mientras el editor regresaba de almorzar. Y al final recibió solo unos billetes. Y entonces salió de la oficina echando chispas. Y justo en la esquina lanzó todo al primer mendigo. Lo más importante de Clarice era su mirada estremecedora. La cultivaba, la adiestraba, la domaba. Gregory Rabassa, su traductor, dijo en memorable ocasión que ella era rara, que era como si Marlene Dietrich se dedicase a escribir como Virginia Woolf. Cuando escuchó eso Clarice enrojeció. Ardieron sus ojos perfectamente almendrados. Su boca llena y jugosa se congeló. No había leído jamás a Virginia Woolf. El Dios de Clarice era el lenguaje, eso que sirve para iluminar el yo. Su tema era el avisoramiento. Y, siguiendo el maravilloso panteísmo de Spinoza, sabía que el abismo se refleja en los ojos de un gato. Lorrie Moore afirmaba que Clarice era una posmodernista de alguna clase. Decía que en sus textos vibra una inteligencia efervescente que a veces gira hacia la histeria, pero que justo al filo se contiene y se desmaya en un aforismo. Decía que ella es terriblemente graciosa aunque sus exégetas no parecen notarlo. En Francia (donde algunos aseguran que llamarla novelista es como considerar dramaturgo a Platón) Clarice se convirtió instantáneamente en objeto de culto de los deconstruccionistas. La escritora y crítica Hélène Cixous le tenía tan copiosa devoción que apoyó un gran coloquio. Pero Clarice abandonó la mesa realmente temprano. Se fue a su casa y se tragó un pollo entero. Estaba rabiosa. No entendía una palabra de lo que decían aquellos profesores. ¿Soy un monstruo o esto es ser una persona?, pensó. Ella que había apaciguado tan trabajosamente a la vida. Ella que había cuidado tanto que nada estallara. Que había mantenido todo en serena comprensión, separando una persona de las otras. Sabiendo que las ropas estaban claramente hechas para ser usadas. Que todo estaba hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Aunque a veces, sólo a veces, algo, incluso un ciego masticando un chicle, le rompiera los parámetros, la lanzara más allá del abecedario, hacia el alargado umbral de lo inconmensurable. Amar a los demás es tan vasto que incluye hasta el perdón para mí misma, pensó, mientras contemplaba el círculo incandescente que se hundía en el horizonte de Ipanema. Hay varias formas que significan ver, se dijo, casi en voz alta. Es hacia mí hacia donde voy, repitió, como una letanía. Y de mí salgo para ver. Los hechos son sonoros, pero entre los hechos hay un susurro. Ese susurro es lo que me impresiona.
En el otoño de 1967 un departamento se incendió en pleno Brasil. Clarice Lispector se había quedado dormida con el cigarrillo entre los dedos. Meses después escribió en su columna de un diario: Cuando me sacaron los puntos de entre los dedos de la mano operada grité. Solté gritos de cólera. Pero no fui tonta. Aproveché el dolor y grité por el pasado y por el presente. Grité hasta por el futuro.Los últimos 10 años
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