jueves, septiembre 08, 2005

Memorias de la tripa 1


Luego de superar la barrera de los cinco años de vida descubrí las salteñas. Las vendían libremente en la cantina de la Escuela Normal de Varones y costaban 20 centavos. Probablemente las envolvían en un trozo de papel marrón. Su relleno era precioso: carne, papas, zanahoria y una aceituna. Pero a mí lo que me encantaba era la fina trenza que coronaba a la salteña.
Los recuerdos más emocionantes no son de aquello poseído sino de lo que por una u otra razón no se pudo poseer. Nada en el mundo me gustaba más que los sánguches de pierna de chancho con sarza de cebolla. Luego de cumplir los 8 años amaba morder grandes sánguches de pierna de chancho. Un día estaba con un ánimo atrabiliario y deseaba mostrarme brusco con mi progenitor. Mientras este merodeaba por la oficina apareció alguien con una bolsa de papel. Mi padre la abrió y extrajo un par de sánguches de pierna de chancho. ¿Quieres?, me ofreció. Esperaba verme danzar en torno a su escritorio. Esperaba ver mis negros ojos muy brillantes. Nada me hubiera costado comerme ese sánguche de pierna de chancho. Lo normal hubiese sido buscar un lugar tranquilo para contemplar un segundo el sánguche de pierna de chancho. A nadie le hubiese extrañado que yo hubiese dado una mordida pequeña al sánguche y luego le hubiese dado una mordida un poco más grande. No todos los días alguien me ofrecía un sánguche de pierna de chancho. En realidad casi nunca nadie me ofrecía un sánguche de pierna de chancho. No tengo hambre, le dije, esforzándome por hacer visible lo mundano de mi actitud. ¡A que no se imaginaba que yo era capaz de no comerme un sánguche de pierna de chancho! ¿No quieres?, se asombró mi padre, cayendo en mi trampa. No, aseguré, increíblemente adulto. Bueno, dijo, y metió el sánguche en el cajón derecho de su escritorio. Yo salí de la oficina y me alejé.
Cinco minutos después el sánguche de pierna de chancho giraba en órbita en torno a mi cabeza. Mi pecado es el orgullo así que logré contenerme treinta o quizá cuarenta minutos. Finalmente me asomé distraidamente por la oficina. Noté que el lugar estaba extrañamente tranquilo. No había nadie en el escritorio de mi padre. No había nadie en la oficina de mi padre. No había nadie en todo el planeta tierra. Y el primer acontecimiento trágico de mi vida se precipitó cuando infructuosamente intenté abrir el cajón derecho del escritorio de mi padre, férreamente bloqueado con una antigua cerradura. Desorientado alcé la barbilla en gesto pensativo.
Esa noche esperé con un ojo abierto sobre la almohada. Mi padre, sin embargo, solía irse de juerga con su amigo Dante Simoni. Visitaban el Chez Nino y lugares similares tomando pisco con cinzano y comiendo sánguches de pierna de chancho con sarza de cebolla. Solían regresar de madrugada en una roja camioneta Chevrolet.
A la mañana siguiente me tragué el orgullo y fui directamente a la oficina. ¿Puedo comerme el sánguche de pierna de chancho? Mi padre me miró asombrado. ¿Qué sánguche? Eso produjo una enorme caos en mi mente que duró años. Tal vez dure hasta el momento en que escribo estas líneas.

domingo, septiembre 04, 2005

El matrimonio del Subte


Cuando Miguel Barreda salió del colegio Max Uhle se aplicó a una actitud y a un vestuario algo dark, lo que obligó a sus allegados a acuñar para él la chapa de “subte”. Luego, aprovechando su secreta fibra teutónica, consiguió una beca para estudiar germanística, o algo por el estilo, en Berlín. Ese endiablado idioma no presentaba demasiados problemas para el muchacho, pero éste, ansioso de un destino menos académico, arrastró su carpeta hasta el vecino pabellón de la Escuela de cine (a 3 Km.). Y así pasó largos años de desvelos escrutando el mundo a través del ojo de su cámara. No descuidó, sin embargo, su vestuario, lleno esta vez de cadenas y de cuero curtido. En sus escasos momentos libres, a altas horas de la noche, garrapateaba extraños textos. Uno de estos, enviado a Lima, se hizo acreedor al primer premio del, en esos tiempos codiciado, concurso de las mil palabras, de Caretas. Años después, cuando ya todos se preguntaban que qué era de su vida, apareció a las faldas del Misti con la loca idea de hacer un film que incluyese material rodado en la borrachera de bienvenida que le organizaron sus patas del colegio, en el almuerzo con cuyes chactados que le preparó su madre, y en las entusiastas reuniones frente al televisor para ver a la siempre infortunada selección peruana de fútbol. El asunto no le salió nada mal, y hasta incluyó material rodado interrogando a los incautos sobre el recóndito nombre del sillar. El noficción resultante fue visionado con gran placer por los vanguardistas más ultras, que no pudieron evitar preguntarse y ahora qué. Y ahora qué hará el Subte. Y lo que hizo fue Y si te vi, no me acuerdo, el primer road movie peruano, una cinta de extraño pulso que va por la panamericana sur hasta llegar, como no, hasta las mismísimas faldas del Misti. Un vacilón.
Pero lo que más le gusta al Subte de su largometraje no es tal o cual logro cinematográfico sino la chica que se agarró mientras preparaba el estreno arequipeño. Los agentes de prensa del cineasta no han proporcionado mayores detalles útiles para la prensa amarilla, pero aparentemente el asunto fue violento y salvaje. Una templadera. Y finalmente Ángela Delgado hizo un gesto afirmativo cuando el Subte se colocó de hinojos y recitó un antiguo poema. Y así todo terminó en el altar. Hace un par de semanas la feliz pareja legalizó su unión, enrumbando luego al jardín del Museo de Arte moderno, donde la juerga alcanzó elevados decibeles.

sábado, septiembre 03, 2005

Sobre el sentimiento trágico o cómico de la vida

Pregunta: ¿La vida es un acontecimiento trágico o cómico?
Respuesta: Depende de los medicamentos que estés tomando.
(Richard Corliss)

martes, agosto 30, 2005

Portal de flores. 2 a.m.

Tomamos dos o tres copas. Quizá cuatro. A las dos de la mañana caminábamos con un leve balanceo. Un geólogo tal vez se hubiera atrevido a certificar que en lo profundo yacía un deposito de tristeza. Pero reíamos y bromeábamos. Y escarnecíamos al prójimo ausente. Al llegar a la Plaza de Armas vimos como se abría violentamente la puerta de un conocido local de máquinas tragamonedas. Dos guardias de seguridad expulsaron a un sujeto de mediana estatura algo subido de peso. El individuo dio un salto o hizo los movimientos precisos para empezar una loca carrera, pero no se movió del sitio. Parecía aturdido. De pronto alzó el rostro con decisión y se lo cubrió con ambas manos. Entonces soltó un grito con toda la fuerza de sus pulmones: Ayúdenme. Repitió su grito: Ayúdenme. Luego tomó impulso y dio una gran patada a la puerta del conocido local de tragamonedas. Rebotó y pareció que iba a derrumbarse, a derramarse, pero se compuso a tiempo y tomó un nuevo impulso y empezó una serie de cortas patadas, menos contundentes aunque bastante ruidosas. Finalmente la puerta se abrió y surgieron no dos sino cuatro guardias de seguridad. Rodeándolo le propinaron golpes de judo, de box, de kung fu, de karate. Cuando el sujeto se precipitó contra las lozas de piedra empezaron a aplicarle algunas patadas en las costillas. En las inmediaciones, a poco más de tres o cuatro metros, un guardia civil parecía flotar en otro nivel de la realidad. No silbaba pero hubiese podido silbar. Los pobladores de la plaza de armas estábamos todos reunidos alrededor contemplando el suceso. Dirigiéndome a Juan y Misael, dije: ¿Creen que también deberíamos darle algunas patadas?
Mientras tanto el sujeto parecía haberse convertido en un motor de funcionamiento continuo, en una entelequia de la física: desde el suelo, lanzaba potentes golpes de puño y rabiosos puntapiés. Maldecía con su poderosa voz de tenor. Luego empezó a comportarse como un moscardón que está a punto de sucumbir. Giraba sobre sí mismo gritando. Finalmente su camisa se desgarró y todo el mundo pudo ver el triste espectáculo de su vientre abultado. Pero, como ocurre con los moscardones, alguna ley de la dinámica lo impulsó a desplazarse sobre el suelo y avanzó hasta la mitad de la pista. Los lechuceros se vieron obligados a dar un violento golpe al timón para evadirlo. Fue entonces cuando algunos transeúntes se apiadaron y, no sin cierta violencia, lo devolvieron a la vereda. El tipo siguió aullando de una manera insoportablemente reiterativa. Nosotros, adivinando que ya lo habíamos visto todo, nos retiramos, bostezando.

viernes, agosto 26, 2005

Nueva historia universal de la infamia (los más buscados)


Lex Luthor. El más notorio de los megavillanos. Una fuerza interior lo impulsaba a colectar Kryptonita. Su objetivo último era un mundo donde toda ultrarivalidad encontrase malvada solución.

El Pingüino. Comandante en jefe de una caterva de cacos con habilidades circenses. Nacido en el seno de una familia aristocrática, fue abandonado por sus anomalías estéticas y por una inquietante predilección por el pescado desenfrenadamente crudo.

El Guasón. Psicópata que al caer accidentalmente en una batea llena de ácido surgió provisto de un humor sulfúrico. Se orientó hacia el negocio de los cosméticos lanzando un producto llamado Smilex, que atesoraba abominables efectos secundarios.

Magneto. Mutante que inició una cruzada a favor del constitucional reconocimiento de la esencia monstruosa de todo ser humano. La eliminación de aquellos que no hubiesen desarrollado formas prodigiosas resultaba un precio ínfimo en bien de la paz ecuménica.

Anibal Lecter. Un gourmet, un enófilo, un impecable hombre de genio. Pero comía carne humana. Algunas veces comía gente cuando estos estaban aún vivos. Sin su permiso.

jueves, agosto 25, 2005

La generosidad y la gratitud

Jamás recuerdes a la gente los servicios que le has hecho en el pasado. Si son hombres agradecidos y honorables, no necesitarán recordatorio alguno, y sin son desagradecidos y deshonestos, el recordatorio será inútil.
Claudio, el Dios. Robert Graves.

La solidaridad y la generosidad, que son dos palabras blancas que llenan los discursos de entusiastas y eternos sonrientes, son parte de una oscura historia secreta. Son agentes dobles. Por un lado revelan lo mejor del ser humano, por otro activan sentimientos insospechados.
Parece natural que a un acto de generosidad le corresponda un sentimiento de gratitud. Pero no. Con mucha frecuencia lo que el dadivoso cosecha es sesgados signos de resentimiento. Porque el que recibe un favor siente alegría y gratitud, pero también, secretamente, odia a su benefactor porque éste se ubica en una posición superior, y, lo peor, hace patente que él es alguien “necesitado”. Detrás de lo benévolo de la situación se incuba una situación de poder.
Y el generoso y el solidario tampoco pueden librarse de ciertos pequeños y vergonzosos placeres. Con demasiada frecuencia los servicios o favores concedidos suelen ser realizados con la ambición de hacer acopio de gratitud. Como una transacción. En el sistema feudal los siervos tenían perfectamente reglamentada la manera de expresar su reconocimiento a la protección que el señor feudal les ofrecía. La relación padrino-ahijado es un rezago feudal. Los favores que concede el padrino establecen el marco de su grandeza social y económica. Para el padrino, como es notorio en la película de Coppola, el “respeto” es la medida del valor de una persona. Vale la pena acumular una fortuna, ser poderoso, para poder convertirse en una persona de respeto, alguien que protege, que prodiga. Y que como tal exige ser reconocido y ser agasajado.

miércoles, agosto 24, 2005

Los profesionales de la desdicha


La segunda gran patria de los infelices profesionales es el narcisismo. El narcisismo es una consecuencia del asombro de sí mismo, de la fascinación con la propia persona. El narcisismo agudiza nuestra mente y finalmente nos revela que la única persona digna de ser amada con pasión es uno mismo. El narcisista no ama a su prójimo no por alguna imperfección en su cristianismo. El narcisista no consigue interesarse en las otras personas. El narcisista sólo ejerce sus poderes de seducción para colectar el tributo del amor y la admiración de los otros. Como es natural, dice el viejo Russell, la vanidad, cuando transpone ciertos límites, mata el placer de toda actividad espontánea y conduce fatalmente a la indiferencia y al aburrimiento.
El tercer domicilio de los desventurados es la megalomanía. El megalómano sabe que el poder es mejor negocio que el amor. Entonces prefiere ser temido a ser amado. Como reconoce Russell el éxito de los megalómanos depende del alcance de su sentido de la realidad. Y, cuando finalmente consigue coronarse, advierte no sin desconcierto que la extensión de su meta aumenta en proporción a sus logros. El megalómano está condenado por su ansia de divinidad (opuesta a su naturaleza) y será gratificado con el vacío y la soledad químicamente pura. El matemático inglés concluye: no hay satisfacción definitiva en el desarrollo de un elemento de la naturaleza humana a expensas de todos los demás. No hay satisfacción en considerar al mundo como la materia prima para la magnificencia del propio yo.

martes, agosto 23, 2005

El orden secreto

Una mañana de julio Vicente Hidalgo anunció que iba a encerrarse en una habitación y que su alimentación diaria consistiría básicamente en agua y un mendrugo de pan. Una mañana de julio Vicente Hidalgo anunció que pensaba escribir un libro usando el patrón básico del calidoscopio. ¿Sabes cual es el orden secreto del calidoscopio?

lunes, agosto 22, 2005

Sonrisa inicial


La sonrisa es visible desde larga distancia. Para el ser humano fue de vital importancia desarrollar esa expresión. Como cazador, el hombre en el tiempo primigenio, tenía que volverse crecientemente cooperativo para sobrevivir. La sonrisa es un medio rápido y positivo de enviar señales amistosas. Otros primates tienen signos equivalentes como chasquear los labios o castañetear los dientes que son efectivos a corta distancia, pero no resultan tan efectivos como la sonrisa que, con un alcance mayor, mantiene un innegable poder.

La herida más hermosa del mundo

El gesto de sorpresa ante el fenómeno de la existencia tiene muchas formas ¿Entre tantas opciones por qué un genio de provincias eligió la i...