Tomamos dos o tres copas. Quizá cuatro. A las dos de la mañana caminábamos con un leve balanceo. Un geólogo tal vez se hubiera atrevido a certificar que en lo profundo yacía un deposito de tristeza. Pero reíamos y bromeábamos. Y escarnecíamos al prójimo ausente. Al llegar a la Plaza de Armas vimos como se abría violentamente la puerta de un conocido local de máquinas tragamonedas. Dos guardias de seguridad expulsaron a un sujeto de mediana estatura algo subido de peso. El individuo dio un salto o hizo los movimientos precisos para empezar una loca carrera, pero no se movió del sitio. Parecía aturdido. De pronto alzó el rostro con decisión y se lo cubrió con ambas manos. Entonces soltó un grito con toda la fuerza de sus pulmones: Ayúdenme. Repitió su grito: Ayúdenme. Luego tomó impulso y dio una gran patada a la puerta del conocido local de tragamonedas. Rebotó y pareció que iba a derrumbarse, a derramarse, pero se compuso a tiempo y tomó un nuevo impulso y empezó una serie de cortas patadas, menos contundentes aunque bastante ruidosas. Finalmente la puerta se abrió y surgieron no dos sino cuatro guardias de seguridad. Rodeándolo le propinaron golpes de judo, de box, de kung fu, de karate. Cuando el sujeto se precipitó contra las lozas de piedra empezaron a aplicarle algunas patadas en las costillas. En las inmediaciones, a poco más de tres o cuatro metros, un guardia civil parecía flotar en otro nivel de la realidad. No silbaba pero hubiese podido silbar. Los pobladores de la plaza de armas estábamos todos reunidos alrededor contemplando el suceso. Dirigiéndome a Juan y Misael, dije: ¿Creen que también deberíamos darle algunas patadas?
Mientras tanto el sujeto parecía haberse convertido en un motor de funcionamiento continuo, en una entelequia de la física: desde el suelo, lanzaba potentes golpes de puño y rabiosos puntapiés. Maldecía con su poderosa voz de tenor. Luego empezó a comportarse como un moscardón que está a punto de sucumbir. Giraba sobre sí mismo gritando. Finalmente su camisa se desgarró y todo el mundo pudo ver el triste espectáculo de su vientre abultado. Pero, como ocurre con los moscardones, alguna ley de la dinámica lo impulsó a desplazarse sobre el suelo y avanzó hasta la mitad de la pista. Los lechuceros se vieron obligados a dar un violento golpe al timón para evadirlo. Fue entonces cuando algunos transeúntes se apiadaron y, no sin cierta violencia, lo devolvieron a la vereda. El tipo siguió aullando de una manera insoportablemente reiterativa. Nosotros, adivinando que ya lo habíamos visto todo, nos retiramos, bostezando.
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