sábado, abril 13, 2024

Poeta para leer en el metropolitano

En uno de sus poemas, Jorge Eduardo Eielson advirtió que su corazón estaba latiendo estúpidamente desde el amanecer del 13 de abril de 1924. Durante más de ochenta años este poeta estableció así una conexión entre el territorio que había colonizado el pulso de su corazón, y la amplia región del mundo exterior que se extiende hacia el fulgor de las estrellas. Muchos creen firmemente que solo después del padre Vallejo se alza Eielson como el más impactante poeta del Perú. Su amigo Szyszlo contaba que, ya desde muy joven, Eielson tuvo la aureola de una persona especialmente dotada, y esto quedó confirmado cuando a los 21 años recibió el Premio Nacional de Poesía por un primer libro que exhibía perfección verbal y un altísimo refinamiento.

Algo que los poetas pueden hacer con gran facilidad es cometer errores. La obra de los buenos bardos tiene solo un 10 por ciento de poemas a los que estos deben su relevancia, el 90 por ciento restante es material algo prescindible. Eielson es un caso raro porque encontró la manera de que el 90 por ciento de sus poemas prescindibles sufrieran una mágica mutación hasta convertirse en algo en cierto modo más interesante que lo imprescindible. Quizá porque incluyó el ingenio, el virtuosismo, la travesura, la audacia, el error y probablemente hasta el reconocimiento de la estupidez intrínseca de lo humano en su paleta cromática. Pero lo que sí queda claro es que  el 10 por ciento de la obra de Eielson contiene sólidas obras maestras. Ya lo dijo él en algún lugar: mi cerebro es de oro puro, mi corazón de terciopelo, mi sexo de cristal.

El acontecimiento trascendental en la vida de todo ser humano es el momento en que este  se mira en el espejo. Esta experiencia ha sido clave en la composición de algunos de los mejores textos de este poeta peruano quien, usando sus autorretratos, nos transmite un insólito universo diseñado con trazo limpio y exacto colorido. Su poesía navega así con la gracia de un bailarín entre metáforas sorprendentes y brillantes adjetivos. 

Pero la vida real de Jorge Eduardo Eielson parece haber tenido también materia para la leyenda. Como muchos artistas tuvo un asunto con sus progenitores. Según cuenta Martha Canfield, su madre lo entregó a tres mujeres que se encargaron de educarlo con -en ese orden- el rigor, la ternura y la música. Su madre, sin embargo, solía visitarlo, y cierta mañana le explicó que su padre había muerto. Solo muchos años después, ya hacia el final de su vida, pudo por fin enterarse que el apellido Eielson lo había heredado de un ciudadano norteamericano que, luego de engendrarlo, había huído hacia el norte sin jamás mirar atrás. Se enteró también que en Wisconsin tenía un par de hermanas, que tampoco miraban hacia atrás. 

La conexión entre cosas desiguales es algo que hace muy bien la poesía de Eielson, y fue quizá eso lo que alimentó su vocación interdisciplinaria, su afanosa búsqueda experimental. Su capacidad de conseguir encuentros felices entre universos diferentes provoca siempre un estallido de maravilla y de revelación. Sus poemas navegan con fluidez entre varios terrenos: lo banal, lo visceral, lo clásico, lo exquisito, lo cósmico, lo superficial y lo extraordinario. Eielson es también capaz de señalar a la amargura, al sollozo y a la tristeza con tan admirable elegancia que extingue cualquier telúrica resonancia. Tenía entonces algo de sentido aquella carta que en los años sesenta escribió a la NASA solicitando que, llegado el momento, acepten la misión de arrojar sus cenizas en un cráter de la luna.

Ilustración: El rostro infinito. J.E. Eielson.

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