Jamás recuerdes a la gente los servicios que le has hecho en el pasado. Si son hombres agradecidos y honorables, no necesitarán recordatorio alguno, y sin son desagradecidos y deshonestos, el recordatorio será inútil.
Claudio, el Dios. Robert Graves.
La solidaridad y la generosidad, que son dos palabras blancas que llenan los discursos de entusiastas y eternos sonrientes, son parte de una oscura historia secreta. Son agentes dobles. Por un lado revelan lo mejor del ser humano, por otro activan sentimientos insospechados.
Parece natural que a un acto de generosidad le corresponda un sentimiento de gratitud. Pero no. Con mucha frecuencia lo que el dadivoso cosecha es sesgados signos de resentimiento. Porque el que recibe un favor siente alegría y gratitud, pero también, secretamente, odia a su benefactor porque éste se ubica en una posición superior, y, lo peor, hace patente que él es alguien “necesitado”. Detrás de lo benévolo de la situación se incuba una situación de poder.
Y el generoso y el solidario tampoco pueden librarse de ciertos pequeños y vergonzosos placeres. Con demasiada frecuencia los servicios o favores concedidos suelen ser realizados con la ambición de hacer acopio de gratitud. Como una transacción. En el sistema feudal los siervos tenían perfectamente reglamentada la manera de expresar su reconocimiento a la protección que el señor feudal les ofrecía. La relación padrino-ahijado es un rezago feudal. Los favores que concede el padrino establecen el marco de su grandeza social y económica. Para el padrino, como es notorio en la película de Coppola, el “respeto” es la medida del valor de una persona. Vale la pena acumular una fortuna, ser poderoso, para poder convertirse en una persona de respeto, alguien que protege, que prodiga. Y que como tal exige ser reconocido y ser agasajado.
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