miércoles, febrero 02, 2022

¿Qué harían las máquinas con tanto calor humano?


 En la saga de Matrix las máquinas esclavizan a la especie humana metiendo a cada individuo en un capullo para cosechar la energía corporal. ¿Pero qué puede hacer una máquina cuando está enchufada a una confiable fuente de electricidad? Correr simultáneamente muchos programas. Encender y apagar luces. Resolver complicadas ecuaciones. Medir la distancia entre A y B. Pero lo más importante de todo es corregir errores.

Nos han advertido muchas veces que cuando la inteligencia artificial supere a la humana se impondrá obligatoriamente un comportamiento absolutamente racional. El primer paso lógico sería entonces eliminar redundancias, elementos obsoletos, actividad sin sentido. Como consecuencia de esto, y como ya temen los cobardes, la civilización humana sería borrada de la faz de la tierra de una manera mínimamente dramática. Aseguran las Wachowski que las milenarias instituciones humanas serían así reemplazadas por la Ciudad de las Máquinas, un prodigio de software y hardware, pero aquí, desde mi sillón giratorio, lamento tener que expresar mi desacuerdo. Pienso que el curso lógico de las cosas sería que las Inteligencia Artificial borre a la especie humana y luego se borre a sí misma porque, desde una perspectiva absolutamente racional, no existe ninguna razón para existir, ni para humanos ni para máquinas. Salvo que, en un acto de valiente inteligencia, Mr. Smith y sus agentes de lentes oscuros se impongan también la tarea de destruir hasta el último agujero negro del universo. 


viernes, enero 14, 2022

Diestra y siniestra


 

El problema de tener amigos de toda la vida es que las reuniones sociales encallan frecuentemente en las mismas emociones. Los comentarios hilarantes se reciclan hasta el inevitable agotamiento. Las noticias sorprendentes casi nunca son sorprendentes porque todo el mundo está permanentemente conectado. Así que la diversión en las reuniones sociales es otro de los grandes problemas que agobia a este siglo XXI. 

Pero por fin este sábado soltaré en el bar algo verdadero. En este país polarizado, en este mundo escindido, todos deberían preguntarse por qué unos están allí y otros allá. He aquí la respuesta. La estructura neuronal de las personas de izquierdas y derechas es distinta. Frente a estímulos idénticos, la gente de derechas frunce el ceño y parpadea más. Y es que los progresistas tienen más materia gris en el córtex del cíngulo anterior y los conservadores en la amígdala inevitablemente derecha. Y, aunque los análisis genéticos son difíciles, parece que también progresistas y conservadores se diferencian en un gen receptor de la dopamina. Según John Hibbing, un politólogo estadounidense y profesor de la Foundation Regents University en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Nebraska-Lincoln, lo que caracteriza a las personas de derechas es que son más sensibles a los cambios de comida, de población y de costumbres; sobre todo, los percibidos como inciertos. Los de izquierda, en cambio, adoran los cambios porque son ineptos en la gestión del aburrimiento. En general los de derecha prefieren el arte realista y los de izquierda el abstracto; los hogares conservadores tienen más productos de limpieza y calendarios; y, los progres, más maletas y estantes con una mixtura de clásicos y libros con fecha de caducidad.


sábado, diciembre 04, 2021

Una historia de películas



Si hay que hacer honor a la verdad, el Centro Cultural de la UNSA fue idea y obra de Alonso Ruiz Rosas. A inicios de la última década del siglo XX Juan Manuel Guillén se había propuesto forjar la mejor universidad del Perú, y aceptó con entusiasmo la idea del joven poeta. El plan era nada menos que hacer realidad una utopía que aún ninguna universidad peruana había asumido. Galerías de arte con muestras de primer nivel, conciertos de música clásica y contemporánea, espacios para el discurso intelectual y el debate, hemeroteca, biblioteca, librería y hasta la primera sala pública de cyberspace de la ciudad. Con Alonso recordamos además que la chispa que había hecho entrañables a tantos movimientos artísticos e intelectuales se había encendido en un café, un bar, un local nocturno. Por esa razón cuando Juan Manuel Guillén aprobó la implementación de El Búho, la única cafetería universitaria en todo el planeta donde se servían licores y aguardientes de calidad a precio estudiantil, la euforia no tuvo límites. El tiempo demostraría que la audaz medida fue exitosa, porque décadas después El Búho es ya una leyenda. Los mejores bardos del país tomaron una copa de vino en este local cuando fueron invitados para el ciclo La República de los poetas. Pero para completar el gran centro cultural solo faltaba un detalle.
En aquellos tiempos los cinéfilos teníamos que ser mucho más imaginativos de los que somos ahora. Leíamos incansablemente sobre grandes joyas del cine, y hasta pontificábamos, aunque  estas jamás habían sido accesibles a nuestro ojos hambrientos. Las tiendas de alquiler de VHS tenían un stock muy limitado y principalmente se orientaban al cine comercial. Por eso nos pareció imprescindible organizar ciclos de cine arte que emitieran con diaria regularidad lo más representativo del séptimo arte. El problema era que no había videos disponibles y la universidad no contaba con equipos apropiados. Con su característica determinación Juan Manuel Guillén ordenó la adquisición de los aparatos. Recuerdo que acompañé a un funcionario a realizar las compras y, cuando los vendedores se enteraron que eramos de una entidad pública, nos ofrecieron alterar las cifras en la documentación. Se asombraron mucho cuando exigimos que simplemente facturaran el precio exacto. 
Conseguir las películas en aquellos tiempos era una costosa odisea. Eso es algo inimaginable en este siglo cuando existe el streaming, y proliferan las caseras y solo se necesitan algunos minutos para encontrar un sitio en internet que permite descargar gratuitamente todo tipo de material interesantísimo. Recuerdo que luego de algunas pesquisas conseguí la dirección de una productora de video en Santiago de Chile que ofrecía grandes clásicos a 24 dólares la pieza. Compramos también, en versión de 16 mm una copia de El acorazado Potemkin. Por otro lado, muchos amigos que tenían videos adquiridos en el exterior se mostraron generosos en la gesta por profundizar la cultura cinematográfica de la ciudad. A pesar de todo resultaba siempre difícil mantener una coherencia y regularidad en los ciclos de cine. Inicialmente nos vimos obligados a grabar las escasas películas clásicas que pasaban en la televisión abierta, aunque estas tenían siempre que ser editadas para eliminar los comerciales. Pero un día ocurrió algo que cambió la historia de la Sala de Audiovisuales. Aniseto Corcelles, un simple visitante, estaba recorriendo los diversos salones del Centro Cultural y se mostró muy interesado en el ropero donde guardabamos la pequeña colección de cintas. Le expliqué los problemas que teníamos y la avidez de la gente por cine de calidad. A los pocos días aparecieron unos técnicos por la Casona y nos enteramos que el viejo caballero español era fundador y propietario de una empresa de cable. En el contrato se estipulaba que la donación era a perpetuidad. Fue a partir de ese momento en que empezamos a grabar frenéticamente, y el catálogo de la sala empezó a perfilarse como algo realmente fantástico. No mucho después decidí que había llegado la hora de escribir un libro que tenía pendiente y, una mañana soleada, redacté a mano mi carta de renuncia a la universidad. Coco Herrera tomó la posta y, gracias a su persistencia, los cinéfilos locales nunca se han sentido desamparados.

jueves, noviembre 25, 2021

¿Qué ve un siberiano cuando alza la vista en medio de la tundra?



Un joven poeta me preguntó hace poco por qué vivía tan retraído. Le respondí que un momento interesante de mi juventud fue cuando abrí distraídamente un libro de Celaya y leí: La soledad es el imperio de la conciencia. Me pareció una bonita frase, pero en esa etapa de mi vida me esforzaba por no estar solo. En aquella época yo era un joven animal y solo buscaba desesperadamente todo lo inmediato. Ahora que tengo 68 años y hago todo lo que suelen hacer los que tienen 68 años, recién entiendo que todo aquello fue un inevitable error, quizá mi error favorito. Muchos confunden la soledad con un aislamiento de la realidad, incluso con un acto arrogante de irresponsabilidad con los reclamos del contexto social. Pero eso solo es un malentendido. Replegarse de las rutinas gregarias, reconciliarse con la soledad, es una forma de crear las condiciones para lanzarse a la gran aventura de explorar algo más vasto que lo inmediato. La soledad nos permite así navegar con más fluidez sobre la perspectiva, para salir adelante en la cotidiana peripecia contra las fuerzas centrípetas del instante.
Hace algún tiempo, cuando presentaba un libro, una hermosa chica me reclamó furiosamente por el ocasional uso del idioma inglés en mis poemas. Básicamente me acusaba de traición. No recuerdo que le respondí. Supongo que alguna de las tonterías que uno dice cuando abre la boca. Pero he pensado mucho en su pregunta y me doy cuenta que algunos creen que lo correcto es atrincherarse en su idioma, en su patria, en su obvia identidad. La tribu te reclama que cumplas con las obligaciones, que te pongas la camiseta, que ataques al enemigo. Pero a mí me gustaría poder leer y escribir no solo en un par de idiomas. Me gustaría que todos los idiomas sean mi idioma. Me gustaría sentir lo que siente un siberiano cuando alza la vista en medio de la tundra. Me gustaría ser un espía de las islas Maldivas. Pero claro, solo soy yo, un peruano, un arequipeño que cruza el puente Bolognesi, un parroquiano que pasa demasiado tiempo con un Kindle entre las manos. Pero es ahí justamente, en el momento en que reconozco lo que soy y todas mis dolorosas limitaciones cuando se abre un portal. Todos solo somos parte de la apretada multitud que trata de apoderarse de este planeta solitario. Así que cierro los ojos y me concentro. Y, quién lo diría, esos libros y esas películas y esa música después de todo sirven para algo.  

Ilustración: Beka Goedde

martes, noviembre 16, 2021

El mimeógrafo, el Far West y el Puente del Diablo





Por Charo Núñez Brito

Recuerdo que conocí a Oswaldo una buena noche del verano de 1976, en casa del poeta mayor José Ruiz Rosas. Estaba sentado Oswaldo, vestido de azul marino, con una copa y algo más (indescifrable) entre las manos. Era muy joven, parecía flotar, pero a todas luces ya se podía ver que contenía infinidad de preguntas (ecuaciones) de todos los colores, (entonces) a medio responder. Y tenía ya la misma media sonrisa conspiradora. En otras palabras (casi) igualito a hoy. 

Generoso como siempre, don Pepe había invitado esa noche, con motivo del cierre de un curso para profesores de Literatura que había concluido ese día. Tal curso fue dedicado a los locales profesores de literatura y fue dictado por importantes profesores de Literatura llegados todos desde afuera de la ciudad, entre ellos estaban Antonio Cornejo Polar, Washington Delgado y Antonio Cisneros. Yo no era profesora de literatura ni de nada, apenas había empezado a estudiar medicina en la Universidad San Agustín. Pero por cosas del destino y por razones de ociosidad, ya que mi universidad estaba una vez más de huelga general e indefinida, me anoté y atendí tal curso para profesores en calidad de falsa maestra o estudiante clandestina. El curso duró un par de brillantes semanas y como para coronar ese extraordinario tiempo, sin saber cómo ni por qué o por similares sinrazones, el día final, acepté jubilosa una muy elegante invitación del poeta Cisneros a almorzar.  Y almorzamos en la entonces novísima y muy cosmopolita Pizzería de la calle Mercaderes, pero en verdad más que almorzar hablamos sin cesar, de todo lo vivido y por vivir. Al almuerzo le siguieron una caminata y unos postres y unos tés en el café de la Suiza al cual Toño nombró el Far West y a los tés les siguieron unas guindas con pisco (primeros licores de mi parte) y después de las guindas la urgencia de Toño de asistir a la tertulia en casa del entrañable (y para mi desconocido) Pepe, ya mismo, esa noche. Entonces corrimos y llegamos a la bella casa de la calle Villalba 426. Yo en calidad de inocente paracaidista o reverenda intrusa caída del palto, pero eso sí traída de la mano del muy alto Toño, quien era el invitado de honor. Nunca en mi vida había estado yo en medio de tan peculiar y amable compañía, de tantos poetas juntos. Casi todos vestidos de colores oscuros, subrayó Toño. 

Felizmente no tuve que hablar, todos me acogieron como si fuera una más de la partida, nadie me preguntó nada y pude darme el gusto de permanecer muda. Hasta que, misma cenicienta, al notar el avance de la noche (oscura) pregunte ¿y ahora cómo vuelvo a casa? Algunos se miraron entre ellos. No respondieron.  Ninguno tenía apuro, ni se preocupaba en lo más mínimo por la transportación. Se hizo un pozo de silencio, penumbroso, en mi corazón. Pero no duró mucho, ya que, desde algún rincón inesperado, cuál ángel guardián (o exterminador) Oswaldo se levantó y dijo yo los llevo, ¡a donde quieran! Puedo ver todavía al joven artista muy avispado al volante de un automóvil sedán del cual no recuerdo la marca, a su lado iba de copiloto el codirector de la revista Roña, y estoy segura éramos varios más, pero fue él, Oswaldo, también llamado el mago de Oz, el que de entre todos los poetas me devolvió sana y salva, entre risas, despedidas y muy dichosa comarca, hasta la mismísima puerta de mi casa (donde mis padres me esperaban despiertos, aterrados). 

Alonso no estuvo presente esa noche. Poco tiempo después me enteré que Alonso existía y que se había perdido el evento por haber estado en Puno, en misión de carnaval y entrevistando a la Virgen de la Candelaria. Alonso apareció por primera vez en mi horizonte, una tarde tocando la puerta con muy particular ímpetu y trayéndome cuál embajador de los países fríos, un encargo, unas flores y unas disculpas en nombre del novelista Edmundo de los Ríos quien se había portado muy mal los días anteriores. Una vez medio aceptadas las disculpas procedimos, Alonso y yo, a caminar a pie charlando de todo lo humano y lo divino desde la casa de mis padres que quedaba al final de la avenida del ejército, pasando el puente del diablo, hasta la Plaza de Armas, y procedimos a tomar algo en el Far West. Alonso tenía los ojos enormes, el pelo largo, una irreverente y a la vez ceremonial actitud que encubría una inteligencia aguda, portentosa, resbaladiza, peligrosa, de niño bravo y al mismo tiempo de anciano socarrón, que a su escasa edad había vuelto ya de dar la vuelta al mundo y tenía miles de ideas, proyectos y más viajes por plasmar, además de unos cuantos nuevos poemas bajo el brazo siempre, reposando junto a sus muy queridas y bien despiertas musas. No solo todo eso tenía Alonso, sino además un vozarrón que llenaba las calles vacías de nuestra gran ciudad con las notas y las líricas de la Marcha de Moran o el himno de la Alegría en las noches de ronda. Era, para más datos, el mejor amigo de Oswaldo, y viceversa. Por donde andaba uno solía aparecer el otro.

A Misael Ramos lo conocí aparte. Al otro lado del espectro entre la ciencia y la metafísica. En plena facultad de medicina. Un día cualquiera de clases en el que cuál yo había tenido sumergida la nariz en Formol por largas horas buscando el nervio vago y el plexo solar (y el alma) en los fondos de mí designado cadáver. A la salida de tan encomiable como insulsa práctica, tras las puertas del anfiteatro de anatomía, me interceptó como un aparecido o un resucitado silente, pálido, muy delgado, aunque en comparación a mi experiencia anterior, lleno de vida, Misael Ramos. Se presentó y pasó de inmediato a informarme que habíamos ganado los juegos florales de poesía de la facultad. Los dos. Yo el primer puesto y él el segundo puesto. Y que como yo no había asistido a la ceremonia de entrega de los premios, él había tenido que recibir ambos premios y me traía el mío. Muy merecido me dijo. Y solemnemente me hizo entrega del primer premio, que era un libro: ‘Así se templó el acero’ de Nikolai Ostrovsky… Yo ya lo había leído, pero igual me alegré  y una vez cumplidos los agradecimientos procedimos los dos premiados a caminar a pie desde la Facultad de Medicina hasta el Far West. Hablando de todas las injusticias, de todas las intrigas del espacio y de la relatividad coyuntural del tiempo. 

Para entonces ya los dos, Oswaldo y Alonso, más el recién premiado Misael, poseían intenciones de fundar y publicar una revista de poesía propia. Una revista, que a diferencia de otras, no cargará manifiestos literarios, fuera libre de toda trampa, sin argucias, ni sesgos ni venias a movimientos ni escuelas ningunas, sin fundamentalismo de grupo, ni agenda ni presunciones ni nada más que la destilada verdad, la valentía, la belleza desnuda del lenguaje, una revista arco flecha dardo vehículo que lleve lejos no a los poetas si no a los poemas. Y tenían, Oswaldo, Alonso y Misael, todo lo necesario para hacerlo ya mismo: la ilusión, el mimeógrafo, el nombre, el formato, el día en que saldría a luz, todo listo, solo les faltaba dinero para el papel. Ahí es donde cuál cirujana intervine y con una filosa mentira, a mi padre le dije que necesitaba comprar urgente un libro más de medicina, otro, de texto, sin el cual sería imposible avanzar, mi padre cedió. Y así conseguí y traje el dinero en efectivo. No sé en qué exacto lugar fue que nos reunimos, pero sí que Misael se puso de pie, calló, me pagó con un muy leve asentimiento de cabeza y una mirada profunda, interminable. Alonso se echó a andar, a dar vueltas como un místico iluminado, se detuvo por un instante y proclamó que cada quién defendería a muerte sus propios textos para incluirlos en el escaso espacio del Ómnibus. Oswaldo registró cada detalle, respiro hondo, cuadro los anchos hombros, torció el cuello, extendió completa la sonrisa y sacudió un puño hacia el infinito.


domingo, noviembre 14, 2021

Tome Ómnibus


 

A fines de los años setenta del siglo pasado el ambiente poético nacional era vibrante. La prensa dedicaba grandes espacios a los poetas, y esto los alentaba a  codiciar el máximo protagonismo. Nosotros, los individuos que publicábamos la revista Ómnibus, sentíamos que eso estaba muy bien, pero sospechábamos que el truco filosófico de la temporada se aplicaba desenfrenadamente, que había gente que se tomaba demasiado en serio a sí misma. Incluso pensábamos que la megalomanía podía alterar el uso de las facultades mentales. Es por eso que nuestra actividad tenía algo de escepticismo, incluso de parodia. Sospechábamos que los que son atrapados por una certeza suelen ser víctimas de sus límites. Probablemente llegábamos al extremo de creer que para ser capaces de buscar algo verdadero había que estar verdaderamente perdidos. 

La revista Ómnibus, por ejemplo, no era un objeto físicamente impresionante. Muy por el contrario, estaba impresa a mimeógrafo y en papel barato. En realidad solo era algo más que un volante.  Sin embargo, con una sonrisa torcida, la presentábamos como si hubiésemos gastado cremoso papel y tapa de cartulina canson para las solemnes y resonantes afirmaciones. Cada cierto tiempo, además, difundíamos por las calles, manifiestos poéticos donde ejercitábamos  un humor algo lírico y ponzoñoso.

Ómnibus era principalmente una collera, un grupo de amigos, que si bien teníamos estilos diferentes, coincidíamos en la actitud frente a la literatura y la vida. Éramos profundamente vitalistas y profesábamos la fe en la literatura como pasión excluyente. Y si bien varios abandonamos las aulas universitarias, competíamos en la voracidad por los libros. Alonso Ruiz Rosas, que justo antes de la madrugada solía recitar a los clásicos en plena calle Santa Catalina, nos abría los ojos hacia las grandes tradiciones de la literatura universal. Oscar Malca, de salvaje inteligencia, nos mostraba el rico potencial de la historieta, de los endiablados ritmos de la Fania All Star, de la furia del rock más nihilista. 

Uno de mis más entrañables recuerdos es el de un frío invierno en el que decidimos recluirnos en algo equivalente a una colonia de escritores. Nos prestamos una casa de playa, lejos de las distracciones de la ciudad, y nos dedicamos a tiempo completo a luchar contra los ritmos palpitantes y las abruptas disonancias del lenguaje. Y cuando no estábamos escribiendo, discutíamos atropelladamente.

Estuvimos allí solo unos meses, pero los siguientes años, y casi sin planificarlo, las sesiones continuaron en Lima, en un cuarto que tenía Oscar Malca en el barrio de Magdalena, donde toda la pandilla se arrimaba disciplinadamente.

Leer mucho, ver muchas películas, escuchar mucha música fue lo que nos alimentó durante todos esos años. Y mientras devorábamos el imprescindible sánguche de carretilla en una esquina de la avenida Brasil, pensábamos en eso, en qué asunto tan urgente nos querían comunicar esos libros esas películas esos discos. Porque hay algo de misterioso en alguien que lanza un mensaje a los cuatro vientos. 

Nuestra formación incluyó también bastante trabajo de campo. Puedo mencionar algunos viajes a la selva para atrevernos a una radical introspección con ayuda del ayahuasca. Más previsible fue el uso ritual de bebidas alcohólicas en busca de la euforia y del elocuente destello. Recuerdo que al final de la sesión, inevitablemente, trepábamos a una sufrida mesa y en coro entonábamos algún himno pagano.

Ha pasado ya casi medio siglo desde que nos reunimos con Charo Núñez y Misael Ramos en la biblioteca de Alonso Ruiz Rosas para reírnos a carcajadas mientras preparábamos el primer número de Ómnibus. Ha ocurrido muchas cosas desde aquellas semanas en emergencia permanente cuando Dino Jurado nos mostraba sus últimos textos y Patricia Alba nos fascinaba con sus filosos poemas. Era una época en que el tiempo solía estar atado al brazo izquierdo haciendo tic tac con impaciencia. Y hoy inevitablemente me pregunto ¿Dónde está todo aquel tiempo todo ese tiempo todo este tiempo?


Foto: Willard Díaz

sábado, agosto 28, 2021

Mi privada multitud



 


Con el paso de los años vamos tejiendo una vasta red. Nuestro universo particular, nuestra tribu, nos determina. Si uno lograse hacer un censo personal, se sorprendería. El primer círculo suele centrarse en los lazos inmediatos: los parientes y las parejas. El segundo círculo, el de los patas del alma, incluye sujetos que casi nunca han sido cuidadosamente elegidos, más bien parecen ser producto de un fenómeno magnético. Luego vienen los amigos, que son un poco los colegas, los que de alguna manera comparten perfil e intereses, los que seleccionamos. En la siguiente franja están los amigos de los amigos, esos que nos estrechan la mano y recitan las frases usuales. Un paso más y nos encontramos con el círculo de los relacionados, en el que el saludo se limita a una simple mirada de reconocimiento. Pero el más enigmático es el círculo invisible de los que no son amigos ni allegados, sino simples transeúntes con los que nos hemos cruzado en los vericuetos de la vida. La mujer con sombrero de paja y pollera colorida. El flaco que avanza exhibiendo una desafiante singularidad. La joven madre, sentada en la vereda, que con una mano de insólita belleza recibe la limosna. La empleada municipal que pasa su solitaria escoba sobre el adoquinado. El anciano de bigote perfectamente recortado que lanza miradas furibundas. La señora que se ubica en una esquina detrás de grandes canastas de pan de trigo. El hombre de mediana edad que cruza la calle vivazmente para solicitar un préstamo a todos los desconocidos. El estudiante algo polvoriento que lleva de la mano a una chica de ajustado jean. La pareja de ucranianas con sus botellas de agua en las mochilas. El canillita ensimismado detrás de una cortina de diarios y revistas. La muchacha de cabello azul que cruza el puente en su vieja bicicleta. Mi tribu es mi hábitat y el oleaje del hábitat va tallando mi asombro y mi intriga. Mi destino.


Posdata: A pesar de que prospera la tendencia de ignorarlo, en nuestra privada multitud existe un círculo poblado por gente que uno  preferiría no haber conocido jamás. Están ahí irradiando. Inevitables como la oscuridad.

Ilustración: Antonio Segui

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