A fines de los años setenta del siglo pasado el ambiente poético nacional era vibrante. La prensa dedicaba grandes espacios a los poetas, y esto los alentaba a codiciar el máximo protagonismo. Nosotros, los individuos que publicábamos la revista Ómnibus, sentíamos que eso estaba muy bien, pero sospechábamos que el truco filosófico de la temporada se aplicaba desenfrenadamente, que había gente que se tomaba demasiado en serio a sí misma. Incluso pensábamos que la megalomanía podía alterar el uso de las facultades mentales. Es por eso que nuestra actividad tenía algo de escepticismo, incluso de parodia. Sospechábamos que los que son atrapados por una certeza suelen ser víctimas de sus límites. Probablemente llegábamos al extremo de creer que para ser capaces de buscar algo verdadero había que estar verdaderamente perdidos.
La revista Ómnibus, por ejemplo, no era un objeto físicamente impresionante. Muy por el contrario, estaba impresa a mimeógrafo y en papel barato. En realidad solo era algo más que un volante. Sin embargo, con una sonrisa torcida, la presentábamos como si hubiésemos gastado cremoso papel y tapa de cartulina canson para las solemnes y resonantes afirmaciones. Cada cierto tiempo, además, difundíamos por las calles, manifiestos poéticos donde ejercitábamos un humor algo lírico y ponzoñoso.
Ómnibus era principalmente una collera, un grupo de amigos, que si bien teníamos estilos diferentes, coincidíamos en la actitud frente a la literatura y la vida. Éramos profundamente vitalistas y profesábamos la fe en la literatura como pasión excluyente. Y si bien varios abandonamos las aulas universitarias, competíamos en la voracidad por los libros. Alonso Ruiz Rosas, que justo antes de la madrugada solía recitar a los clásicos en plena calle Santa Catalina, nos abría los ojos hacia las grandes tradiciones de la literatura universal. Oscar Malca, de salvaje inteligencia, nos mostraba el rico potencial de la historieta, de los endiablados ritmos de la Fania All Star, de la furia del rock más nihilista.
Uno de mis más entrañables recuerdos es el de un frío invierno en el que decidimos recluirnos en algo equivalente a una colonia de escritores. Nos prestamos una casa de playa, lejos de las distracciones de la ciudad, y nos dedicamos a tiempo completo a luchar contra los ritmos palpitantes y las abruptas disonancias del lenguaje. Y cuando no estábamos escribiendo, discutíamos atropelladamente.
Estuvimos allí solo unos meses, pero los siguientes años, y casi sin planificarlo, las sesiones continuaron en Lima, en un cuarto que tenía Oscar Malca en el barrio de Magdalena, donde toda la pandilla se arrimaba disciplinadamente.
Leer mucho, ver muchas películas, escuchar mucha música fue lo que nos alimentó durante todos esos años. Y mientras devorábamos el imprescindible sánguche de carretilla en una esquina de la avenida Brasil, pensábamos en eso, en qué asunto tan urgente nos querían comunicar esos libros esas películas esos discos. Porque hay algo de misterioso en alguien que lanza un mensaje a los cuatro vientos.
Nuestra formación incluyó también bastante trabajo de campo. Puedo mencionar algunos viajes a la selva para atrevernos a una radical introspección con ayuda del ayahuasca. Más previsible fue el uso ritual de bebidas alcohólicas en busca de la euforia y del elocuente destello. Recuerdo que al final de la sesión, inevitablemente, trepábamos a una sufrida mesa y en coro entonábamos algún himno pagano.
Ha pasado ya casi medio siglo desde que nos reunimos con Charo Núñez y Misael Ramos en la biblioteca de Alonso Ruiz Rosas para reírnos a carcajadas mientras preparábamos el primer número de Ómnibus. Ha ocurrido muchas cosas desde aquellas semanas en emergencia permanente cuando Dino Jurado nos mostraba sus últimos textos y Patricia Alba nos fascinaba con sus filosos poemas. Era una época en que el tiempo solía estar atado al brazo izquierdo haciendo tic tac con impaciencia. Y hoy inevitablemente me pregunto ¿Dónde está todo aquel tiempo todo ese tiempo todo este tiempo?