jueves, noviembre 25, 2021

¿Qué ve un siberiano cuando alza la vista en medio de la tundra?



Un joven poeta me preguntó hace poco por qué vivía tan retraído. Le respondí que un momento interesante de mi juventud fue cuando abrí distraídamente un libro de Celaya y leí: La soledad es el imperio de la conciencia. Me pareció una bonita frase, pero en esa etapa de mi vida me esforzaba por no estar solo. En aquella época yo era un joven animal y solo buscaba desesperadamente todo lo inmediato. Ahora que tengo 68 años y hago todo lo que suelen hacer los que tienen 68 años, recién entiendo que todo aquello fue un inevitable error, quizá mi error favorito. Muchos confunden la soledad con un aislamiento de la realidad, incluso con un acto arrogante de irresponsabilidad con los reclamos del contexto social. Pero eso solo es un malentendido. Replegarse de las rutinas gregarias, reconciliarse con la soledad, es una forma de crear las condiciones para lanzarse a la gran aventura de explorar algo más vasto que lo inmediato. La soledad nos permite así navegar con más fluidez sobre la perspectiva, para salir adelante en la cotidiana peripecia contra las fuerzas centrípetas del instante.
Hace algún tiempo, cuando presentaba un libro, una hermosa chica me reclamó furiosamente por el ocasional uso del idioma inglés en mis poemas. Básicamente me acusaba de traición. No recuerdo que le respondí. Supongo que alguna de las tonterías que uno dice cuando abre la boca. Pero he pensado mucho en su pregunta y me doy cuenta que algunos creen que lo correcto es atrincherarse en su idioma, en su patria, en su obvia identidad. La tribu te reclama que cumplas con las obligaciones, que te pongas la camiseta, que ataques al enemigo. Pero a mí me gustaría poder leer y escribir no solo en un par de idiomas. Me gustaría que todos los idiomas sean mi idioma. Me gustaría sentir lo que siente un siberiano cuando alza la vista en medio de la tundra. Me gustaría ser un espía de las islas Maldivas. Pero claro, solo soy yo, un peruano, un arequipeño que cruza el puente Bolognesi, un parroquiano que pasa demasiado tiempo con un Kindle entre las manos. Pero es ahí justamente, en el momento en que reconozco lo que soy y todas mis dolorosas limitaciones cuando se abre un portal. Todos solo somos parte de la apretada multitud que trata de apoderarse de este planeta solitario. Así que cierro los ojos y me concentro. Y, quién lo diría, esos libros y esas películas y esa música después de todo sirven para algo.  

Ilustración: Beka Goedde

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