Si hay que hacer honor a la verdad, el Centro Cultural de la UNSA fue idea y obra de Alonso Ruiz Rosas. A inicios de la última década del siglo XX Juan Manuel Guillén se había propuesto forjar la mejor universidad del Perú, y aceptó con entusiasmo la idea del joven poeta. El plan era nada menos que hacer realidad una utopía que aún ninguna universidad peruana había asumido. Galerías de arte con muestras de primer nivel, conciertos de música clásica y contemporánea, espacios para el discurso intelectual y el debate, hemeroteca, biblioteca, librería y hasta la primera sala pública de cyberspace de la ciudad. Con Alonso recordamos además que la chispa que había hecho entrañables a tantos movimientos artísticos e intelectuales se había encendido en un café, un bar, un local nocturno. Por esa razón cuando Juan Manuel Guillén aprobó la implementación de El Búho, la única cafetería universitaria en todo el planeta donde se servían licores y aguardientes de calidad a precio estudiantil, la euforia no tuvo límites. El tiempo demostraría que la audaz medida fue exitosa, porque décadas después El Búho es ya una leyenda. Los mejores bardos del país tomaron una copa de vino en este local cuando fueron invitados para el ciclo La República de los poetas. Pero para completar el gran centro cultural solo faltaba un detalle.
En aquellos tiempos los cinéfilos teníamos que ser mucho más imaginativos de los que somos ahora. Leíamos incansablemente sobre grandes joyas del cine, y hasta pontificábamos, aunque estas jamás habían sido accesibles a nuestro ojos hambrientos. Las tiendas de alquiler de VHS tenían un stock muy limitado y principalmente se orientaban al cine comercial. Por eso nos pareció imprescindible organizar ciclos de cine arte que emitieran con diaria regularidad lo más representativo del séptimo arte. El problema era que no había videos disponibles y la universidad no contaba con equipos apropiados. Con su característica determinación Juan Manuel Guillén ordenó la adquisición de los aparatos. Recuerdo que acompañé a un funcionario a realizar las compras y, cuando los vendedores se enteraron que eramos de una entidad pública, nos ofrecieron alterar las cifras en la documentación. Se asombraron mucho cuando exigimos que simplemente facturaran el precio exacto.
Conseguir las películas en aquellos tiempos era una costosa odisea. Eso es algo inimaginable en este siglo cuando existe el streaming, y proliferan las caseras y solo se necesitan algunos minutos para encontrar un sitio en internet que permite descargar gratuitamente todo tipo de material interesantísimo. Recuerdo que luego de algunas pesquisas conseguí la dirección de una productora de video en Santiago de Chile que ofrecía grandes clásicos a 24 dólares la pieza. Compramos también, en versión de 16 mm una copia de El acorazado Potemkin. Por otro lado, muchos amigos que tenían videos adquiridos en el exterior se mostraron generosos en la gesta por profundizar la cultura cinematográfica de la ciudad. A pesar de todo resultaba siempre difícil mantener una coherencia y regularidad en los ciclos de cine. Inicialmente nos vimos obligados a grabar las escasas películas clásicas que pasaban en la televisión abierta, aunque estas tenían siempre que ser editadas para eliminar los comerciales. Pero un día ocurrió algo que cambió la historia de la Sala de Audiovisuales. Aniseto Corcelles, un simple visitante, estaba recorriendo los diversos salones del Centro Cultural y se mostró muy interesado en el ropero donde guardabamos la pequeña colección de cintas. Le expliqué los problemas que teníamos y la avidez de la gente por cine de calidad. A los pocos días aparecieron unos técnicos por la Casona y nos enteramos que el viejo caballero español era fundador y propietario de una empresa de cable. En el contrato se estipulaba que la donación era a perpetuidad. Fue a partir de ese momento en que empezamos a grabar frenéticamente, y el catálogo de la sala empezó a perfilarse como algo realmente fantástico. No mucho después decidí que había llegado la hora de escribir un libro que tenía pendiente y, una mañana soleada, redacté a mano mi carta de renuncia a la universidad. Coco Herrera tomó la posta y, gracias a su persistencia, los cinéfilos locales nunca se han sentido desamparados.