En
Arequipa no paraban de hablar de un tipo flaco que había sido galardonado en
Cuba y México. Juan Rulfo le había dedicado una frase ígnea: Con Edmundo de los Ríos se inicia la
literatura de la revolución. En todos los cenáculos culturales de los años
setenta se hablaba y hablaba. En Arequipa los sitios eran tres. En primer lugar
estaba El Capri, un bar restaurante que Guillermo Mercado había consagrado. Las
diarias conversaciones eran cívicas y los mozos distribuían tacitas de café y, solo
para los más peligrosos, vasos con una dosis precisa de pisco con vermuth.
Tengo entendido que Edmundo de los Ríos solía atusarse el bigote en una silla
contigua a la de Guillermo Mercado. El segundo lugar que imantaba intelectuales
era la casa de don Pepe Ruiz Rosas, en la calle Villaba. Fue probablemente ahí
donde me presentaron al novelista. La casa de don Pepe era el lugar donde cada
14 de mayo se podían encontrar los miembros de todas las generaciones. Una
pierna de cordero al romero salía del horno en un momento de jolgorio, y Edmundo
de los Ríos alzaba su tinto soltando exclamaciones. El tercer lugar era donde los debates filosóficos alcanzaban
conclusiones universales. En realidad el tercer lugar no era un lugar sino varios:
en la plaza de armas estaban el Far West y el Room dairy. Cerca de ahí El
Barcelona. Y al final de la calle Mercaderes El Bangú y el Todos Vuelven. Salvo
el Far west todos eran bares con mesas de fórmica. El Far West se distinguía
porque era un salón de té europeo que incluía sillas vienesas, posters de Pan-Am,
y una anciana suiza muy malgeniada. Los otros bares eran lugares de belleza puramente interior. La
épica y la lírica, la cerveza arequipeña y los piscos adulterados conspiraban
para generar una hermosa euforia provinciana.
Edmundo
de la Ríos tenía un sentido del humor de espadachín. Literalmente. Cuando la
argumentación se empantanaba alzaba la nariz y retaba a un duelo justo al
eventual discutidor. Edmundo era flaco y de piernas muy largas y solía entonces
alzar sus grandes zapatos. Normalmente nadie quedaba demasiado herido porque el
impacto solía ser controlado (y porque el resto de celebridades insistían en
armisticios). Pero en cierta ocasión, en el Capri, nada menos, un poeta de saco
y corbata se levantó indignado y desapareció. Cuando todos ya habían recobrado
la alegría el poeta empujó la puerta batiente y esgrimió su Colt 45.
Edmundo
de los Ríos leía muchísimo. Siempre aparecía con un libro entre manos y, con
voz devota, recitaba los pasajes más brillantes, esos que valían no solo como
letra, sino también como música. Cuando pasaba las páginas parecía que las
acariciaba. Pero no solo amaba los innumerables libros que tenía, sino que
codiciaba los que no poseía. Recuerdo que al visitar mi biblioteca se
encaprichó con Literaturas germánicas
medievales, un librito de Borges que yo había conseguido en tapa dura. Me
ofreció a cambio una botella de ron Pomalca y, como bonus, La Torre de las paradojas, de César Atahualpa Rodríguez. Luego, por alguna razón, me persiguió
durante semanas para convencerme de que le venda la Fenomenología del espíritu, de Hegel, libro que, como todo el mundo
sabe, está infectado por el oscurantismo retórico.
Edmundo
de los Ríos escribía mucho. Viajaba intempestivamente, se paraba en la Variante
de Uchumayo y trepaba al primer camión. Los choferes se entretenían contándole
su vida y, en cierta época, anunció oficialmente que sobre su escritorio bullía
una novela sobre camioneros. De esta manera Edmundo recorrió la Panamericana
buscando sitios para levantar su campamento. Recuerdo que contó los detalles de
su larga estadía en una caleta de pescadores donde escribió mucho y se hizo
marinero.
Una
mañana regresó de uno de sus viajes con el manuscrito de Los locos caballos
colorados. Era un montón de páginas escritas en papel biblia llenas de
garabatos. Me dijo que podía echarle un vistazo pero que, lamentablemente, no
podía dejarlas a mí cuidado por más de 10 o 15 minutos. Quizá media hora. Es
que su obra estaba siempre en progreso. No acababa de escribir algo, cuando ya
estaba viendo otra posibilidad. Y la cosa era complicada porque este libro
estaba escrito en un lenguaje que él había inventado en noches estrelladas. Un
lenguaje con una extraña gramática que seguramente se usaba regularmente en un
universo alternativo, en uno de esos mundos con personajes de rostros afilados.
No sé, pero las pocas páginas que me fueron permitidas me dejaron una fuerte impresión. El narrador parecía usar el
castellano con deliberada torpeza, como un pintor vanguardista que está ya
harto del trazo virtuoso. Me di cuenta entonces que Edmundo era el escritor más
extraño de la literatura peruana. Y eso es algo en un territorio donde proliferan los tipos raros.
Se
afirma que hay espíritus que pertenecen a otras épocas, a otros mundos, pero en
el caso de Edmundo de los Ríos otras épocas y otros mundos de apiñaban dentro
de su flaca anatomía. A veces, por
ejemplo, él era un penitente medieval. Recuerdo que cierta mañana fui a
visitarlo y lo encontré con la cabeza rapada. Parecía que alguien, con un
cuchillo herrumbroso, le había cortado, mechón a mechón, su negra cabellera de
cacique. Era, sin duda, el condenado que
se preparaba para la hoguera purificadora. No me contó nada particularmente esclarecedor,
pero pude entender que en ocasiones visitaba el infierno. Edmundo, sin embargo,
era también un maestro renacentista. Luego de renunciar a un cómodo puesto
gubernamental se confinó en una pequeña habitación muy cerca del río, en el
barrio de Vallecito, ansioso por trabajar con Los locos caballos colorados. En esa habitación recibía regiamente
a sus invitados. Las cuatro paredes estaban cubiertas de libros y, en los lugares libres, acomodaba su preciosa
colección de objetos litúrgicos. Digo litúrgicos porque cada cosa -una pipa, la
mano derecha de un cristo de madera, un tenedor decimonónico, el fragmento de
un huaco prehispánico-, se transformaba entre
sus largos dedos en algo intransferible, perfectamente singular. Coleccionaba
también, claro, objetos redundantes, como un cáliz consagrado, una mitra
arzobispal y hasta algo que parecía un báculo. Pero su tesoro más preciado era
la llave de la catedral. La leyenda cuenta que Edmundo iba cada día a la plaza
de armas a tomar sol, a pensar, a imaginar el fusilamiento de Felipe Santiago Salaverry,
la asonada del 50, el idéntico tránsito peatonal de los hermanos Vargas. Se
sentaba en una de las viejas bancas y dejaba pasar las horas vigilando, de
cuando en cuando, el abaleado reloj de la torre de la catedral, mientras tomaba
notas en su ajada libreta con tapa de cuero. En esas estaba cuando vio que el
padre Coca-Cola, un sacerdote que no sobrepasaba el metro cincuenta y que se afanaba
como sacristán, llegó hasta el gran portón del templo y, luego de trabajosa
maniobra, consiguió abrirlo y desaparecer. Pero el ojo de águila de Edmundo
notó algo. El diminuto clérigo había dejado la llave olvidada en la cerradura.
No lo pensó dos veces y con sus largas piernas huesudas avanzó con rapidez. Su
corazón, no más grande que el puño de su mano derecha, latió con inusitada
violencia. Tal vez se contemplaba a sí mismo observando aquel objeto. Tal vez
se asombraba por el extraño curso de los acontecimientos. Tal vez se preguntaba
qué quería Dios. El asunto es que con un movimiento lleno de gracia arrancó la
enorme llave del viejo portón y la escondió en el fondo de su largo gabán. Y se
dirigió a su casa iluminado por una sonrisa gigantesca. Parecía haber olvidado
incluso que no hay llave que abra el paraíso en este viejo valle de lágrimas.