Mostrando las entradas con la etiqueta poesía peruana. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta poesía peruana. Mostrar todas las entradas

lunes, enero 20, 2020

Arte poética (intento número 1000)



El péndulo de mi vida bascula entre el abismo y la epifanía
En ocasiones el poema es la epifanía 
En otras sólo el abismo

Ilustración: Paul Johnson. Brother

sábado, abril 14, 2018

El Motor de Combustión Interna



El cromado megáfono de mi destino

Tempranamente me di cuenta que esta tierra no es mi tierra
Que estas palabras no dicen exactamente lo que sale de mi boca
Por eso alcé los ojos hacia la bóveda celeste
Y lancé mi alma de un modo imperativo
Pero mi alma no llegaba a su destino
Mi alma no alcanzaba la coordenada precisa
Ese punto etéreo que me permitiría vivir por encima de mí
Que es el sitio exacto para mí

No sé cómo decir esto
Debo confesar que en ocasiones he realizado viajes siderales
Esa es la razón por la cual tengo problemas en mis interacciones sociales
He pasado demasiado tiempo metido en una cápsula espacial
Iba sentado en un mullido sillón giratorio mirando a derecha e izquierda
La materia ígnea
Los planetas que guiñan
La superficie calcárea
Que cruje y revela un núcleo enceguecedor que transmite una señal
Y por ahí un simple algoritmo suficiente para entenderlo todo
Suficiente para lanzar un punto de luz
Cuando todo se transforma (otra vez) ¿en qué?
Y así ser y volver a ser (cada día) este extraño personaje
Trastornado por la radioactividad
Con esta mente irritante
Que no sabe cómo digitar la contraseña del reino de este mundo
Con estos ojos que no pueden cerrarse
Where is Mae West when we need her?

Where is her?



EL MOTOR DE COMBUSTIÓN INTERNA. Oswaldo Chanove. Fondo de Cultura Económica. Lima 2018.
Ilustración de carátula: The Guardian, por Robert y Shana ParkeHarrison.

jueves, septiembre 26, 2013


Actos de ventriloquia

(por O. Ch.) Publicado en Hueso Húmero 61. Lima 2013

Sería deseable que el pobre querido Tom tuviese más agallas y menos necesidad de dejar caer gota a gota cada una de sus agonizantes perplejidades, anotó Virginia Woolf[1]
Bertrand Russell estaba seguro que T. S. Eliot carecía de la insistente pasión imprescindible para ser alguien
Los médicos enarcaron las cejas, diagnosticaron abulia
El departamento era ruidoso
No había plata, nada
No podía seguir. No podían seguir. Nadie podía seguir[2]
Cada incidente cotidiano era una aventura en los círculos del infierno
(T. S. Eliot gruñía)


T. S. Eliot alguna vez definió su libro como una pieza rítmica de quejas
Un destilado estilístico de un mal matrimonio
Al terminar pidió una opinión
Complimenti, you bitch, le contestó el viejo Pound
Los innovadores de la primera mitad del siglo XX trabajaban todo tipo de vísceras con diabólica elegancia
T. S. Eliot fraguó una neurótica relación entre lo que presenta el que habla y lo que cree percibir el lector[3]
Un nerviosismo que se versifica alterando registros tonales
Un ejercicio de ritmo, de síncope, como un objeto soliviantado que apunta hacia la ventana
T. S. Eliot capturó algo ajeno y lo reconfiguró
P. R. Picasso manoseó máscaras africanas
J. A. Joyce implantó La Odisea como espina dorsal
Los huesos de lo viejo eran escandalosamente legibles bajo el pellejo de lo novísimo[4]


No hay libertad, no hay libertad en el arte, advirtió Eliot en 1917
Se refería a que las expectativas tiranizan el campo formal
Cuando una persona agarra un poema espera que pueda leerse como un poema
El producto de vanguardia deforma, desfigura, retuerce, distorsiona
Manipula lo extraviado
Pero el texto de vanguardia nunca abandona por completo las convenciones. Sin la forma estamos perdidos en una constelación de decisiones[5]
Las viejas estructuras condicionan la respuesta al poema inédito
Pero el más interesante de los fenómenos ocurre cuando algo nuevo transforma sin remedio todo lo anterior. Después de Prufrock, el infierno de Dante es otro infierno de Dante
Ligeramente otro


Con La tierra baldía T. S. Eliot se aproximó escandalosamente a los límites de la técnica
Fue acusado de plagiario
La tierra baldía es un collage de alusiones, de citas, de ecos, de apropiaciones, de pastiches, de imitaciones, de actos de ventriloquia. Usa siete idiomas, incluyendo el sanscrito. Termina con páginas de notas[6]
Cuando Joyce le envió los últimos capítulos de su Ulises Eliot contestó: No tengo nada más que admiración. Luego agregó (en voz baja): Maldito seas.
Años más tarde confesó que había decidido abandonarlo todo[7]
La obra de Eliot y la de Joyce son aparatos que se apropian de estilos y tradiciones[8]. La incautación es su estilo
En tan poco tiempo, con tan pocas páginas, T. S. Eliot cambió el modo de escribir poesía[9]
Cuando los devotos le preguntaron qué se necesita para comprender un poema él respondió:
Leer otros poemas
Interrogado sobre su método creativo dijo:
No hay ningún método excepto ser muy inteligente


Notas:




[1] En su diario
[2] Que implacable, que implacable la miseria

[3] Imprimió tensión contra la forma

[4] Eso generaba disonancia

[5] La forma es lo que permite ser

[6] Un acertijo más a ser interpretado

[7] Pero Pound (siempre el viejo Pound) le explicó que Joyce había excitado el mundo de la novela. T. S. Eliot estaba obligado a hacer ese trabajo en el campo de los versos

[8] Son como cubos de Rubik

[9] T. S. Eliot no perdía ocasión de escribirle a su mamá: Hay un pequeño y selecto grupo que me considera el mayor poeta vivo (de Inglaterra)

viernes, octubre 26, 2012


Su reino era de este mundo y también del vuestro


¿De dónde son los poetas? Una buena respuesta la dio César Moro: “Mi reino es de este mundo, más no del vuestro”. Pero el Toño Cisneros siempre le hacía ascos a eso de las frases, de los versos preciosos. No perdía oportunidad de aclarar que no hay nada más huachafo que andar haciéndose el especial. El Toño aseguraba (desafiante) que tenía los pies bien puestos en este mundo. Se burlaba de los “sagrados” caminos para encontrar “la belleza”. Un día incluso afirmó que la poesía no era el centro de su vida, que había otras muchas cosas (más y mejores). Y así una obra jubilosamente irreverente contra la retórica poética tuvo decisiva influencia en la retórica poética de varias generaciones de la literatura peruana. Claro que la magia, eso que llena de (autentica) originalidad a los poemas, es siempre personal e intransferible.
El factor común entre los poetas parece ser el egocentrismo y la laboriosa edificación de un universo paralelo. No estoy seguro que el Toño haya sido más egocéntrico que los demás (como se afirma), pero si me parece digno de atención el hecho de que no le interesara para nada disimular el asunto. Resultaba incluso divertido en su conchuda inmodestia. ¿Había construido el Toño su propio cosmos, un sitio que de facto lo obligaba a ser algo extraterrestre? Seguro, no creo que se pueda ser poeta sin tener esa habilidad. Pero a diferencia de la mayor parte de los coleguitas el Toño detestaba empollar en sus confines y se inmiscuía sin asco en los universos ajenos. Los que lo querían consideraban eso su particular estilo de desplegar una exuberante vitalidad, su manera de eliminar distancias y estar realmente presente. Los que no lo soportaban sentían seguramente que era un tipo impertinente e intrusivo. Él probablemente se decía a sí mismo que ya que estaba en posesión de una inteligencia tan ágil no resultaba saludable contrariar la compulsión de ejercitarla a cada rato.  Sin embargo detrás de esa parafernalia de hombre “con calle” uno podía adivinar que estaba el otro, el que era adicto al cariño de sus amigos, el que podía atreverse a lo ridículo, el inexplicable, el que transformaba todo ese estupendo ingenio tan ostentosamente terrenal en radiante poesía. Sí, en poesía, y sí, en algo exactamente refulgente. 

lunes, abril 09, 2012


Hay golpes en la vida tan fuertes yo no sé

Uno
Recientemente nos ha llegado la noticia que Cesar Vallejo no es Cesar Vallejo.  En todo caso no el Cesar Vallejo tan merecidamente venerado como el auténtico genio de la América hispana. Aparentemente fue Luis Garaycochea de la Barra el autor del verso “Hay golpes en la vida tan fuertes yo no sé”. El problema es grave porque hay indicios fuertes de que también escribió el 99 por ciento de Los heraldos negros, de Trilce, de Poemas humanos, y de España, aparta de mí este cáliz. Pruebas desgarradoramente irrefutables apuntan a que Cesar Vallejo habría sido únicamente el autor del 80 por ciento de Paco Yunque y del resto del material en prosa. Incluyendo los artículos periodísticos. ¿Es esto una broma? Ojalá. Lo que ocurre es que hace unos meses Nataly Villena -la investigadora cusqueña afincada en Paris- encontró, por un prodigioso juego del azar, un cuaderno empastado en tela cubierto de principio a fin por una malgeniada caligrafía. Era el diario secreto de Georgette Marie Philippart Travers.
Luis Garaycochea de la Barra fue un arequipeño nacido en la última cuadra de la calle Sucre. Su situación no era similar a la de Edward de Vere,  cuya elevada posición social y su escondido parentesco con la reina Isabel le impedían reconocer inclinaciones tan plebeyas como la de escribir poesía y obras de teatro, por eso se vio obligado a pagar buenos dineros a William Shakespeare para que firme cosas como Hamlet.  Las razones de Luis Garaycochea de la Barra fueron algo más conceptuales (o existenciales). Luego de una infancia y juventud arequipeñamente estúpida habría tomado la decisión de ser el poeta más grande del Perú. Pronto se dio cuenta que un verdadero poeta no puede tener tan mezquina ambición. Por eso decidió que estaba destinado a ser uno de los grandes poetas de todos los tiempos.  Eso implicaba algunas firmes decisiones. Eso implicaba por ejemplo sentarse frente a una hoja de papel en blanco. Afortunadamente para Luis Garaycochea de la Barra ocurrió uno de esos eventos cósmicos en los que se alinearon el conocimiento, la intuición y sabe Dios qué enjambre de otros factores y, de pronto, el viejo lápiz empezó a moverse con prodigiosa fluidez. Y en un espacio de tiempo que podía ser medido en días, o semanas, o incluso en años, aparecieron frente a su mesa poemas que alcanzaban para llenar libros, varios libros. ¿Qué ocurre cuando de pronto uno se da cuenta que ha escrito algo que cambiará el curso de la civilización literaria? Pues Luis Garaycochea de la Barra se volvió loco de felicidad. Pero no solo era felicidad. Empezó a sentir un creciente y apasionado amor por sí mismo. Un loco amor que le quitaba el aliento. Fue en ese momento cuando decidió dejar su aldea natal y buscar un lugar apropiado para mostrar eso que era su obra.
Pero algo ocurrió en el viaje. O tal vez algo ocurrió cuando por alguna caprichosa razón apareció en la hermosa ciudad de Trujillo.  Sentado en una banca de la plaza sintió o supo o vio lo que vendría después: que sus poemas serían recitados por niños en las escuelas fiscales; que su foto sería intensamente contemplada; que escultores modelarían bustos con la frente inflamada; que equipos de fútbol de primera división llevarían su nombre; que académicos con mal aliento dedicarían su vida a interpretar cada una de sus decisiones, en cada libro, en cada página, en cada verso, en cada frase; que sería saludado en todas las lenguas como “una de las cumbres de la creación poética”. Pero él, ese que estaba ahí sentado sintiendo como se formaban emanaciones gástricas en su vientre, no sería en realidad el que todos concebirían al leer uno de sus poemas, al ver su imagen, al escuchar su nombre. No, eso era imposible. Se dio cuenta que lo que era él, que el verdadero Luis Garaycochea de la Barra era alguien que solo podía ser conocido por Luis Garaycochea de la Barra. ¿O no? Después de que él lanzara sus obras empezaría a convertirse en un personaje ficticio, alguien a merced de la infame subjetividad de los demás. De pronto eso le pareció insoportablemente vejatorio. Y fue entonces que tomó la gran decisión. El día anterior había conocido a un tipo que le cayó bien. Alguien de hermoso perfil meditabundo. Lo invitó a comer con la secreta certeza de que se entusiasmaría con los poemas y con lo que tenía que proponerle.
Dos
Alguna vez leí un artículo en el que se proponía la supresión de la firma en las obras artísticas.  De esta manera cada lector valoraría una obra sin el prejuicio, sin la mediación del mayor o menor prestigio del autor. El artículo estaba firmado por Emilio Adolfo Westphalen.
Tres
Algunos aseguran que si Anónimo fuese la firma usada por todos los creadores, la calidad de los productos artísticos se aplanaría, porque es la euforia del ego el auténtico motor de la creación más encendida. El arte es la consagración de la singularidad. La conciencia de sí mismo -que es la facultad distintiva de lo humano- se eleva unos milímetros hacia lo alto cuando el artista comprende lo que es ser una modalidad finita de algo infinito, cuando vislumbra lo que significa ser alguien dolorosamente específico en medio de una abrumadora entidad sin nombre. Porque cuando unas pocas partículas de algo conocido chocan contra la masa inmensa de lo desconocido surge un nuevo universo, el universo creado por los artistas.
La firma es entonces el símbolo, el signo referencial que le permite al artista “dejar su huella”, afirmar lo particular frente a lo general. Sin embargo en las últimas décadas este fuego prometeico parece haber derivado en fulgor luciferino. Porque una distorsión ha provocado que para demasiados la imagen del autor sea más importante que su obra. Es así que ya parece más importante “parecer” que “ser”. Sin embargo hay algo de maravillosamente paradójico en esta impostura. Los artistas que logran celebridad a través de ingeniosas artimañas ciertamente son estafadores, pero éstos modelan con sus astucias un personaje que es pura ficción. Su tramposa obra se transfigura ante los ojos hipnotizados de sus lectores convirtiéndose en lo que manda el mañoso gestor de los prestigios, y es vista, es leída,  es creída y alabada. Es un efímero portento silbando estridente frente a toda la extensión de lo imperecedero.
Cuatro
Sin embargo el evento verdaderamente extraordinario ocurrió cuando un auténtico genio como Luis Garaycochea de la Barra decidió manipular su imagen, decidió librarla de sus más terrestres contradicciones, de ese “sí mismo” tan insoportable, para hacer de “lo cualquiera” algo maravillosamente definido, y la lanzó hacia adelante en otro rostro, en otro nombre, a lo largo de toda una vida, como revelan las sorprendentes páginas de la viuda de Vallejo.


viernes, febrero 13, 2009

Las chicas de Martín Adán




Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío, que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acechos de la policía con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.
Mi primer amor se iba de mí, espantada de mi socialismo y mi tontería, “No vayas a ser socialista...” Y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que pasara, aunque éste no llegara a los doce años. Solo ya, me aparté de los problemas sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica toxicomaníaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel –olor de la tinta china, flaco y negro-, casi un tiralíneas... Y esto era mi primer amor.
Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina. Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reírse de mí con una bocaza de pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sin fin de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte –nota sospechosa, vergonzosa, ridícula: una gallina delante de un huevo- Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en un tango: Un malevo...
Mi tercer amor tenía los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Invernizzio. Peregrina muchacha... no sé por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.
Mi cuarto amor fue Catita.
Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos y, en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jengibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia... Mi primer pecado mortal. (La casa de cartón.Martín Adán)

La herida más hermosa del mundo

El gesto de sorpresa ante el fenómeno de la existencia tiene muchas formas ¿Entre tantas opciones por qué un genio de provincias eligió la i...