viernes, noviembre 14, 2025

Libre como un barco perdido en el mar



Durante la segunda mitad del siglo XX, Per Tangvald navegó los océanos como si fueran extensiones naturales de su alma. Los conocía con la familiaridad de quien ha hecho de la intemperie su patria. Para muchos fue un aventurero; para otros, un héroe. Pero quienes lo conocieron de cerca sospechaban algo más inquietante.
Tangvald nació en Noruega, en el seno de una familia que conoció el esplendor antes de la ruina. Su padre, un esquiador célebre, temía que el joven no heredara la fiereza de sus ancestros vikingos y lo obligó a aprender a dominar una nave. Lo que no previó fue que el mar ejerce un hechizo clásico sobre algunos elegidos y Tangvald cayó bajo ese embrujo de la manera más absoluta. Abandonó la ruta de los prudentes, dio la vuelta al planeta más de una vez, y a los sesenta y siete años fue tragado por las olas. Su barco se hundió frente a Bonaire, en el Caribe, con Carmen —su hija de seis años— encerrada en la cabina.
Surcar los mares sin destino preciso es una forma radical de la fe. Navegar, para Tangvald, no era un medio, sino un fin: una interrogación, una afirmación, una tentación, una ambición. Navegar era para él un estado mental. En alta mar, la sensación de vastedad se confunde con la del vacío; la ilusión de libertad se eleva a categoría mística. Quizá por eso el marinero llegó a convencerse de que era un hombre verdaderamente libre, que entendía el mar, que ningún orden establecido iba a destruir su espíritu. Pero el problema de los hombres demasiado libres es que, cuando algo amenaza su sueño de independencia, nada los detiene.
Hace poco se publicó Los niños de altamar, de Virginia Tangvald, la única hija sobreviviente del mítico navegante. El libro —escrito con una prosa elástica que se abre paso con inteligencia— convierte el testimonio en ajuste de cuentas. Lo que impulsa a Virginia Tangvald no es la nostalgia, sino el vértigo de enfrentarse a un padre que fue más mito que hombre. Nacida en altamar, nunca lo conoció realmente: su madre huyó con ella en brazos, salvándola de un destino incierto, pero dejándole el crónico dolor de las almas perdidas. De ese desgarro nace su escritura: una investigación que es también una exorcización.
A medida que avanzan las páginas, una verdad se impone: aquel hombre libre alcanzaba su libertad sacrificando a los que lo rodeaban en el altar de su individualismo. Ese mandamiento esencial —hacer siempre lo que uno quiere— se confunde con el credo de los egoístas apasionados. “La libertad es un monstruo eternamente hambriento al que debemos sacrificarlo todo”, escribe Virginia Tangvald. Y, aun así, el magnetismo de los hombres libres es indiscutible: su poder, su belleza salvaje, la fascinación que despiertan incluso en quienes terminarán destruidos.
Tangvald se casó siete veces, aunque su vida amorosa fue, más que una serie de vínculos, una sucesión de naufragios. El libro sugiere —con inquietante evidencia— que al menos a un par de sus esposas las arrojó literalmente por la borda, en medio de la nada. Cuando algo o alguien se interponía en su ruta sagrada hacia la libertad, a aquel héroe no le temblaba la mano.
En el fondo, Los niños de altamar es la historia de una hija que intenta rescatar del mito al hombre que la condenó a vivir bajo su sombra. Pero también es una advertencia contra aquellos que levantan ciegamente el ideal del hombre completamente libre. Porque, ya se sabe, acechan siempre auténticas fieras en la selva virgen del alma humana.
Los Niños de Altamar. Virginia Tangvald. Lumen. 2025

miércoles, noviembre 12, 2025

Mensaje lanzado al oleaje del humor vítreo


Ayer por la mañana abrí los ojos y descubrí unos garabatos en un extremo de mi ojo izquierdo. Fui al oculista y me aseguró que esos fantasmales mosquitos son frecuentes en muchachos muy envejecidos por el implacable paso de siete décadas. Que no me preocupe, que el astuto cerebro aprenderá a ignorarlos. Le mostré mi sonrisa, pero yo sé muy bien como trabaja esa gente. He regresado a mi departamento y he estado toda la noche muy atento. Los garabatos están tomando forma. Quizá pugnen por formar una palabra urgente. ¿Quién piensa en mí mientras los demás duermen? 

martes, noviembre 11, 2025

Yo sé que es tu idea, pero fue mi idea usar tu idea

1
En cierta ocasión leí un poema escrito usando como base una canción del grupo español León Benavente. Al terminar la lectura alguien se me acercó y mirándome con intensidad me hizo notar que se había dado cuenta de mi crimen. Le conté, no sin cierto orgullo, que en ese mismo libro había también manipulado un famoso tema de Bob Dylan. A lo largo de tantas décadas dedicado a la literatura he intervenido en diferentes grados bastante material de autores que por alguna razón me han interesado. La misión de los poetas es explorar la realidad, y las obras de creación artística son una laboriosa parte de la realidad. Una parte demasiado apasionante de la realidad. Los pintores, los músicos y los cineastas lo hacen todo el tiempo. Los poetas solían usar la frase "a la manera de…" para este tipo de nocturnas actividades.
2
Hace tiempo parece haber quedado claro que el trabajo creativo no consiste en “inventar” algo original sino reciclar lo que ha sido creado por otros. ¿Pero siendo así no resultaría este un trabajo sucio y denigrante? ¿Y acaso no se podría querellar por plagio al que realiza tan promiscua actividad? Yo tengo la firme convicción que sólo se debe acusar por robo (y luego sentenciar con toda la fuerza de alguna ley) a todo aquel que recicle y no consiga resultados interesantes con la nueva composición. Lo que pasa, mi indignado lector, es que en el arte existe la transmutación de la materia. Si uno alcanza a sacar un destello del lóbrego montoncito de palabras sustraído de una inocente víctima, entonces el robo deja de ser una vulgar rapacería y se convierte en un triunfo, algo nuevo y esencialmente original que está listo para iluminar inéditas zonas del alma humana (y ser entonces presa codiciada para otros depredadores literarios). Así ha ocurrido siempre y así sigue ocurriendo. 
3
Se supone que el viejo Shakespeare es el escritor más influyente de la historia. Pues ese preclaro caballero le echaba mano a todo lo que tenía por delante. Sin ir muy lejos su precioso Romeo y Julieta es una realización personal sobre una idea sustraída a otro sujeto, que a su vez la trabajó sobre presuntos hechos de la historia o la leyenda. ¿Eso le quita mérito? No. Otro caso: James Joyce se hizo extremadamente popular entre los snobs del siglo XX como inventor del llamado monólogo interior, aunque luego, en voz baja, reconoció que ese procedimiento fue inicialmente usado por Édouard Dujardin en Les Lauriers sont coupés publicado en el remoto 1888. Y en el ámbito latinoamericano, según explica en un artículo Mario Levrero, el genial Juan Carlos Onetti estructuró su celebrada Los Adioses utilizando la obra del también genial William Faulkner. Hay más: se sabe que alguien tan sagrado como Dostoievski acoplaba partes de sus obras con párrafos enteros alegremente malversados de los melodramas de Eugéne Sue. Y Montaigne, tan amado por ese enmascarado que fue Borges, solía citar abundantemente sin tomarse la molestia de gastar las comillas. Y yendo más atrás, hasta los reductos de padres fundadores, vemos –según delación de Hector Bianciotti- como el mismísimo San Agustín, en sus tan leídas Confesiones, pone en su boca frases de Aristóteles, sin considerar necesario hacer el pie de página imprescindible. ¿Eso hace que los respetemos menos? Esos tipos supieron convertir en suyo lo que no era suyo. Por eso es una frivolidad pensar que el valor de un escritor está en su capacidad de inventar frases o argumentos o escenas o lo que fuese. Es como esos que creen que para los pintores hay alguna superioridad en saber dibujar bien. ¡No! ¡Lo que importa es la idea, el contexto, el concepto, las decisiones que se toman! Ahí está la esencia. La creación es, en gran medida, una conversación con lo que ya existe.  El genio a menudo reside no en inventar el ladrillo, sino en saber con qué otros ladrillos juntarlo para construir una catedral nueva. Uno podría hacer una obra absolutamente original usando exclusivamente frases arrancadas de libros ajenos. Ese sí sería un honesto desafío. A ver quién se anima a intentar un crimen perfecto.

Los bares del centro histórico

En la década de 1970, Arequipa seguía siendo una hermosa ciudad plagada de cantinas. El Room Dairy , en el Portal de San Agustín, no cerraba...