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En cierta ocasión leí un poema escrito usando como base una canción del grupo español León Benavente. Al terminar la lectura alguien se me acercó y mirándome con intensidad me hizo notar que se había dado cuenta de mi crimen. Le conté, no sin cierto orgullo, que en ese mismo libro había también manipulado un famoso tema de Bob Dylan. A lo largo de tantas décadas dedicado a la literatura he intervenido en diferentes grados bastante material de autores que por alguna razón me han interesado. La misión de los poetas es explorar la realidad, y las obras de creación artística son una laboriosa parte de la realidad. Una parte demasiado apasionante de la realidad. Los pintores, los músicos y los cineastas lo hacen todo el tiempo. Los poetas solían usar la frase "a la manera de…" para este tipo de nocturnas actividades.
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Hace tiempo parece haber quedado claro que el trabajo creativo no consiste en “inventar” algo original sino reciclar lo que ha sido creado por otros. ¿Pero siendo así no resultaría este un trabajo sucio y denigrante? ¿Y acaso no se podría querellar por plagio al que realiza tan promiscua actividad? Yo tengo la firme convicción que sólo se debe acusar por robo (y luego sentenciar con toda la fuerza de alguna ley) a todo aquel que recicle y no consiga resultados interesantes con la nueva composición. Lo que pasa, mi indignado lector, es que en el arte existe la transmutación de la materia. Si uno alcanza a sacar un destello del lóbrego montoncito de palabras sustraído de una inocente víctima, entonces el robo deja de ser una vulgar rapacería y se convierte en un triunfo, algo nuevo y esencialmente original que está listo para iluminar inéditas zonas del alma humana (y ser entonces presa codiciada para otros depredadores literarios). Así ha ocurrido siempre y así sigue ocurriendo.
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Se supone que el viejo Shakespeare es el escritor más influyente de la historia. Pues ese preclaro caballero le echaba mano a todo lo que tenía por delante. Sin ir muy lejos su precioso Romeo y Julieta es una realización personal sobre una idea sustraída a otro sujeto, que a su vez la trabajó sobre presuntos hechos de la historia o la leyenda. ¿Eso le quita mérito? No. Otro caso: James Joyce se hizo extremadamente popular entre los snobs del siglo XX como inventor del llamado monólogo interior, aunque luego, en voz baja, reconoció que ese procedimiento fue inicialmente usado por Édouard Dujardin en Les Lauriers sont coupés publicado en el remoto 1888. Y en el ámbito latinoamericano, según explica en un artículo Mario Levrero, el genial Juan Carlos Onetti estructuró su celebrada Los Adioses utilizando la obra del también genial William Faulkner. Hay más: se sabe que alguien tan sagrado como Dostoievski acoplaba partes de sus obras con párrafos enteros alegremente malversados de los melodramas de Eugéne Sue. Y Montaigne, tan amado por ese enmascarado que fue Borges, solía citar abundantemente sin tomarse la molestia de gastar las comillas. Y yendo más atrás, hasta los reductos de padres fundadores, vemos –según delación de Hector Bianciotti- como el mismísimo San Agustín, en sus tan leídas Confesiones, pone en su boca frases de Aristóteles, sin considerar necesario hacer el pie de página imprescindible. ¿Eso hace que los respetemos menos? Esos tipos supieron convertir en suyo lo que no era suyo. Por eso es una frivolidad pensar que el valor de un escritor está en su capacidad de inventar frases o argumentos o escenas o lo que fuese. Es como esos que creen que para los pintores hay alguna superioridad en saber dibujar bien. ¡No! ¡Lo que importa es la idea, el contexto, el concepto, las decisiones que se toman! Ahí está la esencia. La creación es, en gran medida, una conversación con lo que ya existe. El genio a menudo reside no en inventar el ladrillo, sino en saber con qué otros ladrillos juntarlo para construir una catedral nueva. Uno podría hacer una obra absolutamente original usando exclusivamente frases arrancadas de libros ajenos. Ese sí sería un honesto desafío. A ver quién se anima a intentar un crimen perfecto.